CAPITULO I LA LOCA DE LA MANSION
Quizá se han preguntado quien vive en aquella mansión que parece
abandonada, allá en lo alto de la colina. He sido de los pocos que han conocido
a su dueña, una mujer huraña que no se dejaba ver. Tengo predilección por las
mansiones abandonadas llenas de fantasmas. Miraba con envidia esas casas
de los ricos, esos lujosos chalets, sus embarcaciones de recreo, unas mansiones
de estilo neorromántico donde yo imaginaba toda suerte de peleas burguesas que
tanto relatan las novelas decimonónicas.
Quería en el fondo acceder a aquella yet set, la crem de la crem, los
gentlemans, los dandys, los vips, los snobs, los camps, los aristócratas, la
alta sociedad. Los ricos de Norta eran
una familia de terratenientes ingleses, emparentados con la burguesía autóctona
de aquí y dueños de la fábrica de los hornos altos. Vivían en un palacio de
estilo neorromántico que se llamaba “el palacio de Invierno” o “Neguri”.
Imaginaba yo que allí viviría la reina de las nieves, una viuda muy rica y
puritana, aunque algo excéntrica, que observaba al pueblo desde sus ventanales
escondida tras los cortinones. Lo veía todo desde un catalejo. Aquella mujer
habría sido una diva como las del cine clásico, habría tenido una vida fastuosa
de amantes, citas y flores y por fin se había retirado a aquel palacio a
escribir sus memorias. Aquella mujer, que llevaba sangre principesca y
aristocrática, escribía novelas de amor y cuentos de hadas. Ella misma tenía
apariencia de hada madrina, con un rostro siempre joven, el pelo revuelto a lo
glaucón, enfundada en chales, batas y muselinas, vagando sola por el malecón
del puerto con un camisón fantasmal y una sombrilla. La llamaban la loca de
Norta. Paseaba por el jardín, se mecía en su balancín- columpio mientras leía
con sus gafas de cerca. Aquella viuda se me antojaba muy sola y no obstante
feliz. Aunque por Norta la llamaran la solitaria, la marisabidilla, la
solterona, la divorciada... sólo porque era distinta a las demás mujeres del
barrio. En mis sueños entré en su mansión. La mansión desde el pueblo se ve
como un castillo tenebroso erguido sobre la ladera. Algo así como el palacio de
la vampiresa chupa- sangre, la dueña de los Hornos Altos que vivía ajena a toda
esa rutina del pueblo, que a las 6 de la mañana ya debía despertarse con el
sonido de una campana que significaba el comienzo de la jornada laboral. Esta
mujer por todo ello era odiada en el pueblo. Sin embargo, los pocos que subimos
hasta su torre de marfil pudimos ver que la mansión no era tan tenebrista como
la pintaban las malas lenguas, sino una de esas mansiones blancas como salidas
de lo que el viento se llevó. Una mansión estilo colonial con un hall
increíble, una entrada a un porche donde estaba la mesa del jardín. El estilo
de la mansión yo lo definiría como ecléctico, que es no decir nada, la verdad.
Este estilo no es estilo alguno o lo son todos, es la forma en que los
arquitectos llaman a la miscelánea, a la mezcla y batí burrillo de estilos, un
poco de aquí, un trozo de allá.
Ecléctico viene etimológicamente de camaleón y
se empieza a usar como un sinónimo de algo exquisito en nuestro país sobretodo
con el modernismo, movimiento ecléctico donde los haya. Entonces, en los
felices -sólo para algunos- años 20 se construyó la mansión de esta alta lady.
Ahora esta desfasada mansión y dueña. En el jardín florido había un estanque
con una góndola y una fuente con un cupido de mármol que orinaba un chorrito de
agua y también lo escupía por la boca cual suspiro. Allí, en el estanque,
vivían los cisnes que flotaban entre nenúfares. En el balancín la señora pasaba
sus horas meciéndose en silencio, mientras leía folletines de amor. Era muy
madame Bobary esta dama, una soñadora que nada pintaba en Norta. Solía
organizar salidas campestres los domingos, pero siempre la llovía y esto la
frustraba, porque no tenía paraguas, sólo sombrillas elegantes. Además, allí
las amigas de su clase social eran demasiado puritanas, se traían una moral
victoriana y anglicana que a ella no la iba nada, y se aburría soporiferamente
con todos sus conocidos. Organizaba cazas con los ministros de entonces a los
que siempre dejaba las presas fáciles. Hacía mascaradas y galas de disfraces en
su salón de los espejos. Todos emulaban aquel juego cortesano de la hipocresía
y los amores vanidosos.
En las fiestas de Norta
contribuía preparando pasteles de mermelada de fresa que siempre ganaban el
concurso o presentándose a los concursos literarios de los que también salía
muy airosa. También se decía de ella que se llevaba amantes a su cama con dosel
dorado, era una casquivana entregada a la mala vida y a la vida licenciosa (al
placer), y por ello muy vilipendiada. Al
entrar en su mansión toda tu atención se concentraba en un punto; la enorme
escalinata de caracol que comunicaba con las estancias superiores, donde
estaban sus aposentos (yo nunca los pisé, nunca fui su amante, ni siquiera en
mis sueños, pero de su habitación se decía, aparte de la cama de ensueño, que
tenía un aparador art decó precioso y uno de los armarios con más vestidos de
toda Europa)
Pero lo
verdaderamente impresionante era aquel salón. Una lámpara de araña lo iluminaba
artificialmente y además la luz del sol entraba por las cristaleras azulinas,
con lo que parecía bañado en una cascada refulgente de luz- éter, cubriendo el
salón de un dorado esplendoroso. Además, la luz refractaba en todos los espejos
y creaba nuevos ángulos de luminosidad. A veces se escuchaba en todo Norta a la
señora haciendo sus pinitos de pianista en su viejo piano Pleyel. Tocaba según
su estado de animo; Los días vitales Vivaldí o Wagner. Los días sombríos,
melancólicamente románticos; Chopin o Beethoven.
Sobre los
sofás Chesterfield, un tapiz renacentista terminaba de iluminar el salón. Ella
cenaba sola en una larga mesa donde estaban perfectamente colocados la vajilla
dorada y la cristalería de bohemia, las servilletas ribeteadas, y en el centro;
florero de tulipanes. Ella se sentaba en un trono Luis XVI y con sus dedos de
pianista tocaba las copas como si simplemente las rozara. Todo en ella era
suave, delicado y dulce. Ella era mi hada madrina. Ella me mostró su biblioteca
que poseía la mayor colección de incunables mamotretos del mundo mundial. Ella
nunca recibía en su mansión a anticuarios ni a bibliófilos, le aburrían mucho.
La cultura de aquella mujer me desbordaba, parecía que no había libro virgen
que no hubiera sido acariciado por sus manos. Se emocionaba y lloraba con
algunas descripciones románticas, hipersensibles e hiperestésicas, y a veces,
con una sonrisa en su boca, me leía cuentos de hadas como aya benefactora. Lo
dicho, esta mujer era mi hada protectora. A veces se sentaba en su escritorio
eduardino y allí escribía en su Olivetti artículos para el periódico local que
firmaba con seudónimos masculinos. Y siempre aquella novela fantástica que nunca
acababa. La papelera de hierro rebosaba de bolas de papel, nunca estaba
satisfecha con las palabras, siempre podía escribirse todo mejor, en su sed
perfeccionista y preciosista. Los artículos orientales le parecían una
exquisitez algo esnob, pero tenía cabezas de jabalís o lanzas tribales, o
mascaras sufíes o estatuas de budas yacentes y biombos con geishas
abanicándose. A veces se sentaba en la alfombra turca y me enseñaba libros de
arte mientras las volutas de humo de su chimenea ascendían hasta la cúpula
renacentista. Aquella mansión no la he visto yo en película alguna de Visconti
ni en ninguna novela decimonónica. A aquella señora sólo he podido soñarla.
Representaba esta mujer lo que yo siempre de niño tanto quería; una educación
estética al modo romántico, una educación esteta, sólo para los puros de
corazón, sensibles y diletantes. De niño soñaba con escribir una novela
decimonónica, de esas que son mitad introspección sicológica de personajes y
mitad balance e inventario de sus trastos. Todo por culpa de la atracción que
esa mujer fantasmal ejerció en mi; niño influenciable epatado por toda aquella
mansión fantástica de mis sueños. Esta
señora no era otra que Lady Sullivan, una mujer que fue capaz de separarse del
marido cuando entonces nadie lo hacía. Lady Sullivan pasó de un padre a otro.
Su matrimonio entró en desgracia porque dicen que él, que era su primo carnal,
le engañó con una actriz de cabaret, una tal Luisa Lester, pero esta historia
tiene un comienzo, todo empezó en el San Sebastián de principios de siglo….
AITE – San Sebastián- entre la belle epoque y la gran depresión
CAPITULO II LADY SULLIVAN Y SU PADRE EL JUEZ
La Villa de
los Sullivan era una de las mansiones más ricas extendidas a lo largo del
complejo residencial de la ciudad. El viejo juez de paz, lord Henry Sullivan,
aceptó con orgullo aquel retiro con el que la Reina Victoria premiaba sus años
de servicio fiel a la corona. El imperio británico, siempre emulo añorante del
romano, sabía endulzar las jubilaciones y ¿qué destino más atrayente para este
erudito que esa tranquilidad azul celeste de las marinas donostiarras? Pasaría
sus últimos años de vida leyendo a los clásicos grecolatinos, repasando viejos
procesos judiciales e intentando no arrepentirse por haber llevado a algún reo
a la horca. Toda esa patraña liberal, esos malditos whises y esos laboristas,
apoyaban a la escoria social que se resguardaba en chamizos y barriadas a
orillas del Támesis. Barrios envueltos por la neblina, donde Jack el
destripador podía hacer de las suyas con las prostitutas y cuyos cadáveres,
nunca encontrados, a nadie importaban apilados en sus nichos comunes.
Scotland
Yard defendía a la Sociedad, no a la plebe y él era un juez de sociedad, no de
gentuza. No debía arrepentirse de nada, ni sentir resquemor ético por esos
juicios amañados de antemano gracias a la apatía de los abogados de oficio y la
corrupción que venda los ojos a la justicia terrenal... al fin y al cabo sólo
Dios puede juzgar aquí, así que el viejo juez tiene la conciencia tranquila y
lavada como un río de azulina calma. Ahora era el tiempo del descanso, de la
vida holgada, de las tardes azuladas mirando el mar, sin apabullarse, sin que
ningún insomnio atormente su descanso. Era tiempo del free time, hacer sport
con los viejos amigos, galas para la alta sociedad (para adentrar en ella a su
dulce hija Leslie a la que aguardaba el mejor de los matrimonios concebibles) y
tiempo para repasar su vida y escribir las memorias.
Hacía una
mañana de agosto esplendorosa. El cielo de San Sebastián era claro cristalino
como jamás soñó ser esa ciénaga escocesa del lago Ness. Allí los nubarrones o
la niebla no venían a destronar al sol, al igual que los obreros no protestaban
ni se unían en sindicatos (apenas había industria, toda estaba en las afueras,
pueblos periféricos como el de Loyola o Rentería). San Sebastián era el lugar
de vacaciones de toda la corte española, de todas las familias bien y de los
acaudalados millonarios europeos. Tenía todo para el ocio; un frondoso bosque
en el monte de Egia – del que se contaban muchas leyendas para los turistas
(como que era un bosque fantasma y encantado)- con las ruinas de la antigua
fortificación. Tres playas como tres soles de fina arena y un mar ideal para
sentir nostalgias. Habían derrumbado la muralla para abrir paso a los ensanches
burgueses del Gross o a los barrios más familiares y modestos como el de Amara.
Toda la ciudad florecía, y los jardines del Maria Cristina eran un ejemplo de
esto. O el vetusto Hotel Londres, aquel edificio sobrio que miraba a la ciudad
con altanería británica. Lord Sullivan
jugaba al tenis con el entonces alcalde de la ciudad en su finca de recreo.
Lady Sullivan, la dulce Leslie, se hallaba bajo su chopo, tumbada, con las
piernas meciéndose en el aire y la cabeza sustentada en sus puños. Soñando
despierta, pensando en las musarañas, fantaseando con cosas que la venían a la
cabeza y que en seguida desechaba por incoherentes. Leía el Hyperion de
Honderling, aunque de vez en cuando levantaba la vista para contemplar ese
cielo azulado: las nubes algodonosas y la mañana reluciente, perfecta,
infundían no poca paz y laxitud en su espíritu, sumergiéndola en una especie de
plácido sueño infantil.
Como si
Leslie aún no hubiera salido del cascarón o de una invisible burbuja en la que
se guarecía su vestal candidez, como si aún no se la hubiera desvelado el velo
de la realidad ni se hubiera descreído de los cuentos de hadas susurrados por
su aya, como si se estuviera todavía navegando en la burbuja placentaria de una
matriz embrionaria y fetal.
Leslie era
alta, y por su frente y espalda la caía una melena pelirroja como de una dama
prerrafaelista y tenía unos ojos achinados de tanto leer y además era algo
miope.
El pelo de
Leslie, que a veces se recogía en moños, caía esta mañana como una cascada de
rizos y tirabuzones, y sin embargo en su nacimiento, en la raíz de su melena,
su pelo era lacio y sedoso. Los ojos de Leslie eran azules por la mañana y
verdes por la tarde, dependiendo de cómo brillara el sol y como repercutiera en
la sombra de su cara. Sus mofletes sonrojados últimamente se habían quedado
comidos, pues Leslie adelgazaba a ritmo trepidante y peligroso. Su cara, antes
sonriente, parecía ya la última mascara que nos ponemos; la de la calavera. Sus
ojeras, bajo los ojos, delataban todas las noches insomnes en que Leslie
lloraba de añoranza por su infancia o de expectación por un futuro incierto, y
sobretodo lloraba por todo lo que no haría, por todo el mundo que se perdería
allí en ese barrio donde nada pasaba. Leslie tenía una boca pequeña, labios de
fresa, y ahora, con el paso de la adolescencia a la juventud, le habían
desaparecido las pecas de la cara, y su sonrisa feerica, de hada, de elfa. Su
carita redonda, de ser mágico, pronto se arrugaría y sería una solterona con
cara infantil, una especie de personaje fantástico y estrafalario que ningún
hombre querría para sí. Y es que Leslie se notaba más muerta que viva, más en
el mundo de la ficción, de las novelas y de los cuentos que en la realidad. Por
eso a veces fantaseaba con la idea de suicidarse, por eso no la habría
importado morirse en aquel momento, ya que hacía mucho tiempo que no vivía, y
simplemente dejaba pasar el tiempo, las horas, que todo pasara para que nada
pasara, y en esta apatía iban trascurriendo sus horas, y sentía mustiarse la
flor de su alegría en esa indolente muerte en vida.
El doctor
Adams la había recomendado mucha tranquilidad para su sistema nervioso porque
se exaltaba por la menor nimiedad a sus dieciocho años, y era de natural
revoltosa, nerviosa, hiperactiva y flemática.
– mucha vida campestre, querida Leslie, y poca lectura. No convienen los
excesos y esa rara afección romántica, esa especie de mórbida depresión
nerviosa que sufres la curaremos a fuerza de pugnar con tus fantasmas.
¡Templanza, hija, templanza! No te dejes dominar por esas vaguedades,
evanescencias y misticismos, hija, ya verás como recuperarás tu rostro lozano y
esas mejillas sonrojadas que tenías de niña. El cuidado del cuerpo es lo
primero y dejarse de quimeras-
El doctor Adams
era el médico de la familia Sullivan desde que Margaret murió en el parto de su
hija Leslie. El doctor se sintió en la obligación, al morir la madre, de cuidar
de aquella niña. Recuerda como en los últimos momentos, en el memento mori,
antes de que el cura la diera los aceites y la extrema unción, Margaret agarró
la mano del doctor y la mano de su marido pidiéndoles que cuidaran de su niña.
Era su única hija, la niña de sus ojos que Margaret siempre había querido
tener. Su marido sabía que Margaret aceptó tras tantos años de noviazgo al
final ser su esposa sólo para poder ser madre. Tener una niña que la
sobreviviera se había convertido en la obsesión de esta mujer menuda y
soñadora. En su niña descansaba la posibilidad de ser eterna, de repetirse, y de
recordarse, de no morir. Su niña, de ello estaba convencida Margaret, sería
idéntica a ella. Por eso Margaret aceptó resignada y con serenidad su muerte,
sabía que la misma persona no puede vivir en dos cuerpos, que su hija era ella,
y al darla a luz a ella la llegaba la oscuridad. Y así debía ser, esa era la
ley de la vida.
El doctor
había curado a Leslie las gripes, las paperas, las fiebres, pero por primera
vez sentía que no podía curar aquel mal que la empezó a aquejar de adolescente.
Lo que la afectaba era el mal del siglo pasado que aún dejaba secuelas; el
romanticismo. Contra eso
los boticarios no vendían bálsamo alguno. Mal de amores lo llamaban las
celestinas que exhibían remedios en el mercado de la Rivera.
Leslie se
paseaba por el palacete de verano en volandas, como flotando, como volando, con
sus camisones holgados, o un vestido largo de cola que dejaba a su palo una
estela de magia. La cola de su vestido reptaba detrás de su perfecta figura.
Sin embargo,
esa majestuosidad con la que se exhibía en la calesa por el día contrastaba con
la taciturnidad con la que recibía la noche. Era insomne, hablaba en sueños, la
atormentaba el fantasma de su madre muerta en el parto y tenía pesadillas con
ella..... Cada noche, abrazada a la almohada, vagaba cual fantasma en pos de
una ventana y allí se recostaba, irrumpía a llorar, a anhelar imposibles y
sobretodo a añorar a la madre muerta, la madre fantasma. Hasta su padre temía
por su hija, que rozaba la locura.
- Al viejo
Henry se le esta amargando el carácter tanta erudición- comentaban las malas
lenguas- y descuida a la niña, que a este paso acaba en la clínica mental
Mondragón.- A Lord Sullivan no había
quien lo apartara de su codiciada biblioteca que consistía en lo que él mismo
llamaba “tomos serios”; derecho mercantil, romano, Darwin, enciclopedia
británica y las ediciones de Comte y los positivistas... Desde la muerte de su
esposa el viejo Sullivan se pudría en los rincones, entregado a la lectura,
recogido en el viejo sillón fumando puros traídos de la misma Habana y
comentando las noticias de sucesos y los ecos de sociedad con su hija a la que
idolatraba más que a nada en este mundo. Decía entre sus amigos que Leslie era
la misma encarnación de la virgen María y, aunque anglicano, amaba a su hija por
encima de cualquier Dios.
La bella
Leslie se pasaba el día vegetante en el sofá Chesterfield o acodada en la cama
turca de su alcoba, escribiendo en su diario con tapas de alabastro, paseando
por el jardín, asomada de vez en cuando al parapeto por si su caballero soñado
vendría a buscarla a lomos de su corcel para cabalgar juntos hasta la
amanecida...
Su padre no
entendía ese desvanecerse de su hija que año tras año perdía el color en sus
mejillas como una flor a la que te olvidas de regar y acaba mustia. “Solterona
para vestir santos” “que se te pasa el arroz” largaban las habladurías,
“marisabidilla” soltaban en los chismorreos las vecinas cotillas, “la
literata”, la “jorge sand” la apodaban con sorna y resentimiento en los bailes
y mascaradas. El pueblo odia de igual forma a las vírgenes como a las putas,
porque ambas se pasan de castaño oscuro, desmedidas tanto beatillas como
desvergonzadas. Y a Leslie la habían metido en el saco de las literatas. Y las
imposibles. Las imposibles de casar.
Leslie tenía
un alma barroca o romántica (a fin de cuentas; sinónimos) La vida se le
antojaba sueño y teatro. Un plácido y cálido sueño de verano. Un sueño que
relata un bufón, lleno de ruido y de furia y de nada. un meta sueño de un
soñador soñándose a sí mismo, una obra de teatro para principiantes, un ruedo,
un duelo, una vida literaria y soñada. Y soñando pasaba la vida y algunas
noches el sueño se volvía húmedo (lacrimógeno, erótico) o incluso tórrido, pues
su animo se alteraba con esas novelas de corte romántico de richardson, que
exaltaban sus nervios y excitaban su psique. Si ya de por sí tenía una
naturaleza pasional o visceral, esos libros la enamoraban del infinito, la
llenaban de ansiedad y expectación por un príncipe azul que no acaba de venir,
lo cual la angustiaba. Un príncipe con borlones dorados en su frac, galopando
el corcel del zar, mientras ella en su carroza despedía a las bulliciosas
gentes con un pañuelo, y la catedral de todas las Rusias plañendo lágrimas (porque
el día de su boda había de llover) y de pronto el auriga dorada empezaría a
ascender por los aires y de esta mágica guisa consumarían su amor y su luna de
miel, sí, en la mismísima luna.
- ¿Por qué
no? Yo quiero casarme en la luna. ¿Por qué no?- Preguntaba retóricamente a la
luna, su consejera, su madre ausente, y la luna por más respuesta hacía que en
aquella noche serena Leslie brillara como el más reluciente de todos los
astros.
El doctor
Sullivan se despidió de Leslie a la que le robó el libro. – nada, la poesía
exalta tu espíritu flemático, te hace ver gigantes por molinos, querida. Soy de
los que piensan a que las almas jóvenes e influenciables deberían apartárseles
todos los libros, muchos los escribe el diablo, ¡esos autorcillos de comedias
inmorales, o esos filósofos de ensayos subrepticios e incívicos...! Se ceban en
las muchachitas tiernas a las que atollan la cabeza. No sé si fue Aristóteles
quien decía que hasta los cuarenta años los jóvenes no deberían de leer, sino
hacer trabajos manuales, ejercitar el cuerpo, dejarse de tonterías. ¡Nada, a la
hoguera todos los libros prohibidos! No dicen sino falacias que la ciencia ya
ha desbancado. Son mentiras, querida niña, nada es cierto sino los prefectos
naturales, ¡vivimos ya en el siglo XX! ¡El positivismo, la ciencia, el utilitario,
el utilitarismo, eh ahí el futuro!: automóviles, velocidad, rascacielos... no
te ancles en romanticismos, pequeña, no estas a la altura de los tiempos, ¿no
has leído a Bergson, a Feuerbach o a ese Nietzsche que acaba fulminante con
todos los enfermos platonismos?... Soy de la opinión de que unas vacaciones en
la capital te vendrían bien, o quizá por los EEUU... verías los adelantos del
momento, la nueva exposición mundial, conocerías lo que se mueve ahora en
Europa y abandonarías esas insulsas fantasmagorías de niña, esas patrañas que
tanto mal te están haciendo al sistema nervioso. – luego cambió el tono de voz
y se puso más meloso- Voto al cielo que eres tan fantasiosa como tu madre, y
heredaste sus ojos, ¡parece que la viera a ella cuando te miro, chiquilla!
El rostro de Leslie se ensombreció de melancolía. Su madre había
estado enferma durante casi todo su embarazo, fue un milagro el nacimiento de
Leslie según remarcaba el cura. Nadie daba un duro por aquel nacimiento, como
tampoco nadie daba nada por el casamiento de sus padres, y sin embargo, contra
todos los pronósticos que auguraban que la enfermiza madre era estéril, nació
una niña, la más bella de las flores, el capullo más bonito de todo el jardín,
la niña más mimada y más deseada. Postrada en cama la madre no hacía sino leer
devocionarios y vidas de santos, y las obras de santa Teresa, y la casa llena
de párrocos, y la cara de Margaret, la madre, chupada, consumida, al principio
blanquecina, plateada, argentina, como la luna y luego amarilla, dorada, como
el mismo sol. Para ella el sol ya no era ese astro dador de vida sino una senda
luminosa que la acercaba más a Dios. Y sin embargo, para Leslie el sol aun
estaba lleno de vitalidad y cuando lo miraba creía ver los acaramelados ojos de
su madre sonriéndola. ¡que distinto puede ser un mismo astro para dos personas!
El rostro
esplendoroso de la señora de la casa se fue ajando y resecando como el de una
vieja pintura acrílica, hasta que Margaret una mañana de Mayo terminó por
apagarse y el crisantemo, lacio, despoblado de su último pétalo, murió sobre la
cómoda de la moribunda, junto a los relicarios y el vaso de agua y los milagros
de Santa Clotilde.
¡Ay, aquel
último suspiro! La última expiración de la dulce y beata Margaret llenó el palacete
de fantasmas. Ocurrió una noche de tormenta, según le gustaba relatar a Justa
(la aya de Leslie) Justa ponía una voz impostada, y unas muecas espantosas para
aterrar a la niña porque al contrario que todas las cuidadoras, Justa no era
nada dulce ni contaba cuentos de hadas ni nada parecido. Ella tenía un fondo
cruel y gustaba de ver sufrir a aquella niña huérfana de madre a la que, por su
culpa, desde niña, sobrecogían las pesadillas.
Las
pesadillas eran para el doctor Adams simplemente malas digestiones de la cena,
todo tenía su explicación fisiológica y materialista pues hasta una muchacha
tan etérea y romántica como Leslie provenía de un sucio mono.
Sonadas
discusiones mantenían el párroco y el médico, batiéndose en la lucha clásica
entre espiritualismo y materialismo, idealismo y pragmatismo, romanticismo y
realismo. Blandían a los pensadores de la época a modo de espadadazo o en ellos
se refugiaban cual escudos, retados en un duelo disfrazado de dialéctica donde
siempre acababan emborrachándose, dándose palmaditas en la espalda y cantando
viejas baladas irlandesas. (en política, el presbítero y el médico era en lo
único que estaban de acuerdo, pues ambos eran independentistas, el primero por
católico, el segundo por nacionalista)
Tuvieran el
origen que tuvieran esos oscuros sueños y nacieran del estomago o del
subconsciente como decían las nuevas teorías de Freud, lo cierto es que a
Leslie se le aparecía el espectro materno a velar sus noches, y a la niña se le
agolpaban las lágrimas, se iba en agua (tal y como prosaicamente gustaba de
decir Justa) y su corazón se contraía en una angustia que la ahogaba y
comprimía cual corsé ese lugar entre el corazón y el estomago. Leslie había heredado la enfermedad inexplicable,
del alma materna, pero también la belleza de la madre. Los ojos cenicientos y
algo apagados, la cara pálida, los labios rojizos, el pelo azabache y como
lacio cayéndole rizado y desordenado por su cuello de cisne, donde una
gargantilla dorada cubría esa oquedad que tenía en vez de nuez.
Leslie
acababa de cumplir los dieciocho años, pero según las leyes de su época aún no
era mayor de edad, tampoco podía votar y su padre ni oír hablar de sufragistas,
¡esas mari machos hombrunas! ¡Vergüenza había de darlas abandonar su hogar!,
¡la mujer con la pata quebrada y a sus deberes! A Leslie le divertía el
machismo de su padre que hasta le citaba a Shopenhauer y fruncía el ceño con
eso de que ahora con la guerra trabajaran las mujeres. A su hija la había
prohibido tajantemente cortarse el pelo, porque ahora la moda esa de la nueva
mujer cosmopolita que traía la Cocó estaba haciendo estragos en la clásica
moral de la vieja Inglaterra.
Mira,
hija, quizá este país ya no sea lo que era, y cierto es que no se puede vivir
de las glorias
y rentas ni anclado en el pasado, pero siempre tendremos algo que EE. UU. no tiene;
dignidad, hija, dignidad, y eso es lo más importante del ser humano, lo que le constituye
como persona. Ejemplo esta dando la adorable reina Victoria siguiendo las viejas
costumbres... ya sé que ahora todos se meten con la entrañable abuela de
Europa, que
se esta quedando anticuada, eso dicen... Podrán reprocharla que tenga los
achaques de
su edad pero que nadie me niegue que ha sido y será en nuestra memoria un
dechado de
virtudes. Máxime si la comparamos con otras reinas...la Sissi, la Isabel de
España y cya.
A eso me refiero, hija, a conservar siempre la cabeza y la corona bien alta se
tenga la
India o se deje de tener engarzada en forma de joya a ella-
El viejo
juez sólo amaba profundamente tres cosas en esta vida; a su nación (encarnada
en esa vieja reina Victoria que de joven fue su amor platónico), al recuerdo
inmaculado de su mujer (a la que ni tiempo tuvo de amar tanto como hubiera
querido) y a su hija. Esas eran las tres únicas mujeres de su vida y en esa
trinidad la palma laureada, la manzana de la concordia, se la llevaba su hija
porque se parecía a la madre y porque él creía haberla inculcarla bien el
respeto por su tierra. En su hija convergían sus tres amores; el monárquico, el
de esposo y el paterno. La amaba con imperturbabilidad, nada de vehemencias,
jamás la había besado, (ni de niña al acostarla) pero su trato recto y correcto
hacía ver que la respetaba y hasta beatificaba.
La trataba
como a una vestal a la que daba toda la libertad dentro de aquella mansión que
para Leslie era una autentica cárcel sin rejas.
El viejo
juez prefería no pronunciarse ni en política ni en religión, sólo rendía culto
a la virgen que dormía en los aposentos contiguos, a la que mimaba como oro en
paño y trataba como a la niña de sus ojos o a una reina.
El señor
Sullivan se convencía a sí mismo de que Leslie nunca le faltaría en lealtad:
- Jamás pudo
faltarla capricho alguno, esta niña tiene hasta cuadras propias y sale a montar
los sábados en su corcel y va a misa los domingos, y la llevo a la capital, lo
tiene todo, ella nunca se irá de mi regazo- Y así, el viejo juez trataba de
engañarse a sí mismo, el polluelo nunca rompería su cascarón. Desde que la mujer le abandonara, ya sólo
tenía ojos para su niña y ya podían esas viejas arpías del vecindario decir que
la mimaba, porque si él hubiera sido bucanero (un sueño inconfesable del juez)
la colmaría de riquezas, la concedería hasta una ínsula donde aislarla del
dolor de esta vida. No, su niña no pasaría por todos los caminos tortuosos que
él había atravesado para llegar a donde estaba. Él velaría por su inmaculada
inocencia, no por preservar la honra y la decencia familiar, sino por un motivo
más generoso; no quería ver caer a su hija en la decadencia, no quería verla
jamás sufrir, ni por un hombre ni por la penuria económica. La mantenía bien
alejada de todo lo doloroso que el mundo tenía, las pesadumbres estaban a la
vuelta de la esquina. ¡que peligrosa se había vuelto Londres de un tiempo a
esta parte! Ahora salían en los periódicos noticias de Gánster, huelgas
obreras.... Mil jaulas de oro él construiría para su jilguerillo antes que ver
como emprendía vuelo y como esta sociedad la cortaba sus alas.
CAPITULO IIII EL PRIMO HUGO VISITA A LOS SULLIVAN
Aquella
mañana el palacete de verano parecía más blanco que nunca, marfileño, con la
escalinata y el porche limpio y los ventanales abiertos de par en par para
airear las habitaciones. Blanco era también el vestido de lady Sullivan y el
cielo, ¡puro y cristalino! Y sin embargo, sobre los valles asomaba la amenaza
de una tormenta. El cielo estaba en ese estado de falsa calma prolongada que en
cualquier momento puede cortarse, porque las nubes esparcidas se estaban
concentrando y oscureciendo.
Hoy era día de llegadas y
encuentros. El primo Hugo volvía tras años de estudios, de erudiciones y de
peregrinación por toda Europa. Era lo que entonces se llamaba el gran tour, el
viaje de iniciación, no exento de visitar algún prostíbulo o de cortejar a
alguna chica monumental entre tanto museo y ateneo.
El regreso del primo Hugo venía a
ser para la mentalidad provinciana y cristiana de la vecindad la vuelta del
hijo prodigo. En toda la villa se habían hecho eco ya de la nueva. Un joven tan
apuesto no podía pasar desapercibido por comarcas, máxime tratándose de San
Sebastián, donde el grueso de la población consistía en viejos grandes del país
cuyas soledades velaban hijas en edad de merecer, debidas al cuidado de sus
progenitores. El primo Hugo lucía la
levita clásica del burgués, un chaleco bordado en hilo de oro, pantalones de
raya y unos mocasines negros. El primo Hugo había servido en la Gran Guerra,
aunque las malas lenguas decían que había desertado y se había pasado la
contienda en los cabarets y en las avenidas, Monmartre y Montparnasse
parisinos, entregado a la mala vida y a la bohemia y que incluso había
mantenido dos matrimonios paralelos y había hecho locuras de las que podía
arrepentirse. Lo cierto es que Hugo
Sullivan no mostraba en su rostro signo alguno de los estragos de la edad, pues
ya tenía la edad de Cristo y esto hería a las chismosas que esperaban
encontrarse con un ecce-homo y sólo veían a un dandy hecho y nada derecho, sino
torcido como los renglones de Dios. No, en su efigie no había signo alguno de
la vida alegre que le achacaban esas lenguas viperinas, seguía conservando la
lozanía de sus años angelicales, una belleza maldita que nadie podía explicarse
y que muchos envidiaban sanamente y en secreto. ¡aquel Dorian Gray! ¡Valiente
demonio! ¡pobre diablo!
¿Había pactado
acaso con el demonio? Algo en sus mofletes sonrojados, en su sonrisa de niño
bueno y en sus ojos azules no encajaba con el rol de Don Juan con el que le
revestían las solteronas.
Sí, Hugo
siempre había sido considerado en el pueblo un satánico enfant terrible que
tarde o temprano acabaría por corromper la tranquilidad azulina que San
Sebastián ostentaba como su mejor reclamo turístico. Hugo se preciaba de
liberal, ¡que escándalo!, y decía con Victor Hugo que lo que en política
llamase liberalismo en la vida corriente venía a ser romanticismo. Y llevaba el
pelo revuelto y un sombrero de ala ancha, y caminaba como los gentleman, los
cosmopolitas, los hombres de mundo...
Todo en
Hugo, desde su forma de sonreír picaronamente hasta esa vaguedad soñadora que
envolvía su mirada era sospechoso, no podía explicarse con palabras, pero el
encantador Hugo, el niño mimado de los Sullivan, acabaría por traer en
desgracia a la ciudad. Era el típico guapo que intentaba ser bohemio y no
podía, era un quiero y no puedo, porque en el fondo el primo Hugo conservaba un
fondo de dulzura e inocencia que es lo que maravillaba al párroco o a la propia
Leslie en sus recuerdos de infancia.
Su llegada
causó la misma sensación que la que la vieja Molly sentía cuando arreciaba tormenta.
A la vieja Molly, que era la tuberculosa anciana del palacio de en frente, le
temblaban los huesos hasta en verano y podía vaticinar cuando un rayo caería
sobre las cumbres.
-
Querido sobrino- exclamó entre alborozos el viejo juez. – no puedo expresar
toda la
dicha
que me inunda teniéndote hoy con nosotros... Ya pensábamos que te había
perdido
para siempre, pero no... sabes cual es tu familia... y eso indica madurez por
tu
parte.
Uno puede dar vueltas y vueltas por la vida, pero acaba por volver a su seno,
es lo
que
discutía ayer con un amigo; nada mejor que el hogar, sweet home!.
Uno vuelve y se postra de rodillas,
suplicando perdón y el padre le prepara un banquete y pone a punto sus
aposentos y fin a los sufrimientos del hijo perdido. Pero, infinitas disculpas
por mi moralina, sabes lo que me encanta mentar la Biblia.... ya sé que no
crees en estas cosas... en fin, perdona a este viejo... Vendrás exhausto de tu
viaje y tu tío aquí agobiándote, sólo desearás una holgada comida y un colchón
pronto. Aún estará Fregoña, la criada, arreglándotelo.
- ha sido un viaje corto, tío, siento que
se tome tantas inquietudes con mi visita. En cuanto a sus ideas, siempre las he
respetado ya que no brotan del fanatismo y la idolatría con la que tantos
adoptan por estos lares la religión, sino que son obra concienzuda de profundos
y serios estudios al respecto. Lamento apreciar más mi vida instantánea que la
que nos prometen a largo plazo, ¡Ya me gustaría ser tan trascendental como
usted! Ay, querido tío... ¡Es tan triste no poder ampararse en ninguna
religión...! A decir verdad, me siento algo fatigado y echo ya de menos una
cama. Espero que mi visita no sea una molestia....
-
nada de molestias, al contrario, al contrario. No sabes lo tediosa y anodina
que puede ser la vida en esta región... y tu vienes a
ser un rayo de luz para este claustro. Ven, quiero que te rencuentres con mi
hija, ella aprobará mis palabras, siempre está quejándose por todo, deseando
perderse en mil viajes. Ha heredado el cosmopolitismo y el amor a la sapiencia
de su padre y los aires soñadores de su madre. Por
cierto, ¿estas al corriente de todo lo que te ha idealizado...? Quizá ahora se
te arroje en
los brazos, ¡es tan impredecible esta hija mía! Claro que la última vez que os
visteis erais
apenas dos mocosos... verás, verás, en que encantadora damita se ha convertido-
Hugo siguió
a su tío por los corredores del jardín donde la institutriz Herminia intentaba
que Leslie prestara atención a sus instrucciones sobre lecturas morales,
piadosas y edificantes. Siempre aquella vieja bruja sacando el recuerdo de su
madre y de sus obras pías. Leslie sufría por no sentir ella de forma tan
ferviente la religión de sus padres. Leslie la asentía a todo que sí con la
cabeza, pero sus ojos escrutaban al extraño visitante, le miraban de arriba-
abajo.
Leslie,
miope por herencia materna, achicaba muchos los ojos para conseguir enfocarle y
en esa vaguedad nebulosa en que lo veía se la antojaba su príncipe soñado, como
si el prisma con el que observaba el mundo estuviera encharcado de lágrimas,
como si viera la vida a través de unas gafas sucias. El padre, al tanto de lo
cegata que se estaba quedando su pequeña de tanto leer, desistió de hacer
muecas para que se reuniera con ellos y la llamó a gritos (aunque no le pareciera
correcto levantar la voz por encima del tono debido en sociedad) Leslie tembló
toda ella al oír su nombre pronunciado, igual que de niña en la escuela al
pasar lista, y fue presurosa al encuentro paterno, aunque a medio camino se
recompuso, se retocó la falda y se serenó, recordando que no era propio de una
dama mostrar excesiva alegría ante un hombre durante su primer encuentro. No
podía aquel hombre oler su soledad, eso le espantaría, debía mostrarse correcta
y esquiva, ausente, sin revelar todo el cariño que necesitaba y las ganas que
tenía de estar con un hombre, esas ansias impacientes y juveniles que la
predisponían a enamorarse. Sin embargo,
aquel foráneo le era tan familiar... quizá por qué era tal y como siempre había
soñado que sería su príncipe azul o tal vez porque se trataba... no, no podía
ser... ¿o lo era?... ¿se trataba en verdad del primo Hugo?
-
No doy crédito, pero... pero... ¡¿primo Hugo?!- Hugo quiso estrecharla entre
sus brazos
y voltearla en los aires como cuando la cogía de niña. Mas, viendo que ya eran adultos,
la besó la palma de la mano mientras ella le hacía una reverencia a media altura,
todo muy cortes, ósea de cortesanos mojigatos, pensaron ambos.
A Leslie una nube rosada le cubrió la
frente y los pómulos de la cara, y desvió la mirada de su primo fingiendo
preocuparse por el crujido que una rama seca levantó tras su espalda.
- éramos dos críos la última vez que nos
vimos, aunque veo que ya no eres tan hablador- Esto hizo que él se sonrojara
pues al instante se recordó con diez años, una flor en la mano, hincado de
rodillas y confesando su amor tal y como había leído en las novelas y perdidos
ambos por un bosque siguiendo un hilo que él decía que era el mismo hilo que
siguió Ariadna para escapar del minotauro. Ninguno de los dos podía mirar al
otro a la cara, estaban demasiado apurados por la situación, desconcertados por
años sin verse, apenas se reconocían en esos cuerpos ajenos a los infantiles.
No había pasado el tiempo sino la eternidad. Ella fingió una jaqueca porque no
soportaba más la visión de aquel desconocido que venía a traer tantos
recuerdos, no, él estaba usurpando la identidad de su primo. Aquel muchacho feo
y tonto del que se rió y al que le rompió la flor en sus narices... ese
príncipe que visitaba sus sueños... los dos no podían ser él mismo. Seguía
miope, el sol la cegaba en los ojos, no veía sino sombras de su enferma
imaginación, veía lo que ella quería ver y no la realidad tal era.
- disculpa a mi hija, últimamente no se
encuentra nada bien. Yo cada día la noto más blanca, ya no sé si me roba las
cajitas de rapé, es que no me come nada, y el otro día la pillé ingiriendo
vinagre... yo no sé esos libros que lee, pero todas las damas parecen más
muertas que vivas, y no, ¡no consentiré otra monja en mi casa- espetó el padre
frunciendo el ceño. ¡Bastante tuve con los éxtasis de su madre!
-
Ha de disculpar a la niña, querido tío, quizá lo que le pase sencillamente es
que esta enamorada-
y diciendo esto la clavó sus ojos azules, cristalinos, y una sonrisa burlona que
Leslie detestó al instante. ¡engreído tunante...!.¿Qué se habrá creído? Enfureció
y lo disimuló con una sonrisa condescendiente.
- Sí, pero mi amor es in correspondido,
yo una princesa, él... un sapo, no hay futuro, mi lord- Y se marchó altiva,
segura de haber dado un golpe certero a aquel joven arrogante y pretencioso en
que
su primo se había convertido.
De
niños a él lo apodaban “el sapo”, pues siempre andaba
sacando los sesos a los renacuajos, era un niño muy raro y retorcido y más feo que
una rana, pensaba Leslie, y ahora ¡mira la rana fea en lo que se ha
convertido...! ¡se cree
un príncipe! De pato feo a cisne. El primo Hugo era guapo, no iba a negarlo,
pero estudiaba
neurología, seguiría diseccionando sesos de sapo y todo porque en el fondo no estaba
muy en sus cabales. El primo seguía igual, ¡que inmaduro!, ni de pequeño podía aguantarlo,
era superior a sus fuerzas, era tan odioso, tan pedante y tan infantil...
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CAPITULO 4 LA
CENA Y EL BAILE DE SOCIEDAD
Todo estaba
preparado para el almuerzo. Fregoña, la criada, servía los suculentos manjares
a la mesa. Iba vestida con la cofia y el delantal y el atuendo de criada, y
portaba en la mano la bandeja con el pavo que el juez linchó mientras el
párroco bendecía el pan que iban a tomar. La mesa la presidía el juez, rodeado
de su adorable hija que apenas probaba bocado y ni miraba a los invitados. El
primo Hugo se sintió pronto aturdido de todas las preguntas que le hacían los
aristócratas provincianos. La vieja Molly era la única que no hablaba, porque
hacía muchos años (desde que murió su esposo) juró no volver a decir ni mú. Y
ni mú decía, envuelta en el hermetismo de una loca.
Las
solteronas Dora y Desdre parloteaban como cotorras, pidiendo a Hugo un
detallado inventario de la moda que se lucía en París, y cuando Hugo las habló
de que allí pasaban de corpiños, miriñaques y otros corsés se llevaron las
manos a la cabeza escandalizadas. - ¡Pantalones!. ¡que desatino! ¿Juras haber
visto mujeres con pantalones? ¿Eran mujeres o llevabas la “vista cansada”? –
Y se rieron
ambas del absurdo – allá, en el extranjero, las señoritas serán tan pobres con
esto de la guerra que ni vestido pueden lucir y andan robando los pantalones al
marido.
Habían
sacado frívolamente el tema de la guerra, pero pronto se enzarzaron en una
sonada discusión política sobre si eran excesivas las condiciones de paz
impuestas a Alemania. Se exaltó el espíritu combatiente de los aliados y el
párroco y el doctor volvieron a discutir la situación internacional,
¡vergonzosa fue la represalia contra Alemania! Eso traerá consecuencias y
secuelas, se lo digo yo, señor Aby, el ambiente esta muy caldeado. Y el cura
seguía demonizando Alemania. Henry Sullivan cortó la conversación tras hacer
sonar dos tenedores para reclamar la atención de la mesa.
- ¡Señores!, la guerra es algo que jamás se
repetirá. ¿Por qué? Por la sencilla razón de que vivimos los mejores tiempos en
la bolsa. Los negocios prosperan. El mundo ha evolucionado y nos situamos en la
cúspide de la evolución sobre esta tierra. Las arcas repletas, el dinero
cortante y sonante, ¿O acaso, querida Leslie, te faltas de algo? -
Leslie
despertó del sueño que la estaba venciendo frente a su plato (¡la aburría tanto
discutir de política...!) y se esforzó en sonreír al padre, aunque tenía los
ojos empapados en lágrimas. – Ahora que Hugo esta aquí ya nada me falta...
gracias a que me ha traído el chal y las pieles que le encargué de esa boutique
de la rúe Cristal. –
Todos rieron
su gracia frívola, casi publicitaria, que hizo con muchos aspavientos. Todos...
menos ella, a quien le asqueaba la tontería que acaba de soltar.
Soltaba
periódicamente estos comentarios porque así salía del paso y además esa clase
de humor superfluo era lo que se esperaba de una dama como ella. ¡la hastiaba
tanto la mesa, los jarrones chinos de petunias, toda la cubertería de plata,
las copas de cristal de bohemia y los platos con filigranas plateadas, todos
mirándose con cara de bobos...!
La daban
ganas de arrojar todos esos abalorios al suelo y enredarse en el mantel y como
si de un traje de noche se tratara bailar y bailar un vals con su príncipe, que
desde luego no era ese fanfarrón de su primo que estaba ahí, tan solicitado por
todas las lobas solteronas y alardeando el muy fantasma de sus conquistas, de
sus viajes... no podía soportar más esa comida e hizo el amago, terminados los
postres, de levantarse de la mesa. Su padre se lo permitió.
Hugo levantó
una ceja desconcertado pues en su ciencia sicológica se le escapaba el extraño
comportamiento de Leslie. Y aquella rareza de esa niña mimada y consentida lo
excitaba sobremanera. La habría besado allí mismo, retirándola con una mano los
bucles pelirrojos, y sujetándose con la otra su mentón. Los hombres se
retiraron a un apartado a fumar sus habanos, el opio y discutir temas
económicos, mientras las mujeres cotilleaban en la mesa tomando los cafés y
algunas inhalando las cajitas de rapé o las bolsitas de éter. No era una droga,
era un estimulante muy chic para ponerse a tono. Leslie salió de la estancia
llorando, sentía en su pecho que se le agolpaba todo, que se ahogaba,
necesitaba aire, oxigeno, aire, huir, escapar....
Abrió los
ventanales de la terraza de par en par, corrió hasta la balaustrada principal y
allí, sujeta a los barrotes, con medio cuerpo salido de la ventana, irrumpió a
llorar.
De pronto
sintió como Hugo la rodeaba por la cintura y la susurraba algo al oído:
- ¿Te
encuentras bien, querida prima?
- perdón, he sentido de pronto nauseas y
vahídos, me ahogaba. No soporto a tanta gente junta. Debe ser que soy
claustrofóbica, o fóbica social o una simple histérica tonta, una neurasténica
hipersensible-
- esta bien, te dejo sola, pero eres una
egoísta.
- ¡egoísta yo? - dijo ella entre lágrimas.
-allá donde tú vayas te sentirás extraña,
estés con quien estés te sentirás sola... sé que nunca serás feliz y por tanto
nunca harás feliz a nadie....
Leslie no
podía soportar esa insolencia, aunque la dijera el hombre al que siempre había
amado secreta y platónicamente.
-
a mí me haces muy desdichado, leslie.
- desdichado, ¿Tu?, Ja- exclamó ella – no
me hagas reír. Tu lo has tenido todo, primo, eres el niño mimado de esta
familia a la par que la oveja negra. Todo lo que se ha antojado por esta boca
lo has tenido.,. Yo en cierta forma, sanamente, envidio tus viajes, tus
compañías femeninas, tus libros... toda esa vida que llevas y con la que yo
sólo puedo soñar.
- no tengo todo lo que quiero, leslie, al
contrario, no tengo nada si me falta lo más importante; tú. Siempre he sentido
que me faltaba algo en la vida, que estaba incompleto y ahora sé que lo que me
faltabas eras tú. Te amo, leslie, y tu indiferencia me causa estupor y me hace
tan infeliz... que sí sigues con esa expresión cómica en tus labios creo que me
suicidaré- Y al oír estas palabras Leslie se sintió derretirse hasta
desvanecerse y desfallecer, que se iba en lágrimas, pero de dicha, de una
extraña felicidad que brotaba de sus entrañas. Un sentimiento que jamás antes
había experimentado. ¿Cómo se podía llorar sin estar triste, de pura alegría?
¡Casemonos, casémonos pronto!, le dijo él besándola.
Leslie y Hugo juntaron sus caras,
sus labios, y se besaron muy tímidamente, a la luz de los quinqués que
iluminaban la balaustrada. El beso se prologaba eternamente, pero a ellos les
parecía siempre demasiado corto y fugaz, besos cortos, uno tras otro, en la
nariz, en la mejilla, en los labios... querían sellar sus labios para siempre,
reunir sus cuerpos para nunca más desapegarse, congelar aquel instante para que
siempre que miraran as estrellas tuvieran la certeza de que su amor también las
estaba mirando.
Querían compartir hasta el
pensamiento, querían decirse todo sin palabras, querían contarse sus vidas sólo
con un gesto, compartir todas las lágrimas y cesar para siempre juntos de
llorar, porque por fin habían encontrado a su otra mitad, a su alma gemela
condenada a vagar en la vida soportando las mismas tristezas. Pero el beso no
podía durar eternamente y tampoco su felicidad, y el padre de Leslie, el señor
Sullivan, salió al balcón a fumar su puro e invitó a la pareja a bailar un
vals.
Toda la pista se hizo a un lado
para que los enamorados bailaran juntos, y después Leslie bailó con su padre y
entregada a los brazos de su progenitor, Leslie le pidió su bendición y su permiso
para irse con el primo Hugo a París a casarse.
- No, Leslie, pídeme lo que
quieras menos eso. Querido pajarito, por favor no me dejes. Sabía que iba a
llegar este funesto día. Esta bien, polluelo mío, vete, vete, antes de que me
arrepienta. Vamos, lárgate de mi vista. ¡Fuera! - gritó el señor Sullivan con
lágrimas en sus ojos ante la marcha de su hija.
Y así es como Leslie Sullivan se
vio por fin precipitada a una aventura que llenaría su vida precisamente de
eso, de vida, de algo que recordar y por lo que ser recordada, de un motivo
para vivir y para morir. Los criados
dispusieron todo para que pronto, pasado unos prudentes quince días, tuviera
lugar la partida. Dejaron las arcazas y
baúles en el hall, y hasta prepararon aperitivos para el viaje.
- Pero, Leslie.... has cargado
todo de bártulos... ¿no sabes a dónde vamos?, ¿verdad, mon cheri? Vamos a la
cruda bohemia, a mi buhardilla alquilada en la rue Montesquieu, nada de lujos
pequeño- burgueses, nada de posesiones, deja aquí todos tus libros, tus vestiditos,
allí no nos va a hacer falta nada de esto-
- Ay, yo que quería ser una
princesa... ¿me quieres arrastrar ahora por los fangos como a una andrajosa? -
y Leslie sintió por primera vez en su amado el aliento igual a una rana. Como
si su príncipe azul hubiera empezado a desteñirse. Como si hubiera empezado esa
metamorfosis invertida de príncipe a rana, de príncipe azul a sapo verde.
CAPITULO 5
EN LA CAPITAL, PARIS
Leslie me
espía las cuartillas de este diario, no sé que espera encontrar aquí. No son
más que apreciaciones que hago de mi vida, que siempre he hecho. No sé que la
pasa. Desde que llegamos aquí la noto extraña, como si fuera otra, se queja por
todo, y a veces siento que la desilusiono, que no estoy a la altura de sus
expectativas y de los sueños que se había hecho, pero es que tiene las miras
muy altas, se construye castillos en el aire y debería hacérselos en la tierra,
y en vez de castillos de arena debían de ser de dura y consistente tierra para
que luego los vendavales de la vida no se los derriben.
Me pone
muecas de asco a todo. He visto como miraba a mis compañeros de tertulia o de
borracheras con aire de superioridad, ciertos comentarios suyos les han herído
mucho, y a veces pienso que me estoy convirtiendo en el segundo padre de esta
niña maleducada y malcriada. Pero en el fondo yo también soy un poco como ella
y por eso mas que mi mujer parece mi hermana. Aunque la idea de convertirme en
su padre me excita, ¡la veo tan débil, tan vulnerable, con esos ojitos de gata
siamesa melosa, con esa boca de piñón! A ella también le atrae la idea de
convertirse en mi madre, siempre me reprocha que en el fondo soy un crío
inmaduro y estúpido. Yo creo que estamos a la par, que somos igual de niños,
pero ser niño no es nada malo, todo lo contrario.
A leslie
no le gusta nada el grupo de escritores y pintores bohemios que nos reunimos en
el café Victoria. Nuestras tertulias, con todo el humo de tabaco esparcido por
la estancia, se le antojan una reunión de alcohólicos pendencieros, muertos de
asco, ociosos, maleantes, vagos, y no sé cuantos epítetos más.
Tenemos
un problema de conceptos. Para mis colegas la sociedad capitalista es la rara,
la enajenada, la corrompida y decadente, la alienada. Para la sociedad somos
nosotros los bichos raros, incomprendidos, frustrados, borrachos, lunáticos y
en fin. Siempre estará esa eterna discusión entre el denominador común y los
que pretenden sobresalir de él.
Por otra
parte reconozco parte de mis obsesiones. Sé que me he tomado tan en serio y a
la tremenda, trágicamente, seriamente, la literatura que yo mismo acabo
creyéndome no pocas veces un personaje de novela, a veces un héroe y a veces un
esperpéntico antihéroe. Y luego a Leslie la idealizo, la cristalizo como dice
Sthendal y ella a su vez hace lo mismo conmigo. Creo que nunca nos conoceremos
de verdad. Y así siempre estamos desilusionándonos el uno con el otro. Cuanto
más subes en tu idealización más dura es luego la caída, la vuelta a la
realidad. Eternamente escribo, rescribo y corrijo una novela que versa sobre
mí, mis amigos y mi prometida, y eternamente la desecho, la tiro a la basura
hecha una bolita de papel, porque me parece tan tediosa y soporífera como a mí
mismo se me antoja mi propia vida. Sé que no es sino un soliloquio lamentoso y patético,
un ataque angustioso y nihilista de soledad acompañada. Esta novela que sería
supuestamente mi obra magna se me indigesta en el pecho, sin querer salir, como
si se acobardara de hacerse realidad. Si
la cara es el espejo del alma... la mía refleja el más profundo de los
abatimientos, para el que no hay cura ni bálsamo ni boticario. Aún hoy no sé
que me pasa, depresión nerviosa que Leslie me ha contagiado. Los siquiatras lo
llaman así, pero aunque sé su nombre no sé su solución y es que los loqueros a
todo quieren poner nombre, pero luego la solución parece ser una de esas
modernas terapias que se eternizan y en las que hablas de tu infancia mientras
ellos por no decir nada, por mantenerse allí callados, cobran un pastón. Yo le
doy calificativos más literarios, por ejemplo; melancolía (palabra que me
encanta, no sé por qué). Yo mismo me auto sicoanalizo y me busco mil
complejos... debo ser un poco hipocondríaco de la salud mental. Me gustaría
conocer a ese tal Freud, pero me temo que no tenemos en vista un viaje a Viena
en los últimos meses. Por cierto que el otro día leí que la sociedad tiene más
miedo a la locura que a la propia muerte, vivimos tiempos paranoicos, sin duda,
lo comprobamos continuamente en la cámara de los loores. Un día fallaran todos los
modernos automóviles, ese invento estrafalario de la radio, el tendido
eléctrico del Edison... y adiós civilización, pero bueno, que da igual, ya sólo
me faltaba meterme a futurólogo... Este es el espíritu del siglo, lo que se
vive en la calle ahora con lo de la Gran Depresión y el final de la guerra.
Para mí también la bolsa de la vida ha caído en picado, mi razón se suicida de
mi cabeza loca igual que los accionistas y corredores bursátiles aquel viernes
negro. Soy un escritor frustrado, tiene razón leslie, si es que de escritor
puedo preciarme, acaso junta letras, quizá sólo un loco desvariando sobre un
papel en blanco... ¡que sé yo! Jamás he sabido la diferencia entre un artista y
un loco salvo que a los artistas se les paga por sus locuras. Para mí sólo hay
dos tipos de literatura; la comercial, los best séller que escribían
documentados académicos desde el despacho de su universidad y la literatura que
tarde o temprano será reconocida y esta se escribe con sangre, con fuego, y se
lee con lágrimas. Para escribir Literatura con mayúsculas debía sudar tinta y
regueros de sangre bajo mi corona de espinas, pasar hambre y toda serie de
penurias económicas, estrenarme en los prostibulos, vivir la bohemia, empeñar
mis posesiones en una casa de prestamos, viajar por el mundo con una maleta
sólo cargada de sueños... Entregarme a la mala vida, a la senda equivocada,
mirar al abismo como un temerario, rozar casi los límites de la locura, sufrir
un estado alterado de conciencia, extasiarse con toda clase de drogas, buscar
inspiración en la experiencia, en las buenas, en las malas... casi podría
decirse que vivir para contarla.
Para ser
escritor no había universidad posible, sólo la de la vida, la escuela de la
calle, patear tu ciudad hasta que entables una topo filia o una topo fobia de
órdago, hacer contactos, leer a los clásicos, yoga, reuniones de espiritistas,
visitar todos los bares habidos y por haber... pero ahora me doy cuenta de que
para ser escritor sólo hace falta escribir y ser leído.
CAPITULO 6 EL CAFÉ VICTORIA EN LONDRES
Vine a Londres como un viaje de negocios, no traje a Leslie.
No sabía entonces que jamás volveríamos a vernos. Ella me abandonó en París al
enterarse de mi infidelidad. No sé cómo recuperarla. Soy incapaz de escribirla
una carta, de contarla cómo se me nubló la mente en aquel momento, de pedirla
que vuelva. Creo que me he convertido en un monstruo incapaz de amar. Todo
empezó en aquel café de Londres donde me hablaron por primera vez de aquella
actriz, Luisa Lester… yo estaba sorbiendo mi café…
Los camareros sacaban las sillas a la terraza y venían los
primeros clientes: la mayoría estibadores del muelle, parados de las fábricas o
madrugadores periodistas de un diario cercano. Estos últimos solían ofrecerme
media página de la sección cultural para alguna reseña de una obra teatral. El
editor es uno de mis mejores amigos y a veces me doy al trafico de influencias
y le pido que me deje la página entera para un comentario más extenso sobre el
Hamlet, versión trasgresora y contextual, que se representó la noche pasada en
el Monparanasse cabaret de París. Y de encargos así iba viviendo y tirando.
El editor, siempre con prisa, parco en palabras, sorbía su té
mentolado mecánicamente. A veces fingía escucharme, me prestaba su oreja y yo
me desahogaba, pero siempre atento a las manecillas del reloj. Aquel día
mencionó a una actriz, que prometía grandes triunfos, una joven promesa, recién
venida de provincias... Luisa Lester se llamaba. Él se había encargado de la
critica teatral, había sido un éxito de taquilla, y él se mostró demasiado
benigno teniendo en cuenta los mordaces aguijones que solía clavar, puñaladas
traperas muchas veces, muy capaz él de hundir carreras antes de que empezaran
estas siquiera a emerger. Aquella mujer, sin embargo, lo tenía loquito, no hablaba
de otra cosa, incluso la había mandado flores a su camerino y en el articulo
había escrito tantas cursiladas que me dieron ganas de vomitar el café sobre su
algodonada camisa. – fijo que exageras, Gerard, las mujeres son todas de la
misma ralea, y no me hagas citarte a Shopenhauer, que ya sabes que me estoy
volviendo misógino con los años-
Como siempre llevaba prisa y nada más en claro pude sacar de
esa mujer, pero al ver su foto en el periódico se me revolvieron las tripas, me
sentí indispuesto, no sabía que es lo que me pasaba. El barman, mi viejo amigo,
me preguntó si quería una manzanilla o algo. - no, no pasa nada... ya estoy
mejor, en serio, es sólo... es sólo... esa mujer se parece tanto a la de mis
sueños...- Por supuesto si Leslie lee esto me mataría. Ella no sabía nada, y
tampoco tenía por qué saberlo, pues de momento sólo pienso en ella, sólo peco
de pensamiento, ni siquiera he visto nunca a esa mujer. Bien pudiera no existir
más que en las páginas amarillentas y caducas de los periódicos. No me atrevo a
ir a verla a uno de sus estrenos. Máxime porque representa una dramatización de
la dama de las camelias, y sé que me postraría fatalmente ante sus encantos. Pero
Londres, París, aunque se precien de grandes metrópolis son en el fondo pueblos
donde todo acaba por saberse, donde no puedes fiarte del vecino y las paredes
prestan oídos como alcahuetas.
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Antes de entrar al café Bretón, en la esquina de esa misma
rúe, se colocaba un vagabundo que jamás pedía ni tenía un cartel que dijera que
era un lisiado de guerra o un cuitado ni nada. Simplemente me miraba y su forma
de mirarme me hacía darle al instante, hechizado, unas monedas. Era buen
psicólogo aquel pobre que parecía compadecerte de ti cuando le mirabas,
conocerte de toda la vida. No pedía, pero tu le dabas el dinero arrastrado por
su hipnosis. Era como un tributo que él se cobraba y con todo el derecho del
mundo. Ni siquiera te sonreía cuando le dabas la limosna. Simplemente era lo
que tenías que darle. Era tu deber.
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Al café
Victoria asisten muchas damas de alta alcurnia y linajes que se confesaban
descendientes de los primeros pobladores anglosajones y francones. Celebran
entre sí un autentico certamen de sombreros estrambóticos, a cada cual más
estrafalario, sombreros emplumados como el pavo real que luce su palmito ostentosamente.
A veces vienen acompañadas de sus
lacayos de confidencia (mientras ellas se relacionan socialmente, ellos compran
en el centro, en los anaqueles y galerías y en los mercados más refinados de
especias) Los chambelanes se entretienen jugando a los dardos, al billar o al
críquet.
También
acuden Señores ya retirados de la vida pública, antiguos banqueros o senadores,
a jugar interminables partidas de cartas, o al póquer, o al mus y otras suertes
de azar, mientras siguen echando lumbre a la eterna hoguera entre toryes y
liberales.
Al
mediodía el café va vaciándose. Los oficinistas de las compañías vienen cuando
acaba su media jornada y piden platos combinados (lo que no tardaría en
popularizarse como fish and chips), y los asalariados y los obreros de las
obras públicas vienen a devorar el menú económico y la cerveza negra. Se trata
de una clase media que no frecuenta restaurants, pero tampoco comedores
sociales, como la mayoría de londinenses. También acuden bussines mans, peces
gordos, generalmente a eso de las 3 - horario continental- , y comen en sus
reservados devorando platos mecánica y aceleradamente. Las comidas de negocios
se envuelven en nubes de humo, en voces más altas de lo correcto y formulas de
la cortesía y las buenas maneras. A veces acuden altas familias a celebrar sus
efemérides y las mujeres se retiran al café mientras los hombres entran en el
fumador de opio. Hay días que entra algún turista perdido, de esos que se
pierden por voluntad propia, y les suena el renombre del café por algún libro
de viajes que ahora tanto se estilan. Y luego.... la interminable sobremesa.
Horas muertas de pasatiempos para matar tiempos y ratos, time free. Horas de
calor y sopor, de tedio y abulia, de Tes, cafés, infusiones, puros, cotilleos
de la yet set de la crem, temas ligeros y digestivos, y la nube de humo
nublando el café Victoria.
Todo en
el café respiraba tal vaguedad romántica que los asiduos clientes, tumbados en
las sofás turcos, al modo romano, fumaban y se dejaban envolver por ese encanto.
Ese día entró la actriz al café, rodeada de asistentes y de managers, y todos
muy atentos a las palabras que exhalaba de su boca pequeña, o de los gestos que
aquellos dedos de pianista, de idealista, hicieran. Sonreía de forma lastimosa,
como por obligación, tenía ese encanto de sablear la cartera a sus amantes y a
la par seguir pareciendo una victima de la vida. Las señoras juegan a los
simulacros, a las apariencias, a los gestos galantes, y son reflejadas en las
cristaleras, en los espejos del café, reflectando de forma mágica sus teatros.
Pero ella parecía no actuar o ser tan buena actriz que todo en ella parecía
natural. Jamás se maquillaba. Se diría la única persona que no llevaba una
mascara cubriéndola la faz en aquel bar.
El salón
del opio se abre y ya se sabe que el opio es el espectro que recorre Europa
según Marx. La sala del opio, de estilo oriental, tiene en sus paredes mosaicos
y arabescos, y pequeñas fuentes y surtidores con flores de loto de las que
manan efluvios calientes. El interior abrasa como una de esas saunas turcas en
las que se dan citas los lords de nuestra cámara y hiede como los extrarradios
de Londres. El olor, aunque fuerte, extasía los sentidos, y el sabor de la
droga invierte y trasmuta los valores y las conciencias, se sabía cuando se
entraba a aquel paraíso artificial, pero pocos sabían cuando y como iban a
salir de aquel lugar. Las puertas del fumador de opio se cierran y allí adentro
los hombres, sentados frente a sus cachimbas, juegan a juegos no del todo
morales, no del todo permitidos por la buena sociedad. Allí invité a entrar a
Luisa Lester.
Pasada
esas horas sumergidas en el letargo, llega la tarde y con ella los
intelectuales. Personajes desaliñados aún vestidos de landlords, dandysmo que
las señoras decentes no pueden soportar. No es extraño que a la llegada de los
artistas, muchas abandonen sus acolchados asientos.
Los
desclasados vienen siempre de ensayar un estreno, de protestar ante la
academia, de perder la mañana entre pinceles y atriles y el frío Tamesis o el
sena que se les resiste y les hiela los huesos, siempre con esa sensación de
que han perdido la mañana y aún la vida, dedicados al arte. Es por la tarde
cuando el café Victoria cobra algo de vida y vienen los soldados en sus
permisos con sus novias o compañeros en la contienda y arman jaleos y vitorean
a los músicos de jazz que a eso de las 6 ya se han instalado sobre el
proscenio. Y las prostitutas del café, de luxe, se pasean por las mesas de los
más importantes hombres de la capital.
Entre la algarada de los intelectuales, recortando revistas, inventando
palabras, haciendo colages o insultándose en jergas desconocidas y la traca de
los soldados apenas puede oírse el son del charlestón. Y el café se revoluciona
y ya tal es el humo y el escándalo que la dueña se retira a sus estancias y
deja las llaves al camarero en jefe, pues ya el café es otro, un café que se
les va de las manos a los propios clientes.
Se sirven cenas y manifiestos a los escritores de café, papel, recado de
escribir y bicarbonato, lo que precisen con tal de que no molesten demasiado a
las mujeres de bien que aún no han vuelto a sus urbanizaciones jardín. Y a las
7 de la tarde el pianista toca nuestra canción. Siempre se lo pido a esta hora,
en la que olvidamos el pasado. Y el café Royal Victoria se torna cabaret, music
hall y revista, todo en uno, y la crítica política surtida, las variedades
sociales, el éxito de una obra teatral o el último escándalo de Scotland Yard
sirven de conversación hasta que los últimas vellones se apagan y los asiduos
van abandonando el café. Y aquí me quedo
yo, gentleman del tres al cuarto, con la cara de un perro que juega al póquer,
metido por error dentro de un cuadro equivocado, de una época que no es la mía.
Salgo del café y paseo por el muelle del Tamesis, las prostitutas se me van
acercando como abejas a la miel, me las aparto, tienen frío, las castañean los
dientes, van cubiertas con mantas y fuman cigarrillos y prenden sus cigarros
para ver en la nocturnidad (gatas modosas de pupilas dilatadas) o quizá para
calentarse entre cliente y cliente. La brisa inunda a los enamorados que se
pelean en los parques del paseo marítimo, unos señores caminan meditando,
solos. A estas horas en el barrio chino puedes encontrar de todo; están las
putas, los locos, los moros, los maricones, los señores y señoras escapados de
casa, los melancólicos adolescentes, los marineros, los posaderos, el detective
con complejo de Sherlock Holmes, el sereno, los drogadictos, los poetas...
Personas perdiéndose en sus paseos, chocando unas con otras, todos ensimismados,
y el Tamesis o el Sena les sirve a todos para serenarse, respirar (Fumar, que
es la conciencia de la respiración), inspirarse la novela, aspirar a más.
Inspirarse, aspirar y todo para al final expirar. Esa es la vida del
hombre. Todos vienen al muelle a
soñar. Si no tuvieran la garganta y los
pulmones tan cargados de tabaco negro aún podría sentir mi propia respiración.
Los bucaneros de mar, la pescadera, los obreros de la fabrica, todos vienen al
puerto a lo mismo. Me quedo mirando el mar, y sé que por lejos que este, un día
volverá my lady y postrado ante ella haré mis votos y ella con su espada me
armará su caballero. Nuestra única arma en la cruzada del amor será esta boca
pues es arma de doble filo que lo mismo sirve para gritar que para besar. ¡que
soledad se respira Calle Backer abajo! Las hojas de los robles se mecen por el
viento, por el suelo hay varias desprendidas, se nota que es Otoño, recorro esa
calle que quizá nunca existió donde supuestamente tenía su despacho el inmortal
detective y luego recorro las calles donde el destripador fue por partes, ¡que
de Mr Hide esconden estas lóbregas calles! ¡La abadía de Weingenstein tan
gótica, tan siniestra! Y todo Londres fantasmal, envuelto en neblina, como si
lo estuviese soñando, en vez de vivirlo. Leslie se fue de mi vida para siempre,
se volvió a san Sebastián cuando se enteró que la había sido infiel con aquella
actriz de cabaret. No hubo despedidas, no hubo último adiós, simplemente una
mañana se fue, no dejo ninguna nota, ambos sabíamos que volvía a la casa
paterna. Ahora me he quedado sin ninguna de las dos, pero para siempre las
recordaré porque las dos, mi amada Leslie Sullivan y la actriz Luisa Lester que
no me han permitido tener, permanecerán en mi memoria. En cuanto a mi no se
preocupen, los borrachos no tenemos el valor de suicidarnos, ni de ir detrás
del amor de nuestra vida, fuera una o otra. Solo tenemos coraje para pedir un
vaso más de whisky y seguir compadeciéndonos a nosotros mismos.
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