jueves, 10 de agosto de 2017

LADY SULLIVAN Y EL PRIMO HUGO, UN CUENTO DE HADAS ROTO

 CAPITULO I    LA LOCA DE LA MANSION
Quizá se han preguntado quien vive en aquella mansión que parece abandonada, allá en lo alto de la colina. He sido de los pocos que han conocido a su dueña, una mujer huraña que no se dejaba ver. Tengo predilección por las mansiones abandonadas llenas de fantasmas. Miraba con envidia esas casas de los ricos, esos lujosos chalets, sus embarcaciones de recreo, unas mansiones de estilo neorromántico donde yo imaginaba toda suerte de peleas burguesas que tanto relatan las novelas decimonónicas.  Quería en el fondo acceder a aquella yet set, la crem de la crem, los gentlemans, los dandys, los vips, los snobs, los camps, los aristócratas, la alta sociedad.  Los ricos de Norta eran una familia de terratenientes ingleses, emparentados con la burguesía autóctona de aquí y dueños de la fábrica de los hornos altos. Vivían en un palacio de estilo neorromántico que se llamaba “el palacio de Invierno” o “Neguri”. Imaginaba yo que allí viviría la reina de las nieves, una viuda muy rica y puritana, aunque algo excéntrica, que observaba al pueblo desde sus ventanales escondida tras los cortinones. Lo veía todo desde un catalejo. Aquella mujer habría sido una diva como las del cine clásico, habría tenido una vida fastuosa de amantes, citas y flores y por fin se había retirado a aquel palacio a escribir sus memorias. Aquella mujer, que llevaba sangre principesca y aristocrática, escribía novelas de amor y cuentos de hadas. Ella misma tenía apariencia de hada madrina, con un rostro siempre joven, el pelo revuelto a lo glaucón, enfundada en chales, batas y muselinas, vagando sola por el malecón del puerto con un camisón fantasmal y una sombrilla. La llamaban la loca de Norta. Paseaba por el jardín, se mecía en su balancín- columpio mientras leía con sus gafas de cerca. Aquella viuda se me antojaba muy sola y no obstante feliz. Aunque por Norta la llamaran la solitaria, la marisabidilla, la solterona, la divorciada... sólo porque era distinta a las demás mujeres del barrio. En mis sueños entré en su mansión. La mansión desde el pueblo se ve como un castillo tenebroso erguido sobre la ladera. Algo así como el palacio de la vampiresa chupa- sangre, la dueña de los Hornos Altos que vivía ajena a toda esa rutina del pueblo, que a las 6 de la mañana ya debía despertarse con el sonido de una campana que significaba el comienzo de la jornada laboral. Esta mujer por todo ello era odiada en el pueblo. Sin embargo, los pocos que subimos hasta su torre de marfil pudimos ver que la mansión no era tan tenebrista como la pintaban las malas lenguas, sino una de esas mansiones blancas como salidas de lo que el viento se llevó. Una mansión estilo colonial con un hall increíble, una entrada a un porche donde estaba la mesa del jardín. El estilo de la mansión yo lo definiría como ecléctico, que es no decir nada, la verdad. Este estilo no es estilo alguno o lo son todos, es la forma en que los arquitectos llaman a la miscelánea, a la mezcla y batí burrillo de estilos, un poco de aquí, un trozo de allá.
 Ecléctico viene etimológicamente de camaleón y se empieza a usar como un sinónimo de algo exquisito en nuestro país sobretodo con el modernismo, movimiento ecléctico donde los haya. Entonces, en los felices -sólo para algunos- años 20 se construyó la mansión de esta alta lady. Ahora esta desfasada mansión y dueña. En el jardín florido había un estanque con una góndola y una fuente con un cupido de mármol que orinaba un chorrito de agua y también lo escupía por la boca cual suspiro. Allí, en el estanque, vivían los cisnes que flotaban entre nenúfares. En el balancín la señora pasaba sus horas meciéndose en silencio, mientras leía folletines de amor. Era muy madame Bobary esta dama, una soñadora que nada pintaba en Norta. Solía organizar salidas campestres los domingos, pero siempre la llovía y esto la frustraba, porque no tenía paraguas, sólo sombrillas elegantes. Además, allí las amigas de su clase social eran demasiado puritanas, se traían una moral victoriana y anglicana que a ella no la iba nada, y se aburría soporiferamente con todos sus conocidos. Organizaba cazas con los ministros de entonces a los que siempre dejaba las presas fáciles. Hacía mascaradas y galas de disfraces en su salón de los espejos. Todos emulaban aquel juego cortesano de la hipocresía y los amores vanidosos.
En las fiestas de Norta contribuía preparando pasteles de mermelada de fresa que siempre ganaban el concurso o presentándose a los concursos literarios de los que también salía muy airosa. También se decía de ella que se llevaba amantes a su cama con dosel dorado, era una casquivana entregada a la mala vida y a la vida licenciosa (al placer), y por ello muy vilipendiada.  Al entrar en su mansión toda tu atención se concentraba en un punto; la enorme escalinata de caracol que comunicaba con las estancias superiores, donde estaban sus aposentos (yo nunca los pisé, nunca fui su amante, ni siquiera en mis sueños, pero de su habitación se decía, aparte de la cama de ensueño, que tenía un aparador art decó precioso y uno de los armarios con más vestidos de toda Europa)
Pero lo verdaderamente impresionante era aquel salón. Una lámpara de araña lo iluminaba artificialmente y además la luz del sol entraba por las cristaleras azulinas, con lo que parecía bañado en una cascada refulgente de luz- éter, cubriendo el salón de un dorado esplendoroso. Además, la luz refractaba en todos los espejos y creaba nuevos ángulos de luminosidad. A veces se escuchaba en todo Norta a la señora haciendo sus pinitos de pianista en su viejo piano Pleyel. Tocaba según su estado de animo; Los días vitales Vivaldí o Wagner. Los días sombríos, melancólicamente románticos; Chopin o Beethoven.
Sobre los sofás Chesterfield, un tapiz renacentista terminaba de iluminar el salón. Ella cenaba sola en una larga mesa donde estaban perfectamente colocados la vajilla dorada y la cristalería de bohemia, las servilletas ribeteadas, y en el centro; florero de tulipanes. Ella se sentaba en un trono Luis XVI y con sus dedos de pianista tocaba las copas como si simplemente las rozara. Todo en ella era suave, delicado y dulce. Ella era mi hada madrina. Ella me mostró su biblioteca que poseía la mayor colección de incunables mamotretos del mundo mundial. Ella nunca recibía en su mansión a anticuarios ni a bibliófilos, le aburrían mucho. La cultura de aquella mujer me desbordaba, parecía que no había libro virgen que no hubiera sido acariciado por sus manos. Se emocionaba y lloraba con algunas descripciones románticas, hipersensibles e hiperestésicas, y a veces, con una sonrisa en su boca, me leía cuentos de hadas como aya benefactora. Lo dicho, esta mujer era mi hada protectora. A veces se sentaba en su escritorio eduardino y allí escribía en su Olivetti artículos para el periódico local que firmaba con seudónimos masculinos. Y siempre aquella novela fantástica que nunca acababa. La papelera de hierro rebosaba de bolas de papel, nunca estaba satisfecha con las palabras, siempre podía escribirse todo mejor, en su sed perfeccionista y preciosista. Los artículos orientales le parecían una exquisitez algo esnob, pero tenía cabezas de jabalís o lanzas tribales, o mascaras sufíes o estatuas de budas yacentes y biombos con geishas abanicándose. A veces se sentaba en la alfombra turca y me enseñaba libros de arte mientras las volutas de humo de su chimenea ascendían hasta la cúpula renacentista. Aquella mansión no la he visto yo en película alguna de Visconti ni en ninguna novela decimonónica. A aquella señora sólo he podido soñarla. Representaba esta mujer lo que yo siempre de niño tanto quería; una educación estética al modo romántico, una educación esteta, sólo para los puros de corazón, sensibles y diletantes. De niño soñaba con escribir una novela decimonónica, de esas que son mitad introspección sicológica de personajes y mitad balance e inventario de sus trastos. Todo por culpa de la atracción que esa mujer fantasmal ejerció en mi; niño influenciable epatado por toda aquella mansión fantástica de mis sueños.  Esta señora no era otra que Lady Sullivan, una mujer que fue capaz de separarse del marido cuando entonces nadie lo hacía. Lady Sullivan pasó de un padre a otro. Su matrimonio entró en desgracia porque dicen que él, que era su primo carnal, le engañó con una actriz de cabaret, una tal Luisa Lester, pero esta historia tiene un comienzo, todo empezó en el San Sebastián de principios de siglo….  

AITE – San Sebastián- entre la belle epoque y la gran depresión  

  CAPITULO II    LADY SULLIVAN Y SU PADRE EL JUEZ
La Villa de los Sullivan era una de las mansiones más ricas extendidas a lo largo del complejo residencial de la ciudad. El viejo juez de paz, lord Henry Sullivan, aceptó con orgullo aquel retiro con el que la Reina Victoria premiaba sus años de servicio fiel a la corona. El imperio británico, siempre emulo añorante del romano, sabía endulzar las jubilaciones y ¿qué destino más atrayente para este erudito que esa tranquilidad azul celeste de las marinas donostiarras? Pasaría sus últimos años de vida leyendo a los clásicos grecolatinos, repasando viejos procesos judiciales e intentando no arrepentirse por haber llevado a algún reo a la horca. Toda esa patraña liberal, esos malditos whises y esos laboristas, apoyaban a la escoria social que se resguardaba en chamizos y barriadas a orillas del Támesis. Barrios envueltos por la neblina, donde Jack el destripador podía hacer de las suyas con las prostitutas y cuyos cadáveres, nunca encontrados, a nadie importaban apilados en sus nichos comunes.
Scotland Yard defendía a la Sociedad, no a la plebe y él era un juez de sociedad, no de gentuza. No debía arrepentirse de nada, ni sentir resquemor ético por esos juicios amañados de antemano gracias a la apatía de los abogados de oficio y la corrupción que venda los ojos a la justicia terrenal... al fin y al cabo sólo Dios puede juzgar aquí, así que el viejo juez tiene la conciencia tranquila y lavada como un río de azulina calma. Ahora era el tiempo del descanso, de la vida holgada, de las tardes azuladas mirando el mar, sin apabullarse, sin que ningún insomnio atormente su descanso. Era tiempo del free time, hacer sport con los viejos amigos, galas para la alta sociedad (para adentrar en ella a su dulce hija Leslie a la que aguardaba el mejor de los matrimonios concebibles) y tiempo para repasar su vida y escribir las memorias.

Hacía una mañana de agosto esplendorosa. El cielo de San Sebastián era claro cristalino como jamás soñó ser esa ciénaga escocesa del lago Ness. Allí los nubarrones o la niebla no venían a destronar al sol, al igual que los obreros no protestaban ni se unían en sindicatos (apenas había industria, toda estaba en las afueras, pueblos periféricos como el de Loyola o Rentería). San Sebastián era el lugar de vacaciones de toda la corte española, de todas las familias bien y de los acaudalados millonarios europeos. Tenía todo para el ocio; un frondoso bosque en el monte de Egia – del que se contaban muchas leyendas para los turistas (como que era un bosque fantasma y encantado)- con las ruinas de la antigua fortificación. Tres playas como tres soles de fina arena y un mar ideal para sentir nostalgias. Habían derrumbado la muralla para abrir paso a los ensanches burgueses del Gross o a los barrios más familiares y modestos como el de Amara. Toda la ciudad florecía, y los jardines del Maria Cristina eran un ejemplo de esto. O el vetusto Hotel Londres, aquel edificio sobrio que miraba a la ciudad con altanería británica.  Lord Sullivan jugaba al tenis con el entonces alcalde de la ciudad en su finca de recreo. Lady Sullivan, la dulce Leslie, se hallaba bajo su chopo, tumbada, con las piernas meciéndose en el aire y la cabeza sustentada en sus puños. Soñando despierta, pensando en las musarañas, fantaseando con cosas que la venían a la cabeza y que en seguida desechaba por incoherentes. Leía el Hyperion de Honderling, aunque de vez en cuando levantaba la vista para contemplar ese cielo azulado: las nubes algodonosas y la mañana reluciente, perfecta, infundían no poca paz y laxitud en su espíritu, sumergiéndola en una especie de plácido sueño infantil.
Como si Leslie aún no hubiera salido del cascarón o de una invisible burbuja en la que se guarecía su vestal candidez, como si aún no se la hubiera desvelado el velo de la realidad ni se hubiera descreído de los cuentos de hadas susurrados por su aya, como si se estuviera todavía navegando en la burbuja placentaria de una matriz embrionaria y fetal.
Leslie era alta, y por su frente y espalda la caía una melena pelirroja como de una dama prerrafaelista y tenía unos ojos achinados de tanto leer y además era algo miope. 
El pelo de Leslie, que a veces se recogía en moños, caía esta mañana como una cascada de rizos y tirabuzones, y sin embargo en su nacimiento, en la raíz de su melena, su pelo era lacio y sedoso. Los ojos de Leslie eran azules por la mañana y verdes por la tarde, dependiendo de cómo brillara el sol y como repercutiera en la sombra de su cara. Sus mofletes sonrojados últimamente se habían quedado comidos, pues Leslie adelgazaba a ritmo trepidante y peligroso. Su cara, antes sonriente, parecía ya la última mascara que nos ponemos; la de la calavera. Sus ojeras, bajo los ojos, delataban todas las noches insomnes en que Leslie lloraba de añoranza por su infancia o de expectación por un futuro incierto, y sobretodo lloraba por todo lo que no haría, por todo el mundo que se perdería allí en ese barrio donde nada pasaba. Leslie tenía una boca pequeña, labios de fresa, y ahora, con el paso de la adolescencia a la juventud, le habían desaparecido las pecas de la cara, y su sonrisa feerica, de hada, de elfa. Su carita redonda, de ser mágico, pronto se arrugaría y sería una solterona con cara infantil, una especie de personaje fantástico y estrafalario que ningún hombre querría para sí. Y es que Leslie se notaba más muerta que viva, más en el mundo de la ficción, de las novelas y de los cuentos que en la realidad. Por eso a veces fantaseaba con la idea de suicidarse, por eso no la habría importado morirse en aquel momento, ya que hacía mucho tiempo que no vivía, y simplemente dejaba pasar el tiempo, las horas, que todo pasara para que nada pasara, y en esta apatía iban trascurriendo sus horas, y sentía mustiarse la flor de su alegría en esa indolente muerte en vida.     
El doctor Adams la había recomendado mucha tranquilidad para su sistema nervioso porque se exaltaba por la menor nimiedad a sus dieciocho años, y era de natural revoltosa, nerviosa, hiperactiva y flemática.    – mucha vida campestre, querida Leslie, y poca lectura. No convienen los excesos y esa rara afección romántica, esa especie de mórbida depresión nerviosa que sufres la curaremos a fuerza de pugnar con tus fantasmas. ¡Templanza, hija, templanza! No te dejes dominar por esas vaguedades, evanescencias y misticismos, hija, ya verás como recuperarás tu rostro lozano y esas mejillas sonrojadas que tenías de niña. El cuidado del cuerpo es lo primero y dejarse de quimeras-
El doctor Adams era el médico de la familia Sullivan desde que Margaret murió en el parto de su hija Leslie. El doctor se sintió en la obligación, al morir la madre, de cuidar de aquella niña. Recuerda como en los últimos momentos, en el memento mori, antes de que el cura la diera los aceites y la extrema unción, Margaret agarró la mano del doctor y la mano de su marido pidiéndoles que cuidaran de su niña. Era su única hija, la niña de sus ojos que Margaret siempre había querido tener. Su marido sabía que Margaret aceptó tras tantos años de noviazgo al final ser su esposa sólo para poder ser madre. Tener una niña que la sobreviviera se había convertido en la obsesión de esta mujer menuda y soñadora. En su niña descansaba la posibilidad de ser eterna, de repetirse, y de recordarse, de no morir. Su niña, de ello estaba convencida Margaret, sería idéntica a ella. Por eso Margaret aceptó resignada y con serenidad su muerte, sabía que la misma persona no puede vivir en dos cuerpos, que su hija era ella, y al darla a luz a ella la llegaba la oscuridad. Y así debía ser, esa era la ley de la vida.
El doctor había curado a Leslie las gripes, las paperas, las fiebres, pero por primera vez sentía que no podía curar aquel mal que la empezó a aquejar de adolescente. Lo que la afectaba era el mal del siglo pasado que aún dejaba secuelas; el romanticismo. Contra eso los boticarios no vendían bálsamo alguno. Mal de amores lo llamaban las celestinas que exhibían remedios en el mercado de la Rivera.
Leslie se paseaba por el palacete de verano en volandas, como flotando, como volando, con sus camisones holgados, o un vestido largo de cola que dejaba a su palo una estela de magia. La cola de su vestido reptaba detrás de su perfecta figura.
Sin embargo, esa majestuosidad con la que se exhibía en la calesa por el día contrastaba con la taciturnidad con la que recibía la noche. Era insomne, hablaba en sueños, la atormentaba el fantasma de su madre muerta en el parto y tenía pesadillas con ella..... Cada noche, abrazada a la almohada, vagaba cual fantasma en pos de una ventana y allí se recostaba, irrumpía a llorar, a anhelar imposibles y sobretodo a añorar a la madre muerta, la madre fantasma. Hasta su padre temía por su hija, que rozaba la locura.
- Al viejo Henry se le esta amargando el carácter tanta erudición- comentaban las malas lenguas- y descuida a la niña, que a este paso acaba en la clínica mental Mondragón.-  A Lord Sullivan no había quien lo apartara de su codiciada biblioteca que consistía en lo que él mismo llamaba “tomos serios”; derecho mercantil, romano, Darwin, enciclopedia británica y las ediciones de Comte y los positivistas... Desde la muerte de su esposa el viejo Sullivan se pudría en los rincones, entregado a la lectura, recogido en el viejo sillón fumando puros traídos de la misma Habana y comentando las noticias de sucesos y los ecos de sociedad con su hija a la que idolatraba más que a nada en este mundo. Decía entre sus amigos que Leslie era la misma encarnación de la virgen María y, aunque anglicano, amaba a su hija por encima de cualquier Dios.
La bella Leslie se pasaba el día vegetante en el sofá Chesterfield o acodada en la cama turca de su alcoba, escribiendo en su diario con tapas de alabastro, paseando por el jardín, asomada de vez en cuando al parapeto por si su caballero soñado vendría a buscarla a lomos de su corcel para cabalgar juntos hasta la amanecida...
Su padre no entendía ese desvanecerse de su hija que año tras año perdía el color en sus mejillas como una flor a la que te olvidas de regar y acaba mustia. “Solterona para vestir santos” “que se te pasa el arroz” largaban las habladurías, “marisabidilla” soltaban en los chismorreos las vecinas cotillas, “la literata”, la “jorge sand” la apodaban con sorna y resentimiento en los bailes y mascaradas. El pueblo odia de igual forma a las vírgenes como a las putas, porque ambas se pasan de castaño oscuro, desmedidas tanto beatillas como desvergonzadas. Y a Leslie la habían metido en el saco de las literatas. Y las imposibles. Las imposibles de casar.
Leslie tenía un alma barroca o romántica (a fin de cuentas; sinónimos) La vida se le antojaba sueño y teatro. Un plácido y cálido sueño de verano. Un sueño que relata un bufón, lleno de ruido y de furia y de nada. un meta sueño de un soñador soñándose a sí mismo, una obra de teatro para principiantes, un ruedo, un duelo, una vida literaria y soñada. Y soñando pasaba la vida y algunas noches el sueño se volvía húmedo (lacrimógeno, erótico) o incluso tórrido, pues su animo se alteraba con esas novelas de corte romántico de richardson, que exaltaban sus nervios y excitaban su psique. Si ya de por sí tenía una naturaleza pasional o visceral, esos libros la enamoraban del infinito, la llenaban de ansiedad y expectación por un príncipe azul que no acaba de venir, lo cual la angustiaba. Un príncipe con borlones dorados en su frac, galopando el corcel del zar, mientras ella en su carroza despedía a las bulliciosas gentes con un pañuelo, y la catedral de todas las Rusias plañendo lágrimas (porque el día de su boda había de llover) y de pronto el auriga dorada empezaría a ascender por los aires y de esta mágica guisa consumarían su amor y su luna de miel, sí, en la mismísima luna.
- ¿Por qué no? Yo quiero casarme en la luna. ¿Por qué no?- Preguntaba retóricamente a la luna, su consejera, su madre ausente, y la luna por más respuesta hacía que en aquella noche serena Leslie brillara como el más reluciente de todos los astros.

El doctor Sullivan se despidió de Leslie a la que le robó el libro. – nada, la poesía exalta tu espíritu flemático, te hace ver gigantes por molinos, querida. Soy de los que piensan a que las almas jóvenes e influenciables deberían apartárseles todos los libros, muchos los escribe el diablo, ¡esos autorcillos de comedias inmorales, o esos filósofos de ensayos subrepticios e incívicos...! Se ceban en las muchachitas tiernas a las que atollan la cabeza. No sé si fue Aristóteles quien decía que hasta los cuarenta años los jóvenes no deberían de leer, sino hacer trabajos manuales, ejercitar el cuerpo, dejarse de tonterías. ¡Nada, a la hoguera todos los libros prohibidos! No dicen sino falacias que la ciencia ya ha desbancado. Son mentiras, querida niña, nada es cierto sino los prefectos naturales, ¡vivimos ya en el siglo XX! ¡El positivismo, la ciencia, el utilitario, el utilitarismo, eh ahí el futuro!: automóviles, velocidad, rascacielos... no te ancles en romanticismos, pequeña, no estas a la altura de los tiempos, ¿no has leído a Bergson, a Feuerbach o a ese Nietzsche que acaba fulminante con todos los enfermos platonismos?... Soy de la opinión de que unas vacaciones en la capital te vendrían bien, o quizá por los EEUU... verías los adelantos del momento, la nueva exposición mundial, conocerías lo que se mueve ahora en Europa y abandonarías esas insulsas fantasmagorías de niña, esas patrañas que tanto mal te están haciendo al sistema nervioso. – luego cambió el tono de voz y se puso más meloso- Voto al cielo que eres tan fantasiosa como tu madre, y heredaste sus ojos, ¡parece que la viera a ella cuando te miro, chiquilla! 

El rostro de Leslie se ensombreció de melancolía. Su madre había estado enferma durante casi todo su embarazo, fue un milagro el nacimiento de Leslie según remarcaba el cura. Nadie daba un duro por aquel nacimiento, como tampoco nadie daba nada por el casamiento de sus padres, y sin embargo, contra todos los pronósticos que auguraban que la enfermiza madre era estéril, nació una niña, la más bella de las flores, el capullo más bonito de todo el jardín, la niña más mimada y más deseada. Postrada en cama la madre no hacía sino leer devocionarios y vidas de santos, y las obras de santa Teresa, y la casa llena de párrocos, y la cara de Margaret, la madre, chupada, consumida, al principio blanquecina, plateada, argentina, como la luna y luego amarilla, dorada, como el mismo sol. Para ella el sol ya no era ese astro dador de vida sino una senda luminosa que la acercaba más a Dios. Y sin embargo, para Leslie el sol aun estaba lleno de vitalidad y cuando lo miraba creía ver los acaramelados ojos de su madre sonriéndola. ¡que distinto puede ser un mismo astro para dos personas!
El rostro esplendoroso de la señora de la casa se fue ajando y resecando como el de una vieja pintura acrílica, hasta que Margaret una mañana de Mayo terminó por apagarse y el crisantemo, lacio, despoblado de su último pétalo, murió sobre la cómoda de la moribunda, junto a los relicarios y el vaso de agua y los milagros de Santa Clotilde.
¡Ay, aquel último suspiro! La última expiración de la dulce y beata Margaret llenó el palacete de fantasmas. Ocurrió una noche de tormenta, según le gustaba relatar a Justa (la aya de Leslie) Justa ponía una voz impostada, y unas muecas espantosas para aterrar a la niña porque al contrario que todas las cuidadoras, Justa no era nada dulce ni contaba cuentos de hadas ni nada parecido. Ella tenía un fondo cruel y gustaba de ver sufrir a aquella niña huérfana de madre a la que, por su culpa, desde niña, sobrecogían las pesadillas.
Las pesadillas eran para el doctor Adams simplemente malas digestiones de la cena, todo tenía su explicación fisiológica y materialista pues hasta una muchacha tan etérea y romántica como Leslie provenía de un sucio mono.
Sonadas discusiones mantenían el párroco y el médico, batiéndose en la lucha clásica entre espiritualismo y materialismo, idealismo y pragmatismo, romanticismo y realismo. Blandían a los pensadores de la época a modo de espadadazo o en ellos se refugiaban cual escudos, retados en un duelo disfrazado de dialéctica donde siempre acababan emborrachándose, dándose palmaditas en la espalda y cantando viejas baladas irlandesas. (en política, el presbítero y el médico era en lo único que estaban de acuerdo, pues ambos eran independentistas, el primero por católico, el segundo por nacionalista)
Tuvieran el origen que tuvieran esos oscuros sueños y nacieran del estomago o del subconsciente como decían las nuevas teorías de Freud, lo cierto es que a Leslie se le aparecía el espectro materno a velar sus noches, y a la niña se le agolpaban las lágrimas, se iba en agua (tal y como prosaicamente gustaba de decir Justa) y su corazón se contraía en una angustia que la ahogaba y comprimía cual corsé ese lugar entre el corazón y el estomago.  Leslie había heredado la enfermedad inexplicable, del alma materna, pero también la belleza de la madre. Los ojos cenicientos y algo apagados, la cara pálida, los labios rojizos, el pelo azabache y como lacio cayéndole rizado y desordenado por su cuello de cisne, donde una gargantilla dorada cubría esa oquedad que tenía en vez de nuez. 
Leslie acababa de cumplir los dieciocho años, pero según las leyes de su época aún no era mayor de edad, tampoco podía votar y su padre ni oír hablar de sufragistas, ¡esas mari machos hombrunas! ¡Vergüenza había de darlas abandonar su hogar!, ¡la mujer con la pata quebrada y a sus deberes! A Leslie le divertía el machismo de su padre que hasta le citaba a Shopenhauer y fruncía el ceño con eso de que ahora con la guerra trabajaran las mujeres. A su hija la había prohibido tajantemente cortarse el pelo, porque ahora la moda esa de la nueva mujer cosmopolita que traía la Cocó estaba haciendo estragos en la clásica moral de la vieja Inglaterra. 
Mira, hija, quizá este país ya no sea lo que era, y cierto es que no se puede vivir de las glorias y rentas ni anclado en el pasado, pero siempre tendremos algo que EE. UU. no tiene; dignidad, hija, dignidad, y eso es lo más importante del ser humano, lo que le constituye como persona. Ejemplo esta dando la adorable reina Victoria siguiendo las viejas costumbres... ya sé que ahora todos se meten con la entrañable abuela de Europa, que se esta quedando anticuada, eso dicen... Podrán reprocharla que tenga los achaques de su edad pero que nadie me niegue que ha sido y será en nuestra memoria un dechado de virtudes. Máxime si la comparamos con otras reinas...la Sissi, la Isabel de España y cya. A eso me refiero, hija, a conservar siempre la cabeza y la corona bien alta se tenga la India o se deje de tener engarzada en forma de joya a ella-

El viejo juez sólo amaba profundamente tres cosas en esta vida; a su nación (encarnada en esa vieja reina Victoria que de joven fue su amor platónico), al recuerdo inmaculado de su mujer (a la que ni tiempo tuvo de amar tanto como hubiera querido) y a su hija. Esas eran las tres únicas mujeres de su vida y en esa trinidad la palma laureada, la manzana de la concordia, se la llevaba su hija porque se parecía a la madre y porque él creía haberla inculcarla bien el respeto por su tierra. En su hija convergían sus tres amores; el monárquico, el de esposo y el paterno. La amaba con imperturbabilidad, nada de vehemencias, jamás la había besado, (ni de niña al acostarla) pero su trato recto y correcto hacía ver que la respetaba y hasta beatificaba.
La trataba como a una vestal a la que daba toda la libertad dentro de aquella mansión que para Leslie era una autentica cárcel sin rejas.
El viejo juez prefería no pronunciarse ni en política ni en religión, sólo rendía culto a la virgen que dormía en los aposentos contiguos, a la que mimaba como oro en paño y trataba como a la niña de sus ojos o a una reina.

El señor Sullivan se convencía a sí mismo de que Leslie nunca le faltaría en lealtad:
- Jamás pudo faltarla capricho alguno, esta niña tiene hasta cuadras propias y sale a montar los sábados en su corcel y va a misa los domingos, y la llevo a la capital, lo tiene todo, ella nunca se irá de mi regazo- Y así, el viejo juez trataba de engañarse a sí mismo, el polluelo nunca rompería su cascarón.  Desde que la mujer le abandonara, ya sólo tenía ojos para su niña y ya podían esas viejas arpías del vecindario decir que la mimaba, porque si él hubiera sido bucanero (un sueño inconfesable del juez) la colmaría de riquezas, la concedería hasta una ínsula donde aislarla del dolor de esta vida. No, su niña no pasaría por todos los caminos tortuosos que él había atravesado para llegar a donde estaba. Él velaría por su inmaculada inocencia, no por preservar la honra y la decencia familiar, sino por un motivo más generoso; no quería ver caer a su hija en la decadencia, no quería verla jamás sufrir, ni por un hombre ni por la penuria económica. La mantenía bien alejada de todo lo doloroso que el mundo tenía, las pesadumbres estaban a la vuelta de la esquina. ¡que peligrosa se había vuelto Londres de un tiempo a esta parte! Ahora salían en los periódicos noticias de Gánster, huelgas obreras.... Mil jaulas de oro él construiría para su jilguerillo antes que ver como emprendía vuelo y como esta sociedad la cortaba sus alas.

CAPITULO IIII   EL PRIMO HUGO VISITA A LOS SULLIVAN
Aquella mañana el palacete de verano parecía más blanco que nunca, marfileño, con la escalinata y el porche limpio y los ventanales abiertos de par en par para airear las habitaciones. Blanco era también el vestido de lady Sullivan y el cielo, ¡puro y cristalino! Y sin embargo, sobre los valles asomaba la amenaza de una tormenta. El cielo estaba en ese estado de falsa calma prolongada que en cualquier momento puede cortarse, porque las nubes esparcidas se estaban concentrando y oscureciendo.
Hoy era día de llegadas y encuentros. El primo Hugo volvía tras años de estudios, de erudiciones y de peregrinación por toda Europa. Era lo que entonces se llamaba el gran tour, el viaje de iniciación, no exento de visitar algún prostíbulo o de cortejar a alguna chica monumental entre tanto museo y ateneo. 
El regreso del primo Hugo venía a ser para la mentalidad provinciana y cristiana de la vecindad la vuelta del hijo prodigo. En toda la villa se habían hecho eco ya de la nueva. Un joven tan apuesto no podía pasar desapercibido por comarcas, máxime tratándose de San Sebastián, donde el grueso de la población consistía en viejos grandes del país cuyas soledades velaban hijas en edad de merecer, debidas al cuidado de sus progenitores.  El primo Hugo lucía la levita clásica del burgués, un chaleco bordado en hilo de oro, pantalones de raya y unos mocasines negros. El primo Hugo había servido en la Gran Guerra, aunque las malas lenguas decían que había desertado y se había pasado la contienda en los cabarets y en las avenidas, Monmartre y Montparnasse parisinos, entregado a la mala vida y a la bohemia y que incluso había mantenido dos matrimonios paralelos y había hecho locuras de las que podía arrepentirse.  Lo cierto es que Hugo Sullivan no mostraba en su rostro signo alguno de los estragos de la edad, pues ya tenía la edad de Cristo y esto hería a las chismosas que esperaban encontrarse con un ecce-homo y sólo veían a un dandy hecho y nada derecho, sino torcido como los renglones de Dios. No, en su efigie no había signo alguno de la vida alegre que le achacaban esas lenguas viperinas, seguía conservando la lozanía de sus años angelicales, una belleza maldita que nadie podía explicarse y que muchos envidiaban sanamente y en secreto. ¡aquel Dorian Gray! ¡Valiente demonio! ¡pobre diablo!
¿Había pactado acaso con el demonio? Algo en sus mofletes sonrojados, en su sonrisa de niño bueno y en sus ojos azules no encajaba con el rol de Don Juan con el que le revestían las solteronas.
Sí, Hugo siempre había sido considerado en el pueblo un satánico enfant terrible que tarde o temprano acabaría por corromper la tranquilidad azulina que San Sebastián ostentaba como su mejor reclamo turístico. Hugo se preciaba de liberal, ¡que escándalo!, y decía con Victor Hugo que lo que en política llamase liberalismo en la vida corriente venía a ser romanticismo. Y llevaba el pelo revuelto y un sombrero de ala ancha, y caminaba como los gentleman, los cosmopolitas, los hombres de mundo...
Todo en Hugo, desde su forma de sonreír picaronamente hasta esa vaguedad soñadora que envolvía su mirada era sospechoso, no podía explicarse con palabras, pero el encantador Hugo, el niño mimado de los Sullivan, acabaría por traer en desgracia a la ciudad. Era el típico guapo que intentaba ser bohemio y no podía, era un quiero y no puedo, porque en el fondo el primo Hugo conservaba un fondo de dulzura e inocencia que es lo que maravillaba al párroco o a la propia Leslie en sus recuerdos de infancia.
Su llegada causó la misma sensación que la que la vieja Molly sentía cuando arreciaba tormenta. A la vieja Molly, que era la tuberculosa anciana del palacio de en frente, le temblaban los huesos hasta en verano y podía vaticinar cuando un rayo caería sobre las cumbres.
- Querido sobrino- exclamó entre alborozos el viejo juez. – no puedo expresar toda la
dicha que me inunda teniéndote hoy con nosotros... Ya pensábamos que te había
perdido para siempre, pero no... sabes cual es tu familia... y eso indica madurez por tu
parte. Uno puede dar vueltas y vueltas por la vida, pero acaba por volver a su seno, es lo
que discutía ayer con un amigo; nada mejor que el hogar, sweet home!.
Uno vuelve y se postra de rodillas, suplicando perdón y el padre le prepara un banquete y pone a punto sus aposentos y fin a los sufrimientos del hijo perdido. Pero, infinitas disculpas por mi moralina, sabes lo que me encanta mentar la Biblia.... ya sé que no crees en estas cosas... en fin, perdona a este viejo... Vendrás exhausto de tu viaje y tu tío aquí agobiándote, sólo desearás una holgada comida y un colchón pronto. Aún estará Fregoña, la criada, arreglándotelo.
- ha sido un viaje corto, tío, siento que se tome tantas inquietudes con mi visita. En cuanto a sus ideas, siempre las he respetado ya que no brotan del fanatismo y la idolatría con la que tantos adoptan por estos lares la religión, sino que son obra concienzuda de profundos y serios estudios al respecto. Lamento apreciar más mi vida instantánea que la que nos prometen a largo plazo, ¡Ya me gustaría ser tan trascendental como usted! Ay, querido tío... ¡Es tan triste no poder ampararse en ninguna religión...! A decir verdad, me siento algo fatigado y echo ya de menos una cama. Espero que mi visita no sea una molestia....
- nada de molestias, al contrario, al contrario. No sabes lo tediosa y anodina que puede ser la vida en esta región... y tu vienes a ser un rayo de luz para este claustro. Ven, quiero que te rencuentres con mi hija, ella aprobará mis palabras, siempre está quejándose por todo, deseando perderse en mil viajes. Ha heredado el cosmopolitismo y el amor a la sapiencia de su padre y los aires soñadores de su madre. Por cierto, ¿estas al corriente de todo lo que te ha idealizado...? Quizá ahora se te arroje en los brazos, ¡es tan impredecible esta hija mía! Claro que la última vez que os visteis erais apenas dos mocosos... verás, verás, en que encantadora damita se ha convertido-
Hugo siguió a su tío por los corredores del jardín donde la institutriz Herminia intentaba que Leslie prestara atención a sus instrucciones sobre lecturas morales, piadosas y edificantes. Siempre aquella vieja bruja sacando el recuerdo de su madre y de sus obras pías. Leslie sufría por no sentir ella de forma tan ferviente la religión de sus padres. Leslie la asentía a todo que sí con la cabeza, pero sus ojos escrutaban al extraño visitante, le miraban de arriba- abajo.
Leslie, miope por herencia materna, achicaba muchos los ojos para conseguir enfocarle y en esa vaguedad nebulosa en que lo veía se la antojaba su príncipe soñado, como si el prisma con el que observaba el mundo estuviera encharcado de lágrimas, como si viera la vida a través de unas gafas sucias. El padre, al tanto de lo cegata que se estaba quedando su pequeña de tanto leer, desistió de hacer muecas para que se reuniera con ellos y la llamó a gritos (aunque no le pareciera correcto levantar la voz por encima del tono debido en sociedad) Leslie tembló toda ella al oír su nombre pronunciado, igual que de niña en la escuela al pasar lista, y fue presurosa al encuentro paterno, aunque a medio camino se recompuso, se retocó la falda y se serenó, recordando que no era propio de una dama mostrar excesiva alegría ante un hombre durante su primer encuentro. No podía aquel hombre oler su soledad, eso le espantaría, debía mostrarse correcta y esquiva, ausente, sin revelar todo el cariño que necesitaba y las ganas que tenía de estar con un hombre, esas ansias impacientes y juveniles que la predisponían a enamorarse.  Sin embargo, aquel foráneo le era tan familiar... quizá por qué era tal y como siempre había soñado que sería su príncipe azul o tal vez porque se trataba... no, no podía ser... ¿o lo era?... ¿se trataba en verdad del primo Hugo? 
- No doy crédito, pero... pero... ¡¿primo Hugo?!- Hugo quiso estrecharla entre sus brazos y voltearla en los aires como cuando la cogía de niña. Mas, viendo que ya eran adultos, la besó la palma de la mano mientras ella le hacía una reverencia a media altura, todo muy cortes, ósea de cortesanos mojigatos, pensaron ambos.
A Leslie una nube rosada le cubrió la frente y los pómulos de la cara, y desvió la mirada de su primo fingiendo preocuparse por el crujido que una rama seca levantó tras su espalda.   
- éramos dos críos la última vez que nos vimos, aunque veo que ya no eres tan hablador- Esto hizo que él se sonrojara pues al instante se recordó con diez años, una flor en la mano, hincado de rodillas y confesando su amor tal y como había leído en las novelas y perdidos ambos por un bosque siguiendo un hilo que él decía que era el mismo hilo que siguió Ariadna para escapar del minotauro. Ninguno de los dos podía mirar al otro a la cara, estaban demasiado apurados por la situación, desconcertados por años sin verse, apenas se reconocían en esos cuerpos ajenos a los infantiles. No había pasado el tiempo sino la eternidad. Ella fingió una jaqueca porque no soportaba más la visión de aquel desconocido que venía a traer tantos recuerdos, no, él estaba usurpando la identidad de su primo. Aquel muchacho feo y tonto del que se rió y al que le rompió la flor en sus narices... ese príncipe que visitaba sus sueños... los dos no podían ser él mismo. Seguía miope, el sol la cegaba en los ojos, no veía sino sombras de su enferma imaginación, veía lo que ella quería ver y no la realidad tal era.
 - disculpa a mi hija, últimamente no se encuentra nada bien. Yo cada día la noto más blanca, ya no sé si me roba las cajitas de rapé, es que no me come nada, y el otro día la pillé ingiriendo vinagre... yo no sé esos libros que lee, pero todas las damas parecen más muertas que vivas, y no, ¡no consentiré otra monja en mi casa- espetó el padre frunciendo el ceño. ¡Bastante tuve con los éxtasis de su madre! 
- Ha de disculpar a la niña, querido tío, quizá lo que le pase sencillamente es que esta enamorada- y diciendo esto la clavó sus ojos azules, cristalinos, y una sonrisa burlona que Leslie detestó al instante. ¡engreído tunante...!.¿Qué se habrá creído? Enfureció y lo disimuló con una sonrisa condescendiente.  - Sí, pero mi amor es in correspondido, yo una princesa, él... un sapo, no hay futuro, mi lord- Y se marchó altiva, segura de haber dado un golpe certero a aquel joven arrogante y pretencioso en
que su primo se había convertido.
De niños a él lo apodaban “el sapo”, pues siempre andaba sacando los sesos a los renacuajos, era un niño muy raro y retorcido y más feo que una rana, pensaba Leslie, y ahora ¡mira la rana fea en lo que se ha convertido...! ¡se cree un príncipe! De pato feo a cisne. El primo Hugo era guapo, no iba a negarlo, pero estudiaba neurología, seguiría diseccionando sesos de sapo y todo porque en el fondo no estaba muy en sus cabales. El primo seguía igual, ¡que inmaduro!, ni de pequeño podía aguantarlo, era superior a sus fuerzas, era tan odioso, tan pedante y tan infantil... ---------------------------
CAPITULO 4     LA CENA Y EL BAILE DE SOCIEDAD
Todo estaba preparado para el almuerzo. Fregoña, la criada, servía los suculentos manjares a la mesa. Iba vestida con la cofia y el delantal y el atuendo de criada, y portaba en la mano la bandeja con el pavo que el juez linchó mientras el párroco bendecía el pan que iban a tomar. La mesa la presidía el juez, rodeado de su adorable hija que apenas probaba bocado y ni miraba a los invitados. El primo Hugo se sintió pronto aturdido de todas las preguntas que le hacían los aristócratas provincianos. La vieja Molly era la única que no hablaba, porque hacía muchos años (desde que murió su esposo) juró no volver a decir ni mú. Y ni mú decía, envuelta en el hermetismo de una loca.
Las solteronas Dora y Desdre parloteaban como cotorras, pidiendo a Hugo un detallado inventario de la moda que se lucía en París, y cuando Hugo las habló de que allí pasaban de corpiños, miriñaques y otros corsés se llevaron las manos a la cabeza escandalizadas. - ¡Pantalones!. ¡que desatino! ¿Juras haber visto mujeres con pantalones? ¿Eran mujeres o llevabas la “vista cansada”? –
Y se rieron ambas del absurdo – allá, en el extranjero, las señoritas serán tan pobres con esto de la guerra que ni vestido pueden lucir y andan robando los pantalones al marido.
Habían sacado frívolamente el tema de la guerra, pero pronto se enzarzaron en una sonada discusión política sobre si eran excesivas las condiciones de paz impuestas a Alemania. Se exaltó el espíritu combatiente de los aliados y el párroco y el doctor volvieron a discutir la situación internacional, ¡vergonzosa fue la represalia contra Alemania! Eso traerá consecuencias y secuelas, se lo digo yo, señor Aby, el ambiente esta muy caldeado. Y el cura seguía demonizando Alemania. Henry Sullivan cortó la conversación tras hacer sonar dos tenedores para reclamar la atención de la mesa.
- ¡Señores!, la guerra es algo que jamás se repetirá. ¿Por qué? Por la sencilla razón de que vivimos los mejores tiempos en la bolsa. Los negocios prosperan. El mundo ha evolucionado y nos situamos en la cúspide de la evolución sobre esta tierra. Las arcas repletas, el dinero cortante y sonante, ¿O acaso, querida Leslie, te faltas de algo? -

Leslie despertó del sueño que la estaba venciendo frente a su plato (¡la aburría tanto discutir de política...!) y se esforzó en sonreír al padre, aunque tenía los ojos empapados en lágrimas. – Ahora que Hugo esta aquí ya nada me falta... gracias a que me ha traído el chal y las pieles que le encargué de esa boutique de la rúe Cristal. –
Todos rieron su gracia frívola, casi publicitaria, que hizo con muchos aspavientos. Todos... menos ella, a quien le asqueaba la tontería que acaba de soltar.
Soltaba periódicamente estos comentarios porque así salía del paso y además esa clase de humor superfluo era lo que se esperaba de una dama como ella. ¡la hastiaba tanto la mesa, los jarrones chinos de petunias, toda la cubertería de plata, las copas de cristal de bohemia y los platos con filigranas plateadas, todos mirándose con cara de bobos...!

La daban ganas de arrojar todos esos abalorios al suelo y enredarse en el mantel y como si de un traje de noche se tratara bailar y bailar un vals con su príncipe, que desde luego no era ese fanfarrón de su primo que estaba ahí, tan solicitado por todas las lobas solteronas y alardeando el muy fantasma de sus conquistas, de sus viajes... no podía soportar más esa comida e hizo el amago, terminados los postres, de levantarse de la mesa. Su padre se lo permitió.
Hugo levantó una ceja desconcertado pues en su ciencia sicológica se le escapaba el extraño comportamiento de Leslie. Y aquella rareza de esa niña mimada y consentida lo excitaba sobremanera. La habría besado allí mismo, retirándola con una mano los bucles pelirrojos, y sujetándose con la otra su mentón. Los hombres se retiraron a un apartado a fumar sus habanos, el opio y discutir temas económicos, mientras las mujeres cotilleaban en la mesa tomando los cafés y algunas inhalando las cajitas de rapé o las bolsitas de éter. No era una droga, era un estimulante muy chic para ponerse a tono. Leslie salió de la estancia llorando, sentía en su pecho que se le agolpaba todo, que se ahogaba, necesitaba aire, oxigeno, aire, huir, escapar....
Abrió los ventanales de la terraza de par en par, corrió hasta la balaustrada principal y allí, sujeta a los barrotes, con medio cuerpo salido de la ventana, irrumpió a llorar.
De pronto sintió como Hugo la rodeaba por la cintura y la susurraba algo al oído:
- ¿Te encuentras bien, querida prima? 
- perdón, he sentido de pronto nauseas y vahídos, me ahogaba. No soporto a tanta gente junta. Debe ser que soy claustrofóbica, o fóbica social o una simple histérica tonta, una neurasténica hipersensible-
- esta bien, te dejo sola, pero eres una egoísta.
- ¡egoísta yo? - dijo ella entre lágrimas.
-allá donde tú vayas te sentirás extraña, estés con quien estés te sentirás sola... sé que nunca serás feliz y por tanto nunca harás feliz a nadie....
Leslie no podía soportar esa insolencia, aunque la dijera el hombre al que siempre había amado secreta y platónicamente.
- a mí me haces muy desdichado, leslie.
- desdichado, ¿Tu?, Ja- exclamó ella – no me hagas reír. Tu lo has tenido todo, primo, eres el niño mimado de esta familia a la par que la oveja negra. Todo lo que se ha antojado por esta boca lo has tenido.,. Yo en cierta forma, sanamente, envidio tus viajes, tus compañías femeninas, tus libros... toda esa vida que llevas y con la que yo sólo puedo soñar.
- no tengo todo lo que quiero, leslie, al contrario, no tengo nada si me falta lo más importante; tú. Siempre he sentido que me faltaba algo en la vida, que estaba incompleto y ahora sé que lo que me faltabas eras tú. Te amo, leslie, y tu indiferencia me causa estupor y me hace tan infeliz... que sí sigues con esa expresión cómica en tus labios creo que me suicidaré- Y al oír estas palabras Leslie se sintió derretirse hasta desvanecerse y desfallecer, que se iba en lágrimas, pero de dicha, de una extraña felicidad que brotaba de sus entrañas. Un sentimiento que jamás antes había experimentado. ¿Cómo se podía llorar sin estar triste, de pura alegría? ¡Casemonos, casémonos pronto!, le dijo él besándola.
Leslie y Hugo juntaron sus caras, sus labios, y se besaron muy tímidamente, a la luz de los quinqués que iluminaban la balaustrada. El beso se prologaba eternamente, pero a ellos les parecía siempre demasiado corto y fugaz, besos cortos, uno tras otro, en la nariz, en la mejilla, en los labios... querían sellar sus labios para siempre, reunir sus cuerpos para nunca más desapegarse, congelar aquel instante para que siempre que miraran as estrellas tuvieran la certeza de que su amor también las estaba mirando.
Querían compartir hasta el pensamiento, querían decirse todo sin palabras, querían contarse sus vidas sólo con un gesto, compartir todas las lágrimas y cesar para siempre juntos de llorar, porque por fin habían encontrado a su otra mitad, a su alma gemela condenada a vagar en la vida soportando las mismas tristezas. Pero el beso no podía durar eternamente y tampoco su felicidad, y el padre de Leslie, el señor Sullivan, salió al balcón a fumar su puro e invitó a la pareja a bailar un vals.
Toda la pista se hizo a un lado para que los enamorados bailaran juntos, y después Leslie bailó con su padre y entregada a los brazos de su progenitor, Leslie le pidió su bendición y su permiso para irse con el primo Hugo a París a casarse.
- No, Leslie, pídeme lo que quieras menos eso. Querido pajarito, por favor no me dejes. Sabía que iba a llegar este funesto día. Esta bien, polluelo mío, vete, vete, antes de que me arrepienta. Vamos, lárgate de mi vista. ¡Fuera! - gritó el señor Sullivan con lágrimas en sus ojos ante la marcha de su hija.
Y así es como Leslie Sullivan se vio por fin precipitada a una aventura que llenaría su vida precisamente de eso, de vida, de algo que recordar y por lo que ser recordada, de un motivo para vivir y para morir.  Los criados dispusieron todo para que pronto, pasado unos prudentes quince días, tuviera lugar la partida.  Dejaron las arcazas y baúles en el hall, y hasta prepararon aperitivos para el viaje.
- Pero, Leslie.... has cargado todo de bártulos... ¿no sabes a dónde vamos?, ¿verdad, mon cheri? Vamos a la cruda bohemia, a mi buhardilla alquilada en la rue Montesquieu, nada de lujos pequeño- burgueses, nada de posesiones, deja aquí todos tus libros, tus vestiditos, allí no nos va a hacer falta nada de esto-
- Ay, yo que quería ser una princesa... ¿me quieres arrastrar ahora por los fangos como a una andrajosa? - y Leslie sintió por primera vez en su amado el aliento igual a una rana. Como si su príncipe azul hubiera empezado a desteñirse. Como si hubiera empezado esa metamorfosis invertida de príncipe a rana, de príncipe azul a sapo verde.

CAPITULO  5    EN LA CAPITAL, PARIS

Leslie me espía las cuartillas de este diario, no sé que espera encontrar aquí. No son más que apreciaciones que hago de mi vida, que siempre he hecho. No sé que la pasa. Desde que llegamos aquí la noto extraña, como si fuera otra, se queja por todo, y a veces siento que la desilusiono, que no estoy a la altura de sus expectativas y de los sueños que se había hecho, pero es que tiene las miras muy altas, se construye castillos en el aire y debería hacérselos en la tierra, y en vez de castillos de arena debían de ser de dura y consistente tierra para que luego los vendavales de la vida no se los derriben.
Me pone muecas de asco a todo. He visto como miraba a mis compañeros de tertulia o de borracheras con aire de superioridad, ciertos comentarios suyos les han herído mucho, y a veces pienso que me estoy convirtiendo en el segundo padre de esta niña maleducada y malcriada. Pero en el fondo yo también soy un poco como ella y por eso mas que mi mujer parece mi hermana. Aunque la idea de convertirme en su padre me excita, ¡la veo tan débil, tan vulnerable, con esos ojitos de gata siamesa melosa, con esa boca de piñón! A ella también le atrae la idea de convertirse en mi madre, siempre me reprocha que en el fondo soy un crío inmaduro y estúpido. Yo creo que estamos a la par, que somos igual de niños, pero ser niño no es nada malo, todo lo contrario.

A leslie no le gusta nada el grupo de escritores y pintores bohemios que nos reunimos en el café Victoria. Nuestras tertulias, con todo el humo de tabaco esparcido por la estancia, se le antojan una reunión de alcohólicos pendencieros, muertos de asco, ociosos, maleantes, vagos, y no sé cuantos epítetos más.
Tenemos un problema de conceptos. Para mis colegas la sociedad capitalista es la rara, la enajenada, la corrompida y decadente, la alienada. Para la sociedad somos nosotros los bichos raros, incomprendidos, frustrados, borrachos, lunáticos y en fin. Siempre estará esa eterna discusión entre el denominador común y los que pretenden sobresalir de él.
Por otra parte reconozco parte de mis obsesiones. Sé que me he tomado tan en serio y a la tremenda, trágicamente, seriamente, la literatura que yo mismo acabo creyéndome no pocas veces un personaje de novela, a veces un héroe y a veces un esperpéntico antihéroe. Y luego a Leslie la idealizo, la cristalizo como dice Sthendal y ella a su vez hace lo mismo conmigo. Creo que nunca nos conoceremos de verdad. Y así siempre estamos desilusionándonos el uno con el otro. Cuanto más subes en tu idealización más dura es luego la caída, la vuelta a la realidad. Eternamente escribo, rescribo y corrijo una novela que versa sobre mí, mis amigos y mi prometida, y eternamente la desecho, la tiro a la basura hecha una bolita de papel, porque me parece tan tediosa y soporífera como a mí mismo se me antoja mi propia vida. Sé que no es sino un soliloquio lamentoso y patético, un ataque angustioso y nihilista de soledad acompañada. Esta novela que sería supuestamente mi obra magna se me indigesta en el pecho, sin querer salir, como si se acobardara de hacerse realidad.  Si la cara es el espejo del alma... la mía refleja el más profundo de los abatimientos, para el que no hay cura ni bálsamo ni boticario. Aún hoy no sé que me pasa, depresión nerviosa que Leslie me ha contagiado. Los siquiatras lo llaman así, pero aunque sé su nombre no sé su solución y es que los loqueros a todo quieren poner nombre, pero luego la solución parece ser una de esas modernas terapias que se eternizan y en las que hablas de tu infancia mientras ellos por no decir nada, por mantenerse allí callados, cobran un pastón. Yo le doy calificativos más literarios, por ejemplo; melancolía (palabra que me encanta, no sé por qué). Yo mismo me auto sicoanalizo y me busco mil complejos... debo ser un poco hipocondríaco de la salud mental. Me gustaría conocer a ese tal Freud, pero me temo que no tenemos en vista un viaje a Viena en los últimos meses. Por cierto que el otro día leí que la sociedad tiene más miedo a la locura que a la propia muerte, vivimos tiempos paranoicos, sin duda, lo comprobamos continuamente en la cámara de los loores. Un día fallaran todos los modernos automóviles, ese invento estrafalario de la radio, el tendido eléctrico del Edison... y adiós civilización, pero bueno, que da igual, ya sólo me faltaba meterme a futurólogo... Este es el espíritu del siglo, lo que se vive en la calle ahora con lo de la Gran Depresión y el final de la guerra. Para mí también la bolsa de la vida ha caído en picado, mi razón se suicida de mi cabeza loca igual que los accionistas y corredores bursátiles aquel viernes negro. Soy un escritor frustrado, tiene razón leslie, si es que de escritor puedo preciarme, acaso junta letras, quizá sólo un loco desvariando sobre un papel en blanco... ¡que sé yo! Jamás he sabido la diferencia entre un artista y un loco salvo que a los artistas se les paga por sus locuras. Para mí sólo hay dos tipos de literatura; la comercial, los best séller que escribían documentados académicos desde el despacho de su universidad y la literatura que tarde o temprano será reconocida y esta se escribe con sangre, con fuego, y se lee con lágrimas. Para escribir Literatura con mayúsculas debía sudar tinta y regueros de sangre bajo mi corona de espinas, pasar hambre y toda serie de penurias económicas, estrenarme en los prostibulos, vivir la bohemia, empeñar mis posesiones en una casa de prestamos, viajar por el mundo con una maleta sólo cargada de sueños... Entregarme a la mala vida, a la senda equivocada, mirar al abismo como un temerario, rozar casi los límites de la locura, sufrir un estado alterado de conciencia, extasiarse con toda clase de drogas, buscar inspiración en la experiencia, en las buenas, en las malas... casi podría decirse que vivir para contarla. 
Para ser escritor no había universidad posible, sólo la de la vida, la escuela de la calle, patear tu ciudad hasta que entables una topo filia o una topo fobia de órdago, hacer contactos, leer a los clásicos, yoga, reuniones de espiritistas, visitar todos los bares habidos y por haber... pero ahora me doy cuenta de que para ser escritor sólo hace falta escribir y ser leído.

CAPITULO 6    EL CAFÉ VICTORIA EN LONDRES
Vine a Londres como un viaje de negocios, no traje a Leslie. No sabía entonces que jamás volveríamos a vernos. Ella me abandonó en París al enterarse de mi infidelidad. No sé cómo recuperarla. Soy incapaz de escribirla una carta, de contarla cómo se me nubló la mente en aquel momento, de pedirla que vuelva. Creo que me he convertido en un monstruo incapaz de amar. Todo empezó en aquel café de Londres donde me hablaron por primera vez de aquella actriz, Luisa Lester… yo estaba sorbiendo mi café…  
Los camareros sacaban las sillas a la terraza y venían los primeros clientes: la mayoría estibadores del muelle, parados de las fábricas o madrugadores periodistas de un diario cercano. Estos últimos solían ofrecerme media página de la sección cultural para alguna reseña de una obra teatral. El editor es uno de mis mejores amigos y a veces me doy al trafico de influencias y le pido que me deje la página entera para un comentario más extenso sobre el Hamlet, versión trasgresora y contextual, que se representó la noche pasada en el Monparanasse cabaret de París. Y de encargos así iba viviendo y tirando.
El editor, siempre con prisa, parco en palabras, sorbía su té mentolado mecánicamente. A veces fingía escucharme, me prestaba su oreja y yo me desahogaba, pero siempre atento a las manecillas del reloj. Aquel día mencionó a una actriz, que prometía grandes triunfos, una joven promesa, recién venida de provincias... Luisa Lester se llamaba. Él se había encargado de la critica teatral, había sido un éxito de taquilla, y él se mostró demasiado benigno teniendo en cuenta los mordaces aguijones que solía clavar, puñaladas traperas muchas veces, muy capaz él de hundir carreras antes de que empezaran estas siquiera a emerger. Aquella mujer, sin embargo, lo tenía loquito, no hablaba de otra cosa, incluso la había mandado flores a su camerino y en el articulo había escrito tantas cursiladas que me dieron ganas de vomitar el café sobre su algodonada camisa. – fijo que exageras, Gerard, las mujeres son todas de la misma ralea, y no me hagas citarte a Shopenhauer, que ya sabes que me estoy volviendo misógino con los años-
Como siempre llevaba prisa y nada más en claro pude sacar de esa mujer, pero al ver su foto en el periódico se me revolvieron las tripas, me sentí indispuesto, no sabía que es lo que me pasaba. El barman, mi viejo amigo, me preguntó si quería una manzanilla o algo. - no, no pasa nada... ya estoy mejor, en serio, es sólo... es sólo... esa mujer se parece tanto a la de mis sueños...- Por supuesto si Leslie lee esto me mataría. Ella no sabía nada, y tampoco tenía por qué saberlo, pues de momento sólo pienso en ella, sólo peco de pensamiento, ni siquiera he visto nunca a esa mujer. Bien pudiera no existir más que en las páginas amarillentas y caducas de los periódicos. No me atrevo a ir a verla a uno de sus estrenos. Máxime porque representa una dramatización de la dama de las camelias, y sé que me postraría fatalmente ante sus encantos. Pero Londres, París, aunque se precien de grandes metrópolis son en el fondo pueblos donde todo acaba por saberse, donde no puedes fiarte del vecino y las paredes prestan oídos como alcahuetas.
-----------------------------------------------------------
Antes de entrar al café Bretón, en la esquina de esa misma rúe, se colocaba un vagabundo que jamás pedía ni tenía un cartel que dijera que era un lisiado de guerra o un cuitado ni nada. Simplemente me miraba y su forma de mirarme me hacía darle al instante, hechizado, unas monedas. Era buen psicólogo aquel pobre que parecía compadecerte de ti cuando le mirabas, conocerte de toda la vida. No pedía, pero tu le dabas el dinero arrastrado por su hipnosis. Era como un tributo que él se cobraba y con todo el derecho del mundo. Ni siquiera te sonreía cuando le dabas la limosna. Simplemente era lo que tenías que darle. Era tu deber.  
----------------------------------------------------------------------------------------------------------
Al café Victoria asisten muchas damas de alta alcurnia y linajes que se confesaban descendientes de los primeros pobladores anglosajones y francones. Celebran entre sí un autentico certamen de sombreros estrambóticos, a cada cual más estrafalario, sombreros emplumados como el pavo real que luce su palmito ostentosamente.  A veces vienen acompañadas de sus lacayos de confidencia (mientras ellas se relacionan socialmente, ellos compran en el centro, en los anaqueles y galerías y en los mercados más refinados de especias) Los chambelanes se entretienen jugando a los dardos, al billar o al críquet.
También acuden Señores ya retirados de la vida pública, antiguos banqueros o senadores, a jugar interminables partidas de cartas, o al póquer, o al mus y otras suertes de azar, mientras siguen echando lumbre a la eterna hoguera entre toryes y liberales.  
Al mediodía el café va vaciándose. Los oficinistas de las compañías vienen cuando acaba su media jornada y piden platos combinados (lo que no tardaría en popularizarse como fish and chips), y los asalariados y los obreros de las obras públicas vienen a devorar el menú económico y la cerveza negra. Se trata de una clase media que no frecuenta restaurants, pero tampoco comedores sociales, como la mayoría de londinenses. También acuden bussines mans, peces gordos, generalmente a eso de las 3 - horario continental- , y comen en sus reservados devorando platos mecánica y aceleradamente. Las comidas de negocios se envuelven en nubes de humo, en voces más altas de lo correcto y formulas de la cortesía y las buenas maneras. A veces acuden altas familias a celebrar sus efemérides y las mujeres se retiran al café mientras los hombres entran en el fumador de opio. Hay días que entra algún turista perdido, de esos que se pierden por voluntad propia, y les suena el renombre del café por algún libro de viajes que ahora tanto se estilan. Y luego.... la interminable sobremesa. Horas muertas de pasatiempos para matar tiempos y ratos, time free. Horas de calor y sopor, de tedio y abulia, de Tes, cafés, infusiones, puros, cotilleos de la yet set de la crem, temas ligeros y digestivos, y la nube de humo nublando el café Victoria.

Todo en el café respiraba tal vaguedad romántica que los asiduos clientes, tumbados en las sofás turcos, al modo romano, fumaban y se dejaban envolver por ese encanto. Ese día entró la actriz al café, rodeada de asistentes y de managers, y todos muy atentos a las palabras que exhalaba de su boca pequeña, o de los gestos que aquellos dedos de pianista, de idealista, hicieran. Sonreía de forma lastimosa, como por obligación, tenía ese encanto de sablear la cartera a sus amantes y a la par seguir pareciendo una victima de la vida. Las señoras juegan a los simulacros, a las apariencias, a los gestos galantes, y son reflejadas en las cristaleras, en los espejos del café, reflectando de forma mágica sus teatros. Pero ella parecía no actuar o ser tan buena actriz que todo en ella parecía natural. Jamás se maquillaba. Se diría la única persona que no llevaba una mascara cubriéndola la faz en aquel bar.
El salón del opio se abre y ya se sabe que el opio es el espectro que recorre Europa según Marx. La sala del opio, de estilo oriental, tiene en sus paredes mosaicos y arabescos, y pequeñas fuentes y surtidores con flores de loto de las que manan efluvios calientes. El interior abrasa como una de esas saunas turcas en las que se dan citas los lords de nuestra cámara y hiede como los extrarradios de Londres. El olor, aunque fuerte, extasía los sentidos, y el sabor de la droga invierte y trasmuta los valores y las conciencias, se sabía cuando se entraba a aquel paraíso artificial, pero pocos sabían cuando y como iban a salir de aquel lugar. Las puertas del fumador de opio se cierran y allí adentro los hombres, sentados frente a sus cachimbas, juegan a juegos no del todo morales, no del todo permitidos por la buena sociedad. Allí invité a entrar a Luisa Lester.  
Pasada esas horas sumergidas en el letargo, llega la tarde y con ella los intelectuales. Personajes desaliñados aún vestidos de landlords, dandysmo que las señoras decentes no pueden soportar. No es extraño que a la llegada de los artistas, muchas abandonen sus acolchados asientos.
Los desclasados vienen siempre de ensayar un estreno, de protestar ante la academia, de perder la mañana entre pinceles y atriles y el frío Tamesis o el sena que se les resiste y les hiela los huesos, siempre con esa sensación de que han perdido la mañana y aún la vida, dedicados al arte. Es por la tarde cuando el café Victoria cobra algo de vida y vienen los soldados en sus permisos con sus novias o compañeros en la contienda y arman jaleos y vitorean a los músicos de jazz que a eso de las 6 ya se han instalado sobre el proscenio. Y las prostitutas del café, de luxe, se pasean por las mesas de los más importantes hombres de la capital.  Entre la algarada de los intelectuales, recortando revistas, inventando palabras, haciendo colages o insultándose en jergas desconocidas y la traca de los soldados apenas puede oírse el son del charlestón. Y el café se revoluciona y ya tal es el humo y el escándalo que la dueña se retira a sus estancias y deja las llaves al camarero en jefe, pues ya el café es otro, un café que se les va de las manos a los propios clientes.  Se sirven cenas y manifiestos a los escritores de café, papel, recado de escribir y bicarbonato, lo que precisen con tal de que no molesten demasiado a las mujeres de bien que aún no han vuelto a sus urbanizaciones jardín. Y a las 7 de la tarde el pianista toca nuestra canción. Siempre se lo pido a esta hora, en la que olvidamos el pasado. Y el café Royal Victoria se torna cabaret, music hall y revista, todo en uno, y la crítica política surtida, las variedades sociales, el éxito de una obra teatral o el último escándalo de Scotland Yard sirven de conversación hasta que los últimas vellones se apagan y los asiduos van abandonando el café.  Y aquí me quedo yo, gentleman del tres al cuarto, con la cara de un perro que juega al póquer, metido por error dentro de un cuadro equivocado, de una época que no es la mía. Salgo del café y paseo por el muelle del Tamesis, las prostitutas se me van acercando como abejas a la miel, me las aparto, tienen frío, las castañean los dientes, van cubiertas con mantas y fuman cigarrillos y prenden sus cigarros para ver en la nocturnidad (gatas modosas de pupilas dilatadas) o quizá para calentarse entre cliente y cliente. La brisa inunda a los enamorados que se pelean en los parques del paseo marítimo, unos señores caminan meditando, solos. A estas horas en el barrio chino puedes encontrar de todo; están las putas, los locos, los moros, los maricones, los señores y señoras escapados de casa, los melancólicos adolescentes, los marineros, los posaderos, el detective con complejo de Sherlock Holmes, el sereno, los drogadictos, los poetas... Personas perdiéndose en sus paseos, chocando unas con otras, todos ensimismados, y el Tamesis o el Sena les sirve a todos para serenarse, respirar (Fumar, que es la conciencia de la respiración), inspirarse la novela, aspirar a más. Inspirarse, aspirar y todo para al final expirar. Esa es la vida del hombre.  Todos vienen al muelle a soñar.  Si no tuvieran la garganta y los pulmones tan cargados de tabaco negro aún podría sentir mi propia respiración. Los bucaneros de mar, la pescadera, los obreros de la fabrica, todos vienen al puerto a lo mismo. Me quedo mirando el mar, y sé que por lejos que este, un día volverá my lady y postrado ante ella haré mis votos y ella con su espada me armará su caballero. Nuestra única arma en la cruzada del amor será esta boca pues es arma de doble filo que lo mismo sirve para gritar que para besar. ¡que soledad se respira Calle Backer abajo! Las hojas de los robles se mecen por el viento, por el suelo hay varias desprendidas, se nota que es Otoño, recorro esa calle que quizá nunca existió donde supuestamente tenía su despacho el inmortal detective y luego recorro las calles donde el destripador fue por partes, ¡que de Mr Hide esconden estas lóbregas calles! ¡La abadía de Weingenstein tan gótica, tan siniestra! Y todo Londres fantasmal, envuelto en neblina, como si lo estuviese soñando, en vez de vivirlo. Leslie se fue de mi vida para siempre, se volvió a san Sebastián cuando se enteró que la había sido infiel con aquella actriz de cabaret. No hubo despedidas, no hubo último adiós, simplemente una mañana se fue, no dejo ninguna nota, ambos sabíamos que volvía a la casa paterna. Ahora me he quedado sin ninguna de las dos, pero para siempre las recordaré porque las dos, mi amada Leslie Sullivan y la actriz Luisa Lester que no me han permitido tener, permanecerán en mi memoria. En cuanto a mi no se preocupen, los borrachos no tenemos el valor de suicidarnos, ni de ir detrás del amor de nuestra vida, fuera una o otra. Solo tenemos coraje para pedir un vaso más de whisky y seguir compadeciéndonos a nosotros mismos.  

No hay comentarios:

Publicar un comentario