jueves, 10 de agosto de 2017

PRIMER CAPITULO NOVELA TRISTAN Y LA CRISIS EN NORTA



Llegaste, extranjero, a esta ciudad del norte. Fueron las palomas a recibirte. Y se posaron sobre los tejados. Y su canto no te dejó dormir. Y se posaron sobre el campanario. Y el gallo cantó. Oh, musa, recuerda, recuerda lo que fue mi pueblo, lo que ya no es. Aquella nube de polvo y contaminación que te envolvía. Llegaste en octubre, cuando el otoño se posaba en las hojas de los árboles haciendo llover hojas de melancolía. La ciudad te espera, viajero, aunque te marches, aunque reniegues de ella. No hallarás otro mar, no hallaras otra ciudad, allá donde vayas la ciudad te seguirá. Esta ciudad llamada Norta, la de los anchos callejones llenos de disco bares sin escapatoria, los tejados nevados, las antenas de tv, las chimeneas negruzcas. Cuando subías al desván y trepabas a la ventana y asomabas al exterior primero la cabeza y luego todo el cuerpo. te sentabas en el tejado, o te tumbabas, a fumar, a contar estrellas. te daba igual que nevara. Desde allí arriba todo el pueblo era tan ridículo... es Norta una ciudad amurallada por montes, con una abertura al mar que es su único respiro. Te gustaba bajar al muelle, pasear por las calles y observar las casas de pescadores, mirar los barcos pesqueros y los lujosos yates. Observar el ancho mar desde el malecón, el olor a mar, a salitre y a pescado fresco, la suciedad de las calles. la espuma de las olas, baba de bebe, orgasmo del mar impetuoso que te estrangula como una madre castradora. y es que mirar al mar es mirar al infinito y se llenen los ojos de lágrimas. y escribir sentado en las escaleras y pasear por el paseo marítimo, oír gritos y ver a niños bañándose desnudos y mujeres tumbadas en la arena rugosa de la playa leyendo sus novelas, refugiadas en sus sombrillas. pero Norta es también su fábrica y su olor a petróleo, chimeneas como las de los altos hornos que echan un vaho a fuego y a humo. son las chimeneas de Blade runner y brillan por la noche las luces de las casas, y todo es oscuro y azabache. y los puestos de helados y los puestos de inmigrantes y moros vendiendo ropa y colgantes, discos y películas.
-          Vamos, que lo estamos regalando. Vamos, que me los quitan de las manos-
La crisis había irrumpido en el pueblo de Norta como una nube intoxicada de los hornos altos. Esa atmosfera enrarecida no atacaba a todos por igual. Tristán seguía viviendo como en un sueño a pesar de la realidad, dura como una ducha fría; sus padres separados, sin trabajo, sin estudios y con mil euros en el banco. Tristán se creía un príncipe encerrado en un torreón. No hacía otra cosa que dormir y dormir, siempre soñando con otros príncipes que le rescatarían de su depresión. Y es que en el sueño la realidad duele menos. Duele al despertar y comprobar que todo sigue igual; el cuarto desordenado, los libros por el suelo, el cenicero lleno de colillas y cuatro párrafos que quieren ser el comienzo de esta novela.
Amanecía en la ciudad de Norta. Tristán seguía dormido. Como la mayor parte de los adolescentes, tenía el cuarto lleno de posters y carteles. Pero a diferencia de la mayoría de esos adolescentes, no tenía fotos de cantantes o grupos musicales, sino fotos y carteles de escritores. Tristán era un emo, esa tribu urbana de góticos que se hacen así mismos heridas en las manos, en la cara. Le gustaba ver deslizarse la cuchilla o la navaja por sus muñecas y hacerse pequeños cortes. Le brotaba un poquito de sangre, no le dolía, era algo placentero. Tras cada corte se echaba un poco de agua y a veces se chupaba las heridas. Los médicos dijeron a sus padres que era una forma de llamar su atención y que le ignoraran. Realmente los padres de Tristán no habían hecho otra cosa en su vida que ignorarlo.

Los libros no cabían en su cuarto. Su madre se echaba a llorar cada vez que entraba en su habitación. A él no le gustaba que entraran en su habitación. Desde niño había convertido su cuarto en un refugio. Tenía un altar místico; unas velas y un cenicero en el que ponía una barra de incienso. Desde el día que se mudaron a este piso Tristán se encerró en su cuarto. Tristán recuerda el día que cambiaron de piso. Abrazó el sofá antiguo, tocó por última vez aquellas paredes que nunca más volvería a tocar. Se despidió del cuarto de baño, del grifo, de la cocina y la mesa de comedor. En la nueva casa se encerró para siempre, como una bella durmiente, que durante 100 años, toda una vida, permaneciera dormida. No salía ni para comer. Era como el insecto de la metamorfosis de Kafka, parecía que le pasaban la comida por debajo de la puerta, o el artista del hambre que muere en una jaula encerrado. Jaulas de oro para un palomo cojo o una gaviota a la que no dejaban desplegar las alas y volar. A Tristán le gustaba mucho Kafka. Su padre le llamaba para comer dándole golpes en la pared. Eso le molestaba, parecía que estaban en una caverna de prehistóricos. Siempre con gritos, siempre amargado. De niño su cuarto fue muchos escenarios; fue una iglesia donde bautizar a sus peluches, pero también un castillo dónde vivía una princesa de larga cabellera que era su alter ego. Con su hermano jugaba mucho a lo de los castillos, se peleaban en broma como si fueran banderizos de la época de las casas torre, oñacinos y gamboanos. Tenía hasta un peluche favorito. Tristán jugaba a ser cura, a ser mago, adivino, chamán, gurú… todos los oficios desembocaban en lo mismo; ser escritor. Tenía tres armarios de baldas dónde guardaba los libros. Varias estanterías se habían vencido ya por el peso de los libros. Sus padres opinaban que era un complejo de Diógenes, pero el complejo sólo es complejo si te acompleja a ti mismo y no a los demás. De tanto libro no había espacio para más cosas. Los armarios en vez de guardar ropa contenían libros. A Tristán no le gustaba su cuerpo y tampoco vestirse o ir a comprar ropa. Se la compraban sus padres a pesar de tener 25 años.  Tenía poca ropa. Siempre vestía de negro, no como los góticos sino como los emos. A veces se miraba en el espejo las pequeñas heridas que él se hacía con una cuchilla. No le gustaba ducharse ni levantarse todos los días a la misma hora, no le gustaba lavarse los dientes y aún menos afeitarse como un hombre. Él a veces había deseado ser mujer para no tener que afeitarse, pero pensando en el dolor del parto cambió de idea. Las mujeres sufrían el doble que los hombres en todos los sentidos. Y es que la vida no era otra cosa que un engaño al despertar, prometerse que el día irá bien, e intentar volver a dormir a la noche. Hacía mucho que Tristán no dormía bien, le venían pesadillas y sueños raros, eso cuando no ataques de ansiedad. Anoche le dio uno de esos ataques. Él prevenía cuando iba a ocurrir, pero no podía hacer nada por evitarlo. Enseguida venía la debilidad en los brazos, la sensación de debilidad y sensaciones extrañas por todo su cuerpo. Cuando esto pasaba no podía estar quieto mucho rato en un sitio. Si se tumbaba en la cama al momento tenía que levantarse y lo mismo en el sofá, así que pasaba la noche dando vueltas de su cuarto a la cocina y del salón al cuarto. O salía a la calle a refrescarse y pasear. Cuando el ataque te daba en el metro o en una discoteca lo pasaba el doble de mal.
Tristán se levantó de la cama, pero antes estuvo un tiempo dudando levantarse o no. Casi con los ojos cerrados miraba el reloj despertador de la mesilla apurando el último segundo de sueño y cama. Le gustaba jugársela al tiempo, porque quería a veces detenerlo, no tener que depender de un reloj y de horarios. Se levantó de mala gana. Miró el móvil por si tenía algún wasap. Se metió en la ducha. No soportaba el agua fría que te hace espabilar. Tenía que ducharse siempre con agua caliente porque esta es más suave y dulce que la fría. Le gustaba mear en la ducha porque así perdía menos tiempo. No le gustaba perder el tiempo en cosas como levantar la tapa del váter o cepillarse los dientes. Había que calcular una especie de economía de movimientos. Cuanto menos se moviera mejor. En la ducha hacía tiempo que ya no cantaba. Se sentía deprimido y el agua caía del grifo como lágrimas.
Se echó jabón y lo extendió por el cuerpo, se embadurnó bien de jabón, pero luego apenas se acarició el cuerpo. No le gustaba su cuerpo ni ducharse, prefería los baños espumosos al estilo Marilyn Monroe. Bebió el zumo y café que le había preparado su padre. Hizo un poco la cama. Llamó al ascensor. A Tristán los ojos le lloraban por cualquier cosa. Tenía ya 25 años, pero era aún como un adolescente. El cuarto lo tenía lleno de libros. Libros viejos con olor a otros tiempos, libros que había conseguido en los mercadillos, en las tiendas de segunda mano y en las ferias. Tristán se levantaba casi a las 2 de la mañana, escribía algo en su ordenador, picaba algo (le gustaba mucho comer) y volvía a sumergirse entre las sabanas. Sus dos lemas eran “haz el mínimo esfuerzo” y “aprovecha todo lo que sea gratis”. Hacía el mínimo esfuerzo, no le gustaba ducharse y que las gotas de agua recorrieran un cuerpo que odiaba. Ojalá le pudieran salir alas a su cuerpo y volar hasta el mundo de las ideas de Platón. Si sólo fuera alma y no cuerpo no tendría que hacer cosas tan escatológicas como ir al baño, ducharse, lavarse los dientes o levantarse por la mañana. El otro lema, el de aprovechar lo que fuera gratis, lo cumplía a rajatabla. Tristán iba a toda conferencia, presentaciones de libro o exposiciones de arte que a la salida ofreciera un suculento lunch. Su estómago contradecía sus deseos de ser solo alma. Siempre estaba ahí el cuerpo protestando, queriendo comerse el último pincho de chaca en la casa de cultura. Solo una vez le llamaron la atención en la inauguración de una peluquería que se comió muchos pinchos.
Tristán se levantó de mala gana. Ni siquiera se duchó. Hoy no estaba su padre para supervisarle. Había dormido con la ropa puesta para arrojarse el tener que vestirse después. ¿para qué hacer la cama si la volvería a deshacer a la noche siguiente? Su padre le había dejado el colacao en la mesa de la cocina porque sabía que sería la única forma de que Tristán desayunara. Solo los días de derroche Tristán gastaba un euro en un café. ¿para qué pagarlo en un bar si podía salirle gratis? Tristán no tenía aún un título de estudios oficiales, pero todas las mañanas acudía a la biblioteca pública y allí ojeaba libros. Este verano haría prácticas en un periódico concertado por la universidad o en su antiguo colegio. En su antiguo colegio pidió todos los títulos y diplomas; primaria, eso, bachiller. El profesor al verle dijo; a este hombre le faltan libros. También se apuntó a dar una serie de conferencias sobre periodismo en los colegios. Otra de sus manías y extrañezas era ir allí con un boli y un papel y ponerse a escribir títulos. Escribía “Pio Baroja” y seguido todos los títulos que había en la biblioteca. Sabía que nunca tendría en su casa esos libros y escribirlo en un papel era la forma de poseerlos, de que le pertenecieran. También leía muchas revistas y cuando la bibliotecaria no le veía arrancaba los artículos que le interesaban. El problema era que todo le interesaba por lo que llenaba el bolsillo del pantalón de artículos y entrevistas que nunca leería. Salió de la biblioteca. ¡dios mío! Habían dejado periódicos tirados en el conteiner. Tristán no podía contenerse. Rebuscó entre lo que sobresalía del contenedor y se llevó varios periódicos a las escaleras de su casa. Se dedicó a recortar las noticias que le interesaban y el problema es que todo le interesaba. Se lo guardó todo en el bolsillo. Y pensar que había gente que se gastaba el dinero en un periódico pudiéndolo leerlo gratis de la basura… En la biblioteca había un chico que le gustaba. Fantaseaba con la idea de los dos cogiendo el mismo libro y de esa forma poder masajear su mano, tocarla suave, sentirla fría. Tristán recordó la novela la náusea de Sartre donde al protagonista le habían echado de la biblioteca por coquetear con un chico. Tristán siguió caminando por las calles pidiendo para sus adentros no volver a encontrar periódicos sueltos, porque entonces se vería obligado a pasar sus páginas y recortar los artículos.
Llegó hasta la oficina del paro. Hizo un poco de cola. En la cola miraba el wasap del móvil. La de tonterías que la gente manda, videos eróticos y de gatitos en su mayoría. Allí en el paro se sentó en una silla ergonómica y en el ordenador le aparecieron miles de ofertas de empleo.
Tristán eliminó todas las que pedían idiomas, tener coche propio o saber informática, se quedó con 2 o 3 pero no le convencían. Otra mañana perdida. Otra mañana en el paro perdiendo el tiempo y sintiéndose frustrado porque él no podría trabajar en nada de eso. Apagó el ordenador de golpe y se fue salivando de rabia como un rottweiler. Se metió en el café Le Flore y allí pidió un café con leche y se sentó en la última fila. Le gustaba escribir en cafés. Era como más bohemio. Podía estarse con el café toda la mañana. Al principio escribía en papel, pero ahora sacó su portátil y empezó a garabatear líneas con el teclado. Soñaba con escribir la novela definitiva, por lo menos de su generación. En sus novelas el protagonista siempre era él mismo. Como cuando soñaba. Siempre él, él, él… estaba harto de su ego, de su egocentrismo.
Había noches que no dormía en toda la noche porque estaba ahí su cabeza maquinando. Tristán odiaba esas noches. Primero le daba un ataque de ansiedad. Ocurría así de repente. Estaba bien y de pronto sentía la respiración acelerada, sentía ahogarse, empezaba a sentir flacos n sus brazos, sus piernas, como si se le hubieran quedado muertos. Lo pasaba fatal con los ataques de ansiedad. Si le daba en el sofá se daba vuelta e intentaba relajarse, y a veces se quedaba dormido. Pero otras veces no podía estar ni tumbado ni sentado, enseguida se levantaba de la cama y tenía que andar de su cuarto a la cocina veces y veces. Podían pasar dos horas hasta que se le pasara. A veces salía a la calle y se le pasaba antes por el aire libre. Pero lo peor es si le daba en el metro o en una discoteca. En el metro se bajaba en la primera parada y en la discoteca salía a la calle. Le había pasado mucho en las discotecas gays que frecuentaba. Después del ataque de ansiedad le daba la noche de voces. Su cabeza no paraba y venga a venirle voces y recuerdos de gente que le había insultado, le había vacilado o simplemente le había dado un consejo. Todas aquellas voces volvían a su mente en aquellas noches horribles. Y siempre le decían cosas terribles, y negativas. Todo lo que le dijeran a Tristán se lo comía crudo, y luego le quedaba en el estómago del cerebro como una mala digestión. Las palabras se le quedaban dentro, un runrún interno, una comezón de cabeza, las palabras se le quedaban colgadas, como pendientes de no haberlas parado a tiempo, de no haber contestado al vacile en el momento. Siempre se le ocurría como responder al vacile cuando ya habían pasado horas desde este. Le vacilaban sus amigos, sus conocidos, su propia familia. Además de eso a veces se ahogaba, fumaba más de un paquete al día. Y otras veces vomitaba pues tenía bajo su escritorio siempre una botella de ginebra que combinaba con red Bulls. Aquellos redbulls eran el secreto de su escritura. Sin ellos no habría sido capaz de escribir una sola línea. Dicen que cuando estás drogado o borracho o en un estado alterado de conciencia se escribe mejor. Lo cierto es que esos redbulles le permitían concentrarse en lo que escribía y leía.
Salió del café y se metió en un ciber. Los ciber eran tiendas de ordenadores y cabinas telefónicas. Siempre estaban frecuentadas por sudamericanos. Se metían en las cabinas para dar recuerdos a sus familias, para decirlas que la enviarían dinero, que este país estaba en crisis pero que saldrían de ella. Aquellas personas podían estar horas hablando por el teléfono y dando besos a sus hijos, madres, padres, abuelos y demás familia. A Tristán le daba pena aquella gente que había abandonado todo para encontrarse aquí nada. Tristán se sentó en un ordenador del fondo. En el portátil no tenía internet. Se conectó al chat gay y empezó a entablar conversaciones con otros chicos. La mayoría eran salidos que lo único que querían era un polvo rápido. Algunos le daban miedo. Tristán no quiso recordar la de veces que el sexo no había salido como esperaba, incluso las tres veces en que lo habían violado. La ventana del ordenador se llenaba de mini ventanillas con gente preguntándole ¿qué buscas?, ¿cómo eres?, ¿Cuánto te mide? Y ¿estas cachondo? De pronto se sintió mal, muy mal, peor que en aquellos ataques de ansiedad que le daban desde niño. Apagó el ordenador y aprovechando que nadie lo estaba mirando se largó del local sin abonar lo que debía del ordenador. Se puso a patear las calles.
Esto le deprimía aún más. Su pueblo era un pueblo de borrachos, siempre había aquella gente bebiendo sus cervezas, comentando idioteces. Su pueblo se podía recorrer en una hora, del principio al final. No tenía nada; la escuela cutre a la que iba de niño, la iglesia de la que le echó el cura por blasfemar contra Dios, el súper mercado lleno de marujas, los parques con niños donde no le dejaban fumar, y bares, miles de bares, clubs, discotecas y tabernas. Millones de puertas cerradas y ninguna mano amiga.
Era ya mediodía cuando se metió en un restaurante para camioneros y obreros de la construcción.  El menú era baratísimo, por eso iba ahí. Alguna vez los del bar habían ofrecido un menú anti crisis, que consistía en pagar solo un primer plato. Con su último novio iba mucho a un vegetariano junto al río. Siempre que no estaban sus padres se metía en restaurantes así. Sacó un libro de su mochila, lo había robado de un centro comercial o quizá incluso de la biblioteca. Se puso a leerlo mientras el camarero le echaba el vino en la copa, le traía la cesta de pan y espaguetis de primero y langostinos de segundo. Los langostinos le recordaban los tiempos en que vivían sus abuelos y hacían grandes comidas de cumpleaños, aniversarios o navidades. Siguió comiendo mientras leía y de postre pidió una tarta y otro café con leche. Y de repente apareció ella; la paralitica. Era un personaje famoso y conocido en toda Norta. La paralitica iba en silla de ruedas. No tenía piernas. Solía quedarse merodeando por los restaurantes y cuando los camareros no la veían; ¡zas!, cogía las propinas de la gente. Cualquier día les cogía toda la cuenta. Los camareros no podían ni verla. Al principio la dejaban hacer, pero las cosas tienen un límite y acabaron echándola. Una chica la acusó de haber robado a su madre, ella lo negaba todo. La paralitica se aprovechaba de su enfermedad y su minusvalía, intentaba dar pena, pero daba repulsión. Todos esos restaurantes tenían a la salida sus vagabundos pidiendo dinero. Una señora llegó a conmocionarle y Tristán no se conmocionaba por cualquier cosa. Decía tener cáncer y que moriría en dos meses, ¿y quién daría de comer a sus niños? Tristán y los vagabundos no se llevaban bien. Les dieras el dinero que les dieras siempre se quedaba con la sensación de haberles dado poco. ¿por qué aquella gente dormiría en los cajeros habiendo hogares protegidos para ellos? La respuesta es que la mayoría de ellos no quería tener horarios, ir a cenar a una hora y dormirse a otra. Aunque no tuvieran que comer, al menos tendrían libertad. Y es que la libertad es cosa importante. Se puede vivir sin comer, pero no sin libertad. Aunque fuera la libertad de beber un cartón de vino junto a otros desheredados de la calle. Tristán observaba aquel lumpen de barriobajeros. Él no era mejor por tener una familia o tener un piso con calefacción. Él era como ellos. A veces se sentía culpable, como con ansiedad burguesa, se culpabilizaba de ellos. Él no era mejor que ellos, él también rebuscaba en la basura buscando un libro que alguien hubiera dejado o un periódico que le saliera gratis. Se juró que él no terminaría así. Aquella gente no iba a los comedores sociales porque era vergonzoso hacer la cola con un plato de plástico para recibir con un cazo unos garbanzos podridos. No podían acostarse a las 10 porque a la noche se encontraban con los yonquis. Ya no compartían jeringuillas, no estaba seguro de que lo hicieran, pero sí les había visto meterse rayas de cocaína y fumar porros como quien fuma tabaco. A Tristán las cosas le salían gratis. La biblioteca, el videoclub que regalaba videos VH que ya nadie quería, la casa de sus padres, el lunch en la casa de cultura que era gratis... Pero a los vagabundos se les cobraba caro. A veces odiaba todo esto de la crisis. Quería decirles a esos vagabundos que dormían en un cajero que vinieran con él a la presentación de cuadros del Toni. Daba cosa apartarles la manta en el suelo para sacar dinero del cajero. Junto a la manta tenían una mochila llena de cosas y siempre botellas de alcohol. En el café Flore se les ocurrió regalar los pinchos que sobraban del día a los vagabundos. Dejaban los bocadillos, los pinchos y los sándwiches en una bolsa de plástico. Lo dejaban colgado de un clavo. Tristán a veces observó el destino de esos pinchos.
Solían venir dos vagabundos arrastrando una carreta de madera. Dentro metían todas las bolsas de comida que iban recolectando de bar en bar. Con un pincho largo de madera pinchaban la bolsa y la subían al vehículo y así se recorrían el pueblo de Norta de noche. Muchas veces Tristán había cogido el mismo esa bolsa, porque era gratis, como los periódicos, como los libros, como su vida gratuita en la que él mismo estaba de más. 

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