jueves, 10 de agosto de 2017

RELATO SOBRE UN CHAPERO. TOMA EDIPO!!

El desconocido desnudó a Soac. Sus manos envejecidas y callosas recorrían las nalgas del adolescente. En el enorme cuerpo del cuarentón al menos cabían un par de Soacs. El hedor a sudor no podía respirarse.   Soac se ahogaba, las aletillas de su nariz temblaban turbadas de enfermiza voluptuosidad. Se sentía tragado, devorado por un pez mayor, aferrado a aquella masa grasienta de la que se zafaba mentalmente.   El extraño susurraba obscenidades gritando cuando su venoso falo reptó por los púberes muslos del chico. El desconocido balbuceaba ya al borde del orgasmo, mientras hundía sus dedos en aquel cuerpo como si se hurgara la nariz o moldeara plastilina. Como un Dios que creara a Soac de una pasta arcillosa, el hombre le moldeaba a su antojo, inventaba su cuerpo, ungía de vida su pubis hendido en lágrimas. 
Soac se limitaba a recorrer mundos fantásticos que pronto desaparecieron en un grito.  No era el aullido de los lobos esteparios ni la catártica erupción de un volcán, sino un profundo sufrimiento escondido en el orgasmo ajeno, un malestar latente en cada célula, expandido por cada abierto poro, cráteres por donde el padecimiento huía de la lava ajena. A Soac le dolía el pecho, latiendo tan fuerte que apenas se oía, y las llagas de su cuello, heridas abiertas que ocultaba con una de esas bragas. – No, no te quites el pañuelo, me da morbo, pareces un chulo, un puto de barrio-

El hombre le volteó y pudo ver su espalda, magullada, herida aún fresca estremeciendo su pusilánime cuerpo de niño. El hombre apartó la vista con asco, cerró los ojos y le pidió con deferencia que se vistiera. No podía darle por el culo. Aquel lolito no tenía ni 20 años. Soac obedeció y se vistió, con la misma desidia con la que se había desnudado para el apestado cliente.  Sus ojos latían muy azules, próximo a empaparse de lágrimas, mas hacía mucho que Soac no podía llorar.

- Son cinco mil-                                     

El hombre dejó un billete en la cama y se alejó, en la puerta pensó en confesarle que era médico, que esa herida no era producto de una caída, pero se piró lacónico y no se atrevió a preguntar quien le maltrataba.

Soac guardó el billete en su tornasolado diario. El diario era un regalo de mamá; hacía tiempo que no escribía en él ni veía a su madre. Su madre escapó, le dejó sólo con su padre. ¡Maldita zorra! Soac se sentó frente a la ventana y dejó pasar las horas... ¡era tan absurdo el tiempo!. Pasaba el tiempo contemplando musarañas, pensando, incluso cuando tenía clientes o cuando leía transversalmente los mamotretos de la facultad. Esta reflexión le ha llevado un minuto veinte segundos....  ¡era tan absurdo el tiempo!, repetir esta frase se había saldado en diez segundos, los sentimientos son un producto cultural, toda filosofía es perder el tiempo, pero de eso se trata, de matar al tiempo, de olvidar que uno esta vivo. Pasar el tiempo para que todo pase igual, las aceras frente a la ventana un día se pavimentaran, los establecimientos cambiaran, los viejos morirán, sus hijos tendrán hijos, todo seguirá igual, y entonces el tiempo perdido nos encontrará. Tiempo mercenario de nuestras elucubraciones y de nuestros pasatiempos. Esta paranoia le ha costado 5 minutos de su ridícula, ociosa y pecaminosa vida.

Soak se miró en el espejo, no recayó en sus decadentes pómulos, hundidos en dos hoyuelos abismales ni en sus manos resecas o en su cutis ajado de fumador, sólo pensó en esa absurda historia de Wilde. Tiró de un manotazo su ajedrez de porcelana. Las figuras cayeron al parquet y la estrepitosa caída le asustó tanto que, incapaz de llorar, se tiró al suelo.

En ese momento querría tener el mal de Cesar  y echar espumarajos por la boca, o desvanecerse como damisela decimonónica, pero no era anémico, ni epiléptico, siquiera capaz de desmayarse... Las lagartijas como él se arrastran por la vida con la cola cortada, y ya lo dice él refrán: del suelo ya no se puede caer más bajo.

Se prostituye ante señores con corbata y padres de familia, con hedor a sapo verde y sin tiempo, siempre con prisa. Sin levantarse, gateó hasta el mueble bar, abrió la puerta y en posición fetal digerió el 43 a pelo. Fumaba sin parar, un cigarro tras otro, encendiéndolos con la mecha del anterior. La colilla le temblaba entre los dedos y la última calada dejaba en el un regusto amargo. El tiempo se lentificaba, el calendario temblaba trémulo en la pared, el piso se llenaba de sombras, en una penumbra interior como el profundo apagón de un escritor ciego. Parpadeaba, henchido de una rabia que le contraía las comisuras de la boca, se revolvía dentro de la alfombra como un gato embrollado en su ovillo o un niño perdido por los dédalos de la primera infancia.

Llamaron a la puerta. Por el portero automático comprobó que quien presionaba el timbre era su padre. Parecía llevar prisa, daba chupadas nerviosas a su puro. Iba enfundado en una bufanda gris. Soac le abrió el portal. Soac llevaba gafas de sol, y su padre no le reconoció. Soac no oyó sus palabras – he venido por el anuncio del periódico- Soac subió el volumen de la mini cadena al máximo mientras se volvía a desnudar. Lentamente, casi con la dulzura con la que le acostaba su madre, se arropó entre las sabanas de su camastro. Su cama olía a sexo reciente. La almohada apestaba a tabaco y sudor. No se molestó en recoger el ajedrez roto, ni en bajar la persiana, ni en sacar al gato que se orinaba entre la basura y los libros tirados por el suelo. Como siempre, no durmió. Sólo soñó despierto. Soñó que su viejo no era el que acababa de llamar a la puerta. Su propio padre no había podido leer aquel anuncio de la sección de relax. “rubio de cara aniñada. Suma discreción y con sitio.”

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