jueves, 23 de marzo de 2017

AGATHA CRISTHIE



Su autobiografía Ágata Christie tardó 15 años en escribirla. Es muy anodina. Habla de los dos matrimonios y no del episodio negro. Cuenta los viajes a Mesopotamia Egipto siria. Publicó historias de amor bajo el seudónimo de Mary. También teatro y poesía. Y hay obras escritas con el apellido del segundo marido. Escribió obras de teatro como la ratonera y testigo de cargo. Escribió obras originales basadas en otras adaptaciones. Muerte en el nilo, cita con la muerte son adaptaciones teatrales de sus obras. Muchas de sus obras se llevaron al cine. Participa en un libro colectivo con los mejores autores de detectives del momento. Esta recopilación es lo último que escribe. Su último libro es telón, un libro muy extenso. Crimen dormido es su obra póstuma. En el 75 se publica telón que se escribe en el 45. Se publica meses antes de que muriera. En este libro muere Poirot de infarto. Hace 3 años lo resucita Sophie Hannah. Fue promovido este libro por la asociación ágata Christie. En 2014 se publica crímenes del monograma. Recuperan a detectives clásicos como james bond o Sherlock Holmes. Se lo encargan a escritores de éxito, de novelas negras. Con 13 años esta autora había leído todas sus obras. Es con un interés comercial. Ese año Agatha Christie no escribió nada más. En 2016 Sophie Hannah vuelve a escribir un libro que se titula el ataúd cerrado, el segundo de esta secuela. Se parece a las tramas de la autora. Mansión Irlanda retrata una fiesta en 1929 donde entre los inventados esta Poirot. E inventa un nuevo Watson, el detective de scotland yard que sustituye al Haskin famoso. En 1920 publicó Agatha Christie su primera novela, el misterioso caso de style. Se han hecho 6 sellos en blanco y negro con sus 6 novelas más conocidas. Aparece la escena dibujada y la clave esta escruta en micro textos y desvela el acertijo- se aplica fuente de color o rayos ultravioletas para leerlo porque está encriptado. Diez negritos es la obra más vendida, cien millones de libros. Se repite la nana inglesa; fueron a cenar, uno no despertó. Quedaron 9. otro escapó. Quedaron 8... era una canción de cuna inglesa para dormir a los niños. El asesino se suicida, pero no es el último que muere pues había dejado preparada la última muerte. Hay una semblanza de ágata Cristhie por Rosa Montero. La novela Telón la encerró con llave para publicarlo cuando ya fuera a morir. Poirot aparece en la mansión style, como al inicio de su brillante carrera. En su ocaso vuelve a esta mansión y cita en ella al capitán haskin. El más interesante de todos sus libros; ya no volverán a cazar juntos, la comedia ha terminado con este encuentro.
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Se le veía artrítico, con los estragos de la edad, en silla de ruedas. Era un gombre pequeño, flaco, con las manos arrugadas. El bigote y el pelo color negro azabache. No se atrevía a decírselo, pero estaba viejo. Su pelo se debía al tinte. Daba la impresión llevar peluca y bigote postizo. Le abrazo. Iba con los hombros cruzados, envejece bien. Las muchachas jóvenes te hablan bondadosamente, eso es el final. Muerte Poirot de un infarto. En la casa de abogados a los 4 meses de su muerte le dan una carta. Llevo muerto 4 meses cuando leas estas líneas….
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 fragmento de obra Telón de Agatha Cristhie
Cuando usted lea estas palabras habrán transcurrido ya cuatro meses desde la
fecha de mi fallecimiento. He estado reflexionando largo tiempo sobre la conveniencia o no conveniencia de escribir esto, decidiendo por último que es necesario que alguien  conozca la verdad sobre el segundo «Affaire Styles». He estado imaginándome también que por la fecha en que usted lea las presentes cuartillas habrá llegado a desarrollar las más sorprendentes hipótesis, atormentándose día tras día,  indebidamente.  »Pero permítame decirle esto: Usted hubiera debido llegar,  mon ami , al  conocimiento de la verdad. Vi que poseía todas las indicaciones precisas. Si no es así,  ello se debe, como siempre, a su carácter, demasiado recto y confiado.
.Pero usted debiera saber, por lo menos, quién mató a Norton... aunque esté
todavía a oscuras en lo tocante a la identidad del asesino de Bárbara Franklin. Esto último puede suponer una fuerte impresión para usted. Usted ya sabe que yo le llamé. Empecemos por esto. Le dije que le necesitaba.  Era cierto. Le indiqué que deseaba hacer de usted mis oídos y mis ojos. También esto era cierto, muy cierto... si bien no en el sentido que usted lo tomó. Usted tenía que ver  lo que yo quería que viese, y oír lo que yo deseaba que oyera.  «Usted se quejó alegando que yo no procedía "lealmente" en la presentación del caso. Me negué a decirle algo que yo sabía. Es decir, no quise revelarle la identidad de X. Esto es verdad. Tenía que proceder así... aunque no por las razones que aduje. Conocerá éstas luego. Señalé que en cada caso se veía bien claramente que la persona acusada, o sospechosa, había cometido realmente el crimen en cuestión, no existiendo otra solución del enigma. Después, pasé al segundo hecho importante: en cada caso, X había estado en el escenario del crimen o estrechamente implicado en el mismo.  Entonces, usted formuló una deducción que, paradójicamente, era verdadera y falsa a la vez. Usted dijo que X había cometido todos los crímenes.  Pero, amigo mío, las circunstancias concurrentes eran de tal naturaleza que en cada caso (o en casi todos) solamente la persona acusada podía haber cometido el  crimen. Por otra parte, siendo así, ¿cómo explicar lo de X? Únicamente una persona relacionada con la fuerza policíaca o con una firma de abogados especializados puede estar implicada en cinco casos de asesinato. No cabe pensar en un hombre o mujer ordinarios... ¡Es algo que no suele suceder! ¿Lo comprende? Nunca, nunca sale nadie diciendo en tono confidencial: "Bien. Yo conozco realmente a cinco asesinos."
Esto no es posible. Así llegamos a un curioso resultado. Tenemos aquí un caso de catálisis: una reacción entre dos sustancias que tiene lugar solamente en presencia de una tercera, y esta tercera sustancia, aparentemente, no toma parte en la reacción, permaneciendo inalterada. Ésta es la situación. Ello significa que donde X estaba presente se producía el crimen... Pero X no tomó parte activa en esos crímenes. ¡Una situación extraordinaria, anormal! Y me di cuenta de que había llegado por fin, al término de mi carrera, a dar con el criminal perfecto, con el criminal inventor de una técnica que le permitía no ser declarado nunca culpable de sus crímenes. Esto era desconcertante. Pero no nuevo. Existían ciertos paralelismos. Y aquí viene la primera de las pistas que le dejé. La obra titulada Otelo. En ella, magníficamente dibujada, hallamos el original de X. Yago es el asesino perfecto. Las muertes de Desdémona, de Cassio—del mismo Otelo— son todos crímenes de Yago,  planeados por él, llevados a cabo por él. Y él permanece fuera del círculo, no afectado por la sospecha... O así pudo haber sido. Pues su gran Shakespeare, amigo mío, tuvo que enfrentarse con el dilema suscitado por su propio arte. Para desenmascarar a  Yago tuvo que recurrir al más torpe de los artificios —el pañuelo—, algo que no está al  nivel de la técnica general de Yago.  »Sí. Ahí está la perfección del arte del crimen. Ni siquiera una palabra de sugerencia directa. Él siempre aparta a los otros de la violencia, rechazando con horror sospechas que no han sido ideadas antes de que él las mencione. En todos alienta un criminal en potencia. En todos nosotros surge de vez en cuando el deseo de matar... aunque no la voluntad de matar. "Me puso ella tan furioso, ¡que la hubiera matado!" He aquí una frase que usted ha podido pronunciar, que habrá oído en distintas ocasiones de labios de otros. "Por haber dicho eso, hubiera matado a B." "Me sentía tan irritado que lo hubiera matado." ¿Para qué seguir con otras frases semejantes? Y todas esas declaraciones son literalmente ciertas. La mente de uno, en tales momentos, se halla perfectamente despejada. A uno le gustaría matar... Pero no lo hace. La voluntad  tendría que acomodarse al deseo, al impulso. Y sin embargo, amigo mío, yo me resistía. Veía lo que tenía que hacerse, pero no acertaba a decidirme a hacerlo. Yo era como Hamlet, eternamente aplazando el día maligno... Y después se produjo el siguiente intento... el intento de asesinato contra la señora Luttrell. Su primera reacción se produjo ante Norton, con una leve sospecha. Y estaba usted en lo cierto. Norton era el hombre. No tenía usted ninguna razón que justificara su postura... si exceptuamos la perfectamente clara y tenue sugerencia de que él era insignificante. Por aquí, estimo, se acercó usted mucho a la verdad.  (,,,) Allí estaba él, Stephen Norton, quien caía bien entre sus semejantes, viéndose al mismo tiempo desdeñado... Y no obstante, él era capaz de lograr que la gente realizara cosas que no deseaba hacer... o bien (fíjese en  esto) que creía que no quería hacer. »Puedo imaginármelo desarrollando este "hobby" personal. Poco a poco, sin duda, adquirió un gusto morboso por la violencia de segunda mano. Él carecía de energías para aplicar aquélla. Precisamente por esto había sido objeto de muchas  burlas.
Recuerde exactamente lo que pasó. Norton dice que tiene sed. (¿Sabía él que la señora Luttrell estaba en la casa y que acudiría al lugar en que se desarrollaba aquella escena?) El coronel reacciona como es lógico en él, un caballero, un anfitrión hospitalario. Ofrece algo de beber. Y se marcha en busca de las botellas. Todos ustedes se hallan sentados junto a una ventana. Llega la esposa... Y se produce la inevitable escena. El hombre sabe que todos han oído las palabras de su mujer. Aparece de nuevo. El incidente hubiera podido ser suavizado. Boyd Carrington hubiera podido llevar a cabo una buena labor en tal sentido. (Posee bastante tacto, es un hombre de mundo... Para mí, no obstante, es un sujeto aburrido, cargante, pretencioso.) Usted mismo habría zanjado la desagradable cuestión sin mucha dificultad. Pero Norton se apresura a hablar, empeorando las cosas. Alude al bridge (hace recordar otras humillaciones), habla sin ton ni son de incidentes producidos en las cacerías. Y siguiendo su discurso, el estúpido de Boyd Carrington refiere la historia del asistente irlandés que disparó contra su hermano, una historia que Norton contó a Boyd Carrington, convencido de que el muy necio la sacaría a relucir como de su cosecha personal siempre que se encontrara ante u auditorio adecuado. Como ve, la suprema sugerencia no partiría de Norton.
Pero, afortunadamente, Hastings, usted disponía de un amigo cuyo cerebro funcionaba todavía correctamente. ¡Y no solamente su cerebro He dicho al principio de esto que si usted no llegó al conocimiento de la verdad fue debido a su carácter, excesivamente confiado. Usted cree siempre lo que le dicen.  Usted creyó lo que le conté...
»Sin embargo, le hubiera resultado muy fácil descubrir la verdad. Yo hice que George se separara de mí... ¿Por qué? Yo había puesto en su lugar a un hombre  menos experto que él, mucho menos inteligente... ¿Por qué? Ningún médico me  atendía... Y hay que tener en cuenta que siempre he estado muy pendiente de mi  salud... Me empeñaba, por añadidura, en no ver a ninguno... ¿Por qué?  «¿Comprende ahora por qué le necesitaba en Styles? Yo tenía que disponer de alguien que aceptara lo que yo dijera sin discusión. Le dije que había regresado de Egipto mucho peor que cuando fuera allí, y usted dio por buena tal declaración. ¡La verdad es que volví muy mejorado! Usted pudiera haber descubierto esto de haberse tomado la molestia de realizar algunas averiguaciones. Pero no procedió así. Me creyó. Envié a George a su casa porque no hubiera podido convencerle nunca de que de pronto mis extremidades habían quedado inutilizadas. George es extremadamente inteligente. Habría advertido que yo estaba fingiendo... Se hace cargo, Hastings? Me fingía un ser desvalido, engañando a Curtiss. Pero todo era falso. Yo podía caminar... cojeando ligeramente.
»Percibí sus manipulaciones con las píldoras somníferas. Comprendí qué era lo
que estaba usted pensando.  »Entonces, amigo mío, pasé a la acción. Regresé a mi habitación, llevando a cabo mis preparativos. Al llegar Curtiss, le pedí que fuera en su busca. Se presentó usted bostezando, alegando que le dolía la cabeza. Me mostré muy preocupado por esta circunstancia. Tenía que proporcionarle algún remedio. Para tranquilizarme, consintió usted en tomar una taza de chocolate. Se bebió mi chocolate rápidamente, para poder marcharse lo antes posible. Ahora bien, yo disponía, asimismo, de píldoras somníferas.
»Y así fue cómo se quedó profundamente dormido... Por la mañana, cuando se
despertó, ya descansado, con la mente despejada, comprendió con horror que había estado a punto de cometer horas antes un gravísimo disparate. »Se encontraba a salvo ya... Estas cosas no suelen intentarse dos veces. Sobre
todo cuando se ha recuperado plenamente la cordura. »Pero esto hizo que me decidiera, Hastings. Usted no es un asesino, pero hubiera podido morir en la horca, a causa de un crimen cometido por otra persona, la cual pasaría ante los ojos de la ley como inocente. »Usted, mi buen Hastings, mi honesto y honorable amigo, un hombre amable,
consciente, inofensivo...»Sí. Debía actuar. Sabía que disponía de poco tiempo, cosa que me alegraba.Pues la peor parte del crimen, Hastings, es su efecto sobre el asesino. Yo, Hércules
Poirot, podía llegar a creerme señalado por una divina designación sobre la muerte de todos y cada uno. Pero, afortunadamente, no habría tiempo para que eso sucediera. El fin llegaría pronto. Y Norton, temía yo, podía triunfar en el caso concerniente a una persona muy querida por nosotros. Le estoy hablando de su hija...
Hace café con muchos aspavientos, sin, dejar un momento de hablar. Tal como usted me dijo, su  taza se encuentra a su lado. La de su esposo está en el punto opuesto de la mesita de la librería. »Luego, viene lo de las estrellas fugaces. Todos salen de la habitación. Se queda usted solo entonces, con su crucigrama y sus recuerdos... Y para disimular su moción, da la vuelta a la estantería, localizando una cita de Shakespeare. »Regresan los otros y la señora Franklin se lleva a los labios la taza de café que contiene el alcaloide, preparada para matar a John Franklin, el científico, mientras que éste coge la otra, la del café inofensivo, destinada a la inteligente señora Franklin. «Tenía derecho a proceder así. Probablemente, era yo la única persona que podía dar tal paso. Mis palabras pesaban mucho. Soy un hombre de gran experiencia en cuestión de crímenes... De mostrarme yo convencido de que aquello había sido un suicidio, todos aceptarían mi veredicto.
»Usted se quedó desconcertado, según pude ver. Y nada convencido. Pero, por
suerte, no llegó a sospechar el verdadero peligro. ¿Pensará en ello luego, después de haberme ido yo? ¿Permanecerá la idea, igual que un reptil, como agazapado en su mente, para levantar de vez en cuando la cabeza y sugerir: "Supongamos que Judith..."? Norton, indudablemente, se sentía encantado ante la perspectiva de contarme su historia, bien preparada. No le di tiempo para eso. Aludí sin rodeos a cuanto sabía acerca de su persona. »No se molestó en negar nada. No,
mon ami. Se recostó en su sillón, sonriendo. Sonrió. Me preguntó a continuación qué pensaba hacer con aquella divertida
idea de mi cosecha. Le contesté que me proponía ejecutarle.
»—¡Oh! —exclamó—. Ya comprendo. Ya comprendo. ¿Y de qué va a valerse para su propósito: de la daga o de la taza de veneno?
»Todo estaba preparado para saborear los dos mi chocolate. A monsieur Norton le gustaban las cosas dulces.
»—El procedimiento más simple —respondí— es el de la taza de veneno. »Y le alargué la taza de chocolate, que yo acababa de verter. »—En ese caso —me contestó—, ¿tendría usted inconveniente en cederme su
taza a cambio de la mía? »—En absoluto —repuse.
»Era lo mismo... Como ya he dicho, yo también tomo píldoras somníferas. Lo que ocurre es que por el hecho de llevar ya mucho tiempo tomándolas me he habituado a ellas y la dosis que era capaz de producir un profundo sueño en monsieur Norton apenas me producía a mí efectos. La dosis oportuna se encontraba ya en el chocolate.
Los dos ingerimos lo mismo. Poco después, Norton se quedaba dormido. Yo, en cambio, continuaba despierto y para anular la modorra que me produjo aquel chocolate recurrí a una dosis de mi tónico a base de estricnina.
«Llegamos así al último capítulo de la presente historia. Cuando Norton se hubo quedado dormido, lo acomodé en mi silla de ruedas —cosa fácil, por el hecho de contar con toda clase de mecanismos—, colocándole pegado justamente a la ventana, detrás de las cortinas. «Curtiss apareció luego, para "acostarme". Una vez reinó el más absoluto silencio en la casa, llevé a Norton a su habitación, valiéndome también de la silla de ruedas. Ya sólo quedaba para mí sacar partido de los ojos y los oídos de mi excelente amigo Hastings Es posible que usted no lo advirtiera, Hastings, pero la verdad es que uso peluca. Y ni siquiera se le habrá pasado por la cabeza esta idea: mi bigote es postizo. (¡Ni siquiera George conoce tal detalle de mi persona!) Fingí quemármelo accidentalmente poco después de venir Curtiss, pidiendo enseguida a mi peluquero una réplica del auténtico. Me puse la bata de Norton, ericé mis grisáceos cabellos por las puntas, salí al pasillo y rocé con los nudillos la puerta de su habitación. Luego apareció usted, contemplando con ojos somnolientos el corredor. Usted vio a Norton en el momento de abandonar el cuarto de baño, cojeando por el pasillo, en dirección a su dormitorio. Y oyó el ruido de la llave al girar en la cerradura, por dentro. Seguidamente, le puse la bata a Norton, tendiéndolo en la cama. A continuación le disparé un tiro en la frente, valiéndome de una pequeña pistola que adquiriera en el extranjero, la cual he mantenido siempre cuidadosamente oculta bajo llave, excepto en dos ocasiones. Aprovechando que no había nadie en el piso, la coloqué sobre la cómoda de Norton, precisamente para que se viera. Aquella mañana, el hombre se había ido no sé a dónde. «Abandoné la habitación después de haber colocado la llave en el bolsillo de Norton. Cerré la puerta con llave desde fuera, utilizando una duplicada que poseía desde hacía algún tiempo. Tras esto, hice avanzar la silla de ruedas hacia mi dormitorio. »Por entonces, me apliqué a la tarea de redactar estas explicaciones...
«Estoy muy cansado... Las últimas cosas por las cuales he pasado me han dejado agotado. No creo que pase mucho tiempo antes de que...»Hay un par de detalles que yo quisiera hacer resaltar.
»Los crímenes de Norton fueron crímenes perfectos. «El mío, no. No fue proyectado como tal. »El camino más fácil y mejor para eliminarlo hubiera sido el de la vía abierta. Hubiera podido planear, por ejemplo, un accidente con mi pequeña pistola. Yo habría demostrado un profundo pesar, un disgusto terrible... Un desgraciado accidente, sí. Todos habrían comentado: "Ese viejo chochea. No se dio cuenta de que el arma estaba cargada... »Me negué a obrar así, »Le diré por qué.  »Porque preferí mostrarme deportivo, Hastings.  ! Deportivo, he dicho. Estoy haciendo todo aquello que, de acuerdo con sus reproches frecuentes, eludía. Estoy jugando limpio con usted. Doy la medida justa. Participo honestamente en el juego. Usted dispone de todos los elementos preciosos para descubrir la verdad.
»Por si no me cree, enumeraré todas las pistas.
Usted se hallaba bajo la impresión de que yo era un inválido. Pero, ¿por qué? Porque yo se lo dije, solamente. Y yo había enviado a George a su casa. Ésta fue mi  última indicación: "Vaya a hablar con George."
»Otelo y Clutie John le hicieron ver que X era Norton. »Entonces, ¿quién pudo haber matado a Norton? »Hércules Poirot, solamente.  »De haber sospechado usted esto, todos los elementos del rompecabezas  habrían encajado perfectamente en su sitio, las cosas que yo había dicho y hecho, mi  inexplicable reticencia. Los doctores de Egipto, mi médico de Londres, le habrían dicho que yo era capaz de andar. George le hubiera dicho que yo usaba peluca. Había algo que no podía disimular, algo en lo cual hubiera debido pensar: que mi cojera era más acentuada que la de Norton.
»Por último, consideremos la cuestión del disparo. Una debilidad mía. Lo comprendo: habría debido aplicarle el cañón a la sien. No logré producir un efecto natural, digamos. Me procuré un blanco simétrico, en el centro exacto de la frente. »¡Oh, Hastings, Hastings! Todo eso hubiera podido revelarle la verdad. »Pero es posible que, después de todo, usted haya sospechado la verdad. Quizá, cuando lea esto, sabe ya a qué atenerse. »No sé por qué, sin embargo, me inclino a pensar que no es así. »Es usted demasiado confiado... »Tiene usted demasiado buen carácter...
»¿Qué debo decirle más? Franklin y Judith sabían la verdad, aunque no se lo dirán. Serán dos personas felices. Serán pobres siempre y sufrirán las picaduras de innumerables insectos tropicales, y estarán enfermos, víctimas de raras fiebres...
Ahora bien, cada uno tiene sus ideas particulares sobre la vida perfecta, ¿no? »¿Y qué será de usted, mi pobre y solitario Hastings? Mi corazón sangra por su causa, amigo mío. ¿Aceptará usted por última vez el consejo de su viejo amigo Poirot?
«Cuando haya terminado de leer estas cuartillas, tome un tren, o un coche, o una serie de autobuses, y vaya a ver a Elizabeth Cole, es decir, Elizabeth Litchfield. Hágala leer esto o explíqueselo. Dígale que usted también pudo hacer lo que su hermana Margaret hizo. Sólo que Margaret Litchfield no disponía de ningún Poirot que se mantuviera alerta. Haga que se disipe su pesadilla; hágala ver que su padre fue asesinado no por su hermana sino por aquel amable y afectuoso amigo de la familia, aquel "honesto Yago" llamado Stephen Norton.
»No hay derecho, amigo mío, a que una mujer como ella, todavía joven, todavía
atractiva, rechace la vida porque se crea manchada. No, ésto no es justo. Dígaselo usted así, amigo mío. Háblele usted, un hombre que todavía resulta atractivo a los ojos de las mujeres... »¡Eh bien! Ya no tengo más que decirle. No sé, Hastings, si existe o no una justificación para lo que he hecho. No, no lo sé. Estimo que un hombre no debe
tomarse la justicia por su mano... »Pero, por otro lado, ¡yo soy la ley! Siendo muy joven, cuando pertenecía a la
fuerza policíaca belga, abatí a tiros a un criminal desesperado que se había encaramado a un tejado, dedicándose a disparar sobre todas las personas que pasaban por la calle. En los estados de emergencia, se proclama la ley marcial.
»Al suprimir a Norton salvé otras vidas, vidas inocentes. Pero todavía no sé... Quizá me esté bien empleado esto de no saber a qué atenerme. Me he mostrado siempre tan seguro... Demasiado seguro... »Ahora, no obstante, me siento muy humilde y digo, igual que un chiquillo: "No sé..." «Adiós, . He quitado de mi mesita de noche las ampollas de nitrato de
amilo. Prefiero ponerme en las manos del bon Dieu . ¡Deseo conocer cuanto antes su  castigo, o su misericordia! »No volveremos a cazar juntos de nuevo,amigo mío. Nuestra primera expedición fue aquí... Y también la última..»¡Qué buenos tiempos aquéllos! »Sí, fueron magníficos... »

El estilo literario de ágata brilla por su ausencia. Esbozo personajes, situaciones y descripciones. Siempre es lo mismo. El asesino es el que no sabes cómo lo ha hecho pero que no podía ser. Siempre vas en dirección contraria. Patricia Higgins literariamente es mejor. No tiene que ver que sea novela negra detectivesca. Agatha Cristhie es la escritora más leída junto a la biblia, se lee de un tirón. Sin intríngulis literario.
capitulo de Rosa Montero sobre Agatha Cristhie en Vidas de Mujeres:
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Agatha Christie casi nunca ríe abiertamente en sus fotos: tenía malos dientes y ella siempre fue muy consciente de su apariencia. A decir verdad, le preocupaba la apariencia de todas las cosas: necesitaba que el mundo fuera un lugar sereno y exacto, amable y ordenado. Pero la realidad es obcecada y tiende a desbaratarse por mucho que la intentemos someter a nuestros deseos; y así, a partir de los cuarenta años Agatha engordó muchísimo y se convirtió en una matrona majestuosa de grandes pechos y caderas opíparas. Siempre había sido delgada (ella misma se encarga de repetirlo hasta la saciedad en todos sus escritos autobiográficos como quien menciona un hecho de naturaleza casi milagrosa, un portento que resultará increíble para los demás, que tal vez no llegue a creerse ni ella), de modo que esta súbita y definitiva abundancia carnal, el pasarse la segunda mitad de su vida encerrada dentro de un cuerpo enorme, debió de aumentar su sentido íntimo de lo catastrófico. Y es que la existencia de Agatha Christie es una larga huida de la negrura, un combate secreto contra el caos.
Nació en 1890; pertenece, por tanto, a esa generación británica que hubo de superar la herencia victoriana y enfrentarse a las primeras ruinas del imperio. El victorianismo había construido una visión del mundo tan firme y definida como un cubo de plomo: todo estaba en su lugar, todo tenía un porqué, la realidad era perfectamente comprensible, belleza y ley eran equiparables. Este sueño de exactitud se hizo mil pedazos a finales del siglo XIX. Darwin explicó que la divina previsión no había creado a humanos y animalitos tal y como éramos, sino que nuestra evolución había estado marcada por saltos casuales y arbitrarios. Se descubrieron los gérmenes, dañinas partículas invisibles de costumbres erráticas, de manera que las enfermedades dejaron de ser un castigo o una prueba de Dios para convertirse en una cuestión de mala suerte. Y, para colmo, en medio de toda esta inseguridad y de tanta mudanza, Einstein lanzó en 1905 su teoría de la relatividad, proclamando que ni siquiera el tiempo y el espacio eran fiables. Entraba arrolladoramente el siglo XX, con todo su horror, su desorden, sus guerras. La colosal estructura inmóvil del victorianismo se hundió con estertores marinos de Titanic.
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Los herederos de la era victoriana se apresuraron a dar fe de este naufragio: los escritores del grupo Bloomsbury, por ejemplo (Virginia Woolf, Lytton Stratchey, etcétera), construyeron sus obras aceptando el desorden y la fragmentación de la existencia, y entraron así literariamente en el sigloXX. Agatha, en cambio, aun perteneciendo a la misma generación (era ocho años más joven que Virginia), se pasó toda la vida luchando contra el caos. Quiso ignorarlo y recuperar ese mundo anterior de orden y de normas, el universo intacto de su infancia. Por eso sus obras policiacas (setenta y nueve novelas, diecinueve piezas de teatro) son mundos circulares perfectamente explicables, juegos matemáticos para alivio no sólo de la cabeza sino del corazón, universos previsibles en donde el bien y el mal ocupan lugares prefijados.
¿Y por qué ese afán en tapar las vías de agua, por qué esa incapacidad de soportar el menor atisbo de los abismos? Quién sabe lo que nos hace ser a cada uno lo que somos: herencias de carácter, peripecias tempranas. Agatha fue la hija pequeña de unseñorito bien encantador que dilapidó sus rentas tan alegremente que a su muerte, sucedida cuando Agatha sólo tenía once años, había dejado sin un duro a la familia. Y así, a una edad muy temprana la futura escritora conoció la orfandad, la ruina y el amor asfixiante de una madre posesiva y depresiva de la que tuvo que hacerse cargo desde entonces. Era el monstruo de la oscuridad asomando la garra.
Agatha conocía bien a ese monstruo interior, a ese perseguidor del que huyó durante toda su existencia. En su autobiografía cuenta con pulso certero un recuerdo espantoso de su infancia: unasvacaciones en Francia, un paseo en verano y un guía amabilísimo que, para hacerle un regalo a Agatha, por entonces de cinco o seis años de edad, atrapa una hermosa mariposa, la atraviesa con un alfiler y la clava, como adorno, en el sombrero de paja de la pequeña. Durante horas, en ese tiempo elástico e interminable de la niñez, el grupo pasea por el campo mientras la mariposa aletea desesperadamente, agonizando en el ala de la pamela. Agatha, paralizada por el horror, no es capaz de llorar o de decir nada: sólo sufre locamente con la locura del sufrimiento ajeno. Esa mudez, esa imposibilidad de afrontar lo terrible, volverá a devorarla años más tarde en el episodio más famoso y emblemático de su vida: su desaparición.
Agatha se casó en mitad de la Primera Guerra Mundial con Archie Christie, un piloto de aviación atlético y seductor pero inmaduro y a lo que parece bastante estúpido. Archie le dio el apellido (antes Agatha se llamaba Miller) y fue el padre de su única hija, Rosalind; vivieron, además, unos años juveniles y fogosos, porque Agatha tenía un temple aventurero y siempre estuvo dispuesta a dejar a su hijita en manos de la abuela para largarse un año con su marido a dar la vuelta al mundo, bañarse en las aguas sulfurosas de Canadá (era una estupenda nadadora) y hacer surf en Hawai sobre unas pesadas tablas de madera. Su primera novela, El misterioso asunto en Styles, ya con Poirot, fue publicada en 1920 y obtuvo un considerable éxito. El mundo parecía un lugar perfecto.
Pero el perseguidor andaba cerca. La relación con Archie comenzó a estropearse: a él sólo leinteresaba jugar al golf. Agatha, que siempre intentó ser la esposa ideal (y la hija ideal, y la vecina ideal: ya está dicho que para ella el mundo tenía que ser un lugar confortable y convencionalmente delicioso), aprendió también a jugar al golf para acompañarle, pero se aburría de una manera insoportable. Con todo, ella jamás hubiera roto la relación: eso era algo que por entonces no se hacía, y menos aún lo hubiera hecho ella, tan dispuesta a cerrar los ojos frente a la oscuridad, tan preparada para suplir con su imaginación aquello que no le gustaba, taacostumbrada a fingir frente a sí misma. Manteniendo la boca cerrada no se ven los dientes rotos: y si no se ven, no existen.
El desastre comenzó con la muerte de la madre de Agatha. Clara, la posesiva Clara, falleció de repente. La escritora, deprimidísima, se fue a la mansión familiar a poner orden: y allí, claro está, la atrapó el caos. Era la casa de la infancia, pero ahora desierta, destrozada, con los techos cayéndose, las habitaciones clausuradas y los salones llenos de los trastos polvorientos que algún muerto usó. El egoísta Archie, a quien desagradaban todo tipo problemas, se trasladó a vivir a su club de Londres; y sólo apareció, unos meses después, para decir que se había enamorado de una tal Nancy Neele, una señorita con la que jugaba al golf, y que se quería separar. Ése fue el golpe final.
Agatha desapareció la noche del 3 de diciembre de 1926. Salió de la vieja mansión familiar conduciendo su coche a eso de las once; el vehículo fue encontrado horas después en mitad de un terraplén, no muy lejos de casa, con las puertas abiertas y el abrigo y la maleta de Agatha. Pero a ella parecía habérsela tragado la tierra. Por entonces ya era una escritora famosa; su desaparición dio lugar a todo tipo de especulaciones. Unos dijeron que había muerto (o que había sido asesinada), otros que se había escapado con un hombre, muchos pensaron que se trataba de una maniobra publicitaria o de una extravagante broma de la escritora, que intentaba demostrar así, de manera práctica, la viabilidad de alguna de sus tramas novelísticas: el modo de desaparecer sin dejar huella.
La encontraron once días después, el 14 de diciembre, en el hotel Hydropathic de Harrogate, un balneario muy decente. Fue a la hora de cenar; cuando Agatha bajó de la habitación para ir al comedor, Archie, avisado por la policía, se acercó a ella. La escritora le miró como quien no acaba de reconocer la cara del portero, pero le permitió graciosamente que le acompañara hasta la mesa. Había perdido por completo la memoria (había huido, se había fugado de sí misma); llevaba diez días instalada en ese hotel, tomando los baños, jugando a las cartas con los otros huéspedes y comentando con ellos el extraño caso de la escritora desaparecida. Se había registrado con el nombre patético de Theresa Neele (el mismo apellido de su rival golfista) y el día 11 de diciembre, preocupada al ver que no recibía ninguna correspondencia, insertó un anuncio en el diario The Times: «Amigos y parientes de Theresa Neele, pónganse en contacto con ella. Hydropathic Hotel, Harrogate». Naturalmente, no recibió ninguna respuesta.
En su gruesa autobiografía no aparece ninguna referencia a este episodio: le debía de asustar demasiado. Tampoco hay ninguna mención a Nancy Neele. De hecho, no llegó a hablar en público en toda su vida del extraño asunto de su amnesia. Recibió ayuda psiquiátrica y, con el tiempo, fue reconstruyendo lo sucedido: pero al parecer nunca recuperó por completo la memoria de aquellos días. En los libros de Christie jamás queda una pista por aclarar, un eslabón por engarzar, una pieza por encajar; pero pese a todos sus desvelos, pese a esos conjuros literarios con los que intentó protegerse de la fatalidad, en la vida real sí se produjo una ausencia, un borrón, una fisura. Siempre tuvo que arrastrar dentro de sí esas horas sin recuerdo, ese agujero negro en donde anidaban su miedo y su locura, o lo que la gente llama locura, que tal vez consista en un agudo terror a no ser, en el desentendimiento del mundo y de uno mismo.
En los seis libros serios que Agatha escribió con el seudónimo de Mary Westmacott aparece insinuada esta inquietante intuición de que la realidad es discontinua. Son unas novelas sentimentales sin trama policiaca y con un estilo llano y poco cuidado, pero la escritora consideraba que eran lo mejor de su producción. Ausente en primavera, la obra preferida de Agatha, narra precisamente la crisis de una mujer convencional, burguesa y en apariencia feliz, que súbitamente comprende que su existencia no es lo que ella creía que era. O sea, que advierte de pronto las fisuras 
del mundo, esos desgarrones de la realidad que Agatha estaba tan empeñada en remendar. Y en ocultar: porque Agatha Christie se pasó la vida ocultando cosas, disimulando defectos, alterando virtudes, construyendo de sí misma un conmovedor personaje imaginario. De hecho, fue una gran farsante, una sutilísima impostora. Fingía, por ejemplo, un aspecto de completo y sereno dominio sobre la existencia, incluso de frialdad y desapego, cuando en realidad era una mujer llena de fuego y de terrores. Aparentaba no darle ninguna importancia a su literatura y considerarla un divertimento modestísimo, pero era una escritora de vocación intensa que luego defendía sus obras fieramente. Falsificaba su sonrisa sin dientes y a partir de los sesenta y tres años intentó evitar que le hicieran más fotos: le desasosegaba verse como era, su imagen mudable y progresivamente envejecida, y no la pulcra y estática imagen de gran dama que cultivaba en sus retratos publicitarios. Y todo el mundo la tenía por una señora muy decente y servicial, pero en realidad se pasó la vida inventando maneras de asesinar al prójimo: sus novelas se gestaban siempre así, imaginando primero una forma nueva de matar, un crimen perfecto.
Fue tan hábil y persistente Agatha en el cultivo de los diversos fingimientos que probablemente se engañó a sí misma y desde luego llegó a confundir a sus biógrafos. Janet Morgan, por ejemplo, que escribió un buen libro sobre Christie, dice de ella que no era una persona intelectual (aunque con ochenta años Agatha aún leía y comentaba agudamente a gentes como Marcuse, Chomsky, Freud, Jung, Moore, Wittgenstein o Dunne) y que era una señora convencional y provinciana: dos adjetivos que parecen bastante inapropiados para definir a una mujer aventurera que amaba viajar y viajó mucho, capaz de vivir durante meses en una tienda de campaña en el desierto de Siria o de casarse en segundas nupcias con un hombre quince años más joven que ella. Y todo esto en una época y un medio social en donde tal comportamiento tenía un elevado coste: por ejemplo, dada su 
situación irregular de divorciada y recasada, Agatha no pudo presentar a su hija en la corte. La adolescente Rosalind tuvo que ser llevada a su primer baile de palacio por unos amigos másdecentes, mientras Christie se quedaba en casa y se vengaba anotando ideas para una posible novela sobre unos bailes de debutantes «cuyas madres van muriendo en rauda sucesión».
En donde no hay ningún fingimiento es en el gusto por la vida que Agatha tenía, en su pasión, en su regocijante capacidad para ser feliz. Basta con leer Ven y dime cómo vives, un delicioso librito autobiográfico, para apreciar la sustancial humanidad de la escritora, para ver cómo corre la sangre por sus venas y cómo la existencia cotidiana puede ser una gloria. Christie escribió Ven... durante la Segunda Guerra Mundial, llena de nostalgia por la ausencia de su marido, y en sus páginas recrea las expediciones arqueológicas a Siria que hicieron ella y su esposo Max Mallowan en los años treinta. El libro en realidad es una prueba de amor, de amor a la vida y a su Max, con quien se casó teniendo ella cuarenta años y él veinticinco, y de quien sólo le separó la muerte, cuarenta y cinco años más tarde. Es probable que la imaginativa y siempre bien dispuesta Agatha adornara su convivencia con Max añadiéndole brillos inexistentes, pero aun rebajando cautelarmente la intensidad de la historia se diría que este matrimonio fue uno de los grandes logros de su vida, una relación llena de humor, de complicidad y de aventura. Y tal vez el arqueólogo Mallowan mostrara su amor por ella envejeciendo, como lo hizo, muy deprisa, y deteriorándose físicamente de tal modo que apenas si sobrevivió un par de años a su mujer (aunque se volvió a casar en el entretanto).
La Agatha Christie que aparece reflejada en Ven y dime cómo vives es la que a mí más me gusta: extravagante, glotona y divertida, sentada en su bastón-silla en las excavaciones arqueológicas, sus abundantes carnes embutidas en un digno traje de seda y florecitas que resulta incongruente en mitad del desierto. Es la misma insospechada Agatha que, para comprar una bañera, se metía con abrigo y sombrero dentro de la que había en el escaparate de la tienda, porque esas cosas había que probarlas previamente. O la Agatha que, al igual que su alegre y vividor padre, derrochó su dinero hasta el punto de atravesar por complicados apuros económicos. Es esa mujer, en fin, capaz de sentarsea las ocho de la mañana en una colina de minúsculas flores amarillas, en la frontera de Turquía, y embeberse en la contemplación de las azulosas montañas del horizonte: «Se trata de uno de esos momentos en los que da gusto estar vivo», escribiría quince años después recordando la escena. Y es que Agatha pertenecía a ese tipo de personas que saben que la verdadera sustancia del vivir reside en instantes como ése.
Agatha Christie comenzó su extensa e interesante autobiografía en 1950, a los sesenta años, mientras acompañaba a su marido en las excavaciones de Nimrud (Irak), y la terminó en su casa de Wallingford quince años después. En un emocionante epílogo dice que pone punto final a sus memorias «porque ahora, alcanzados los setenta 
y cinco años, parece el momento adecuado para detenerse. En lo que a la vida respecta, esto es todo lo que hay que decir». Agatha, que había sufrido muy de cerca la vejez senil de sus abuelas, tenía miedo de un final semejante: «Probablemente viviré hasta los noventa y tres, volveré loco a todo el mundo con mi sordera [...] me pelearé violentamente con alguna paciente enfermera y la acusaré de envenenarme [...] y causaré molestias sin fin a mi desgraciada familia», dice en el epílogo. En realidad vivió hasta los ochenta y cinco y su última novela la publicó un año y medio antes de morir, aunque tuvo que ser muy retocada por los editores. En esos meses finales cumplió su propia maldición y fue perdiendo progresivamente la cabeza. Desbarraba y se cortaba desordenados mechones de sus cabellos, de los que había estado muy orgullosa. Se negó a aceptar una enfermera y el envejecido Max tuvo que instalarse en un sillón junto a ella de manera perpetua. Ella, que siempre había luchado tanto por conservar el control, que siempre había huido del terror interior y de las tinieblas, fue atrapada al fin por el perseguidor. Tal vez todos llevemos dentro a nuestro propio perseguidor; tal vez termine siempre por atraparnos; tal vez conocer esto, y no asustarse, sea el secreto mismo de la existencia.
BIBLIOGRAFÍA
Agatha Christie, una autobiografía, Editorial Molino.
Ven y dime cómo vives, Agatha Christie Mallowan, Colección Andanzas, Tusquets Editores.
Agatha Christie, Janet Morgan, Grandes Biografías, Ultramar.
Agatha Christie, Gillian Gill, Espasa Calpe.
Las novelas de Mary Westmacott en Grijalbo.
Las novelas policiacas en Editorial Molino.

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