HUGO Y SILVIA
Hugo deslizó su brazo tras la cabeza
de Silvia y la acarició el pelo mientras la susurraba, la silbaba, la siseaba,
la suplicaba, con su silencio sibilino. Quería salirse de sí mismo, escapar de
aquella habitación con ella. Silvia era la otra parte que le faltaba para ser andrógino,
para fusionarse y ser perfecto el amor. No podían despegarse uno del otro.
Ella le quitó la camiseta. Hugo la
desabrochó los botones del sujetador, del que brotaron dos pechos con los
pezones erizados. Él los acarició con sus labios, los apretó suavemente y luego
los liberó de la presión. Mientras, ella jugaba con el bulto que liberó del
bóxer. Soplaba aire caliente que a ambos amantes inundaba. Sus cuerpos, ya
fríos, ya ardiendo, necesitaban encontrase, aferrarse el uno al otro para no
separarse.
Ella se frotó contra su pecho y jugó
con su pelo entre sus dedos. Él la acarició y, sonriendo, se llevó sus labios a
los suyos. Se miraron fijamente a los ojos, reflejándose los unos a los otros.
Silvia era tan fría como una muñeca de porcelana que se deja hacer y a la vez un
dulce derretido en la boca. Ella, gelatina toda, se desmayó en sus brazos
mientras Hugo empezó a penetrarla. A cada embestida Silvia, relajada pero
excitada, gemía más. Hugo la besaba, su barbita estaba caliente, y sus labios
suaves, sabrosos y húmedos. Los pezones de Silvia eran rojos y puntiagudos y
Hugo los mordía saboreándolos. Pero Hugo nunca podría entrar en ella del todo, ¡era
fría, lejana y ausente!. Silvia posó sus ojos en la lámpara del techo, miraba
al vacío con los ojos desorbitados de una loca. Cerró los ojos, y aunque
estuviese en aquella habitación, estaba ya en otra parte. Ambos habían escapado
de la habitación a un olimpo de placer.
Hugo la buscó los labios, cesaron los
gemidos, el silencio de dos bocas que se dicen; sobran las palabras. Dos
cuerpos unidos como gemelos uni vitelinos. Aquello fue eterno. Ella suspiró y
luego no pudo dejar de gritar de gozo. La cama se agitaba y chirriaban los
muelles bajo el colchón. Llegó el éxtasis, contemplaron el paraíso y luego
fueron despertando del plácido sueño. Él siguió besándola con palabras. Los
ojos verdes de ambos brillaron como los de un niño feliz. Ella se desmayó en el
pecho de Hugo y se quedó allí relajada, medio dormida, en un almohadón de pelo
y saliva.
Hugo sorbió una copa de champán,
colocada en la mesilla y degustó el hielo como un torrente de frescura. Chupó
el hielo, sabía frío, pero su cuerpo estaba ardiendo.
Hugo la pasó el hielo con su lengua,
en un beso gélido, y ella le mostró todo lo que su lengua juguetona podía
llegar a hacer; lamer, saborear, tragar, devorar, morder. Y luego, aún con el
trozo de hielo en la boca, se volvieron a besar, fundiéndose el uno en el otro.
Los franceses llaman al periodo tras el orgasmo la petite mort. Hugo y Silvia pierden la conciencia, como si
muriesen. Ambos, abrazados, escapan a un cielo de placer donde ambos se funden
en un mismo cuerpo andrógino.
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