A Amoz Oz le preguntan si su mujer fue modelo
como Hana en querido Mijaíl, si su casa esta tan sucia como la de la tercera
historia, quién es el joven del mismo mar, que hay del lio de fondo en conocer
a mi mujer… Los periodistas creen que siempre escribe autobiográfico, pero él
lo que hace es tratar con sus palabras un discurso verdadero. Hacen un análisis
psicológico de su persona. Quieren arrebatar al poeta lo que quiere decir,
descubrir su ideología o su lección moral, su opinión política. Quieren que el escritor
les de algo tangible que poner en el titular, algo con los pies en la tierra,
frases como “el poder corrompe”, “el amor triunfa” “los políticos dirigentes
son corruptos o las minorías desprotegidas” Buscan las vacas sagradas del
último libro. Quieren una historia real detrás del relato ficticio,
chismorreos, chismes. Husmean en ti, de lo que te ha pasado realmente y lo que
no cuenta en las novelas, quién se ha acostado con quién, cuantas veces, dónde...
Buscan al Shakespeare enamorado, las confesiones de Saramago… No les interesa
tu literatura sino tu persona. Tira las uvas a la basura y se queda solo con
las pepitas. Les satisface que Dostoievski fuera sospechosos de retener ancianas
y asesinarlas, que Nabokov tuviera relaciones sexuales con menores y que Kafka
sea sospechoso de un proceso político. Quieren que el escritor quema controles,
buscan lo que Sófocles hizo a sus padres y sus complejos, buscan el espacio que
hay entre el escritor y lo que ha escrito pero lo que hay que buscar es el
terreno entre lo que ha escrito y el lector. Se equivocan buscando datos del
escritor. No me preguntéis si se basa en hechos reales, pregúntate por tus
propias circunstancias y como el libro te ha cambiado. Y la respuesta guárdatela
para ti. Al dar historia de la literatura hablamos de la vida de los autores que
nos condiciona cuando leemos sus textos. Es fácil asociar lo que cuentan con la
autobiografía. Dar por sentado que algo de lo escrito ha pasado en la vida del
autor, ¿qué hay de verdad en lo que cuenta?
En el mismo mar aparece el propio autor porque es
una historia autobiográfica. El carpintero se ahorca en la novela el mismo mar.
La madre de este autor se suicidó también. En la novela a un hombre del servicio
secreto de Israel se le muere la mujer. Ha convivido con alguien que no conoce,
aunque tenga a esa persona al lado. Es una novela construida a través de
poemas. Lo normal es que haya un narrador en primera o tercera persona. Esto le
permite que haya muchos narradores. Cada voz poética es un narrador distinto y
hay unas 150 voces. Un hombre acaba de quedarse viudo y es un asesor fiscal
medio jubilado, sigue trabajando. Su hijo va al Nepal en plan mochilero. Va a
Bangladesh y le escribe una postal al padre y a su novia que vive con el padre.
Queridos
papá y Dita, en la otra cara de la postal podéis ver una foto de tres árboles y
una piedra.
La piedra
es la lápida de una joven llamada Irene, la hija de Dafne y del mayor Geoffrey
Homer.
¿Quiénes
eran esos Homer? ¿Por qué vinieron? ¿Qué buscaban aquí?
Nadie de
este pueblo de pescadores lo recuerda ya.
Nadie puede
explicar tampoco por qué aparece eso en una postal. ¿Se establecieron aquí o
estaban de
paso? Raspé
con una navaja el viejo musgo de la piedra y vi que había muerto de malaria a
los veinte
años, en el
verano de 1896: han pasado cien años. ¿Seguirían sus padres mintiéndole aquella
tarde,
seis horas
antes de morir, diciendo que estaba mejorando, que seguro que en dos días se
pondría
bien? ¿Y
qué le pasaría por la cabeza cuando, de pronto, aún delirando de fiebre, volvió
en sí un
momento,
como una cierva en una trampa, e interceptó una mirada entre ellos y de repente
comprendió que
eso era su muerte, que habían perdido la esperanza, ellos y el médico,
pero se
apiadaban de ella y le mentían diciéndole que la fiebre estaba bajando y mañana
estaría
mejor? ¿Les
susurraría que era suficiente, que dejaran ya las farsas?
¿O se
compadecería de ellos y hasta el final intentaría fingir que creía la mentira que
el llanto de su
madre
contradecía en silencio? Y cuando tuvo convulsiones en la tienda a la luz de la
lámpara y
murió a las
cuatro de la madrugada, ¿quién le limpiaría el último sudor de la frente?
¿Quién saldría
primero y
quién se quedaría con ella un poco más en la penumbra de la tienda?
¿Al
amanecer el mayor Geoffrey se obligaría a afeitarse?
¿Y su madre? ¿Le
ofrecería alguien un paño empapado en valeriana? ¿A causa del calor enterrarían
a
la difunta
esa misma mañana o esperarían al atardecer?
¿Y cómo y
adonde se irían después? ¿De inmediato? ¿Al día siguiente? ¿Y cómo permanecería
el
bosque
alrededor de la tumba toda esa primera noche después de que se fueran?
Cien años
han pasado, en consecuencia el dolor ya es menor: ¿Quién sentirá dolor? Me
pregunto si
habrá aún
en el mundo algún peine viejo, alguna lima o algún prendedor de nácar de esa
tal Irene. Tal
vez en el
cajón de alguna cómoda de nogal olvidada o en algún húmedo desván en alguna
zona de
Wiltshire.
¿Y quién querría cuidar de sus cosas, si es que aún quedara alguna? ¿Y para
qué?
Sólo yo,
que no tengo ninguna fotografía ni sé nada de ella, estuve ayer triste por esa
tal Irene.
Un momento.
Después pasó. Me comí un pez a la brasa con arroz y me dormí. Hoy estoy bien. No
hay de qué
preocuparse.
FRAGMENTOS DE HISTORIA DE AMOR Y OSCURIDAD
AMOS OZ
Nací y crecí en un piso muy
pequeño, de techos bajos y unos treinta metros cuadrados: mis padres dormían en
un sofá cama que ocupaba su habitación casi de pared a pared cuando lo abrían
por las noches. Por la mañana temprano plegaban el sofá sobre sí mismo,
escondían la ropa de cama en la oscuridad del cajón de abajo, daban la vuelta
al colchón, cerraban, empujaban, lo cubrían con una funda gris clara y unos
cuantos cojines bordados de estilo oriental, ocultando cualquier rastro de su
sueño nocturno. Así pues, su habitación servía de dormitorio, estudio,
biblioteca, comedor y salón.
Enfrente de esa habitación estaba mi cuarto, era pequeño y
verdoso, y la mitad del espacio estaba ocupado por un armario barrigudo. Un
pasillo oscuro, estrecho, bajo y algo sinuoso, parecido a un túnel hecho por
presidiarios, unía la cocina y el retrete con las dos pequeñas habitaciones.
Una débil bombilla encerrada en una jaula de hierro derramaba sobre el pasillo,
también durante el día, una luz turbia. Había sólo una ventana en la habitación
de mis padres y otra en la mía, las dos protegidas por contraventanas de
hierro, las dos guiñaban a su manera para intentar mirar hacia oriente, pero
sólo veían un ciprés polvoriento y una tapia de piedra sin tallar. Por una
ventanilla enrejada, nuestra cocina y nuestro retrete veían un pequeño patio de
presos rodeado de altos muros y con el suelo de cemento, un patio donde, sin un
solo rayo de sol, agonizaba un pálido geranio plantado en una lata de aceitunas
oxidada. En los alféizares de las ventanas había siempre frascos cerrados con
pepinillos en vinagre y también un desdichado cactus dentro de un florero que
se había roto y hacía de maceta.
Era un piso soterrado: el bajo del edificio excavado en la ladera
de un monte. Ese monte era nuestro vecino, un inquilino recio, introvertido y
silencioso, un monte viejo y melancólico que hacía vida de soltero y mantenía
siempre un silencio absoluto. Era un monte adormecido, invernal, que nunca
arrastraba muebles ni tenía invitados, no alborotaba ni molestaba, pero a
través de las dos paredes que compartíamos con él se filtraba siempre, como un
ligero y persistente olor a moho, el frío, la oscuridad, el silencio y la
humedad de ese melancólico vecino.
Y por eso, a lo largo de todo el verano, un poco de invierno se
quedaba en casa.
Las visitas decían: qué bien se está aquí los días de bochorno,
está tan fresco y tan tranquilo, ¿pero cómo os las arregláis en invierno? ¿No
traspasa la humedad? ¿No es un poco deprimente vivir aquí en invierno?
Las dos habitaciones, el hueco de la cocina, el retrete y sobre
todo el pasillo eran oscuros. Los libros llenaban toda la casa: mi padre sabía
leer en dieciséis o diecisiete idiomas y hablar en once (todos con acento
ruso). Mi madre hablaba cuatro o cinco lenguas y leía en siete u ocho. Entre
ellos conversaban en ruso y en polaco cuando querían que yo no los entendiera
(casi siempre querían que no los entendiera. Una vez mi madre se confundió y
dijo delante de mí «semental» en hebreo en vez de en algún otro idioma,
entonces mi padre la regañó y le gritó en ruso: Shto se
taboy! Videsh maltzik riadom se nami!). Por cultura
leían sobre todo en alemán y en inglés, y por supuesto por la noche soñaban en
yiddish. Pero a mí me enseñaron única y exclusivamente hebreo: quizá temían que
si aprendía otros idiomas también yo quedaría expuesto a la seducción de la
espléndida y mortífera Europa.
En la escala de valores de mis padres, cuanto más occidental fuera
algo, más culto resultaba: Tolstói y Dostoievski eran afines a su alma rusa,
pero creo que Alemania –a pesar de Hitler– les parecía más ilustrada que Rusia
o Polonia, y Francia más que Alemania. Inglaterra estaba para ellos por encima
de Francia. En cuanto a América, no estaban muy seguros: allí disparaban a los
indios, saqueaban trenes correo, buscaban oro y cazaban chicas.
Europa era para ellos una tierra segura y prohibida, un lugar
anhelado de campanarios y plazas pavimentadas con antiguas baldosas de piedra,
de tranvías, puentes y torres de iglesia de pueblos remotos, aguas termales,
bosques, nieve y prados.
Las palabras «cabaña», «prado», «pastora de ocas» me fascinaron
durante toda mi infancia. Tenían el aroma sensual de un mundo auténtico,
alejado de los polvorientos tejados de uralita, de los montones de chatarra,
los cardos y los áridos terraplenes de una Jerusalén asfixiada por el yugo del
verano abrasador. Bastaba con susurrar «prado» para oír el mugido de las vacas
con pequeñas campanas al cuello y la corriente de los arroyos. Con los ojos
cerrados veía a la pastora de ocas descalza, que me parecía sexy hasta la
locura aun antes de saber nada.
Al cabo de los años supe que la Jerusalén bajo el Mandato
Británico, en los años veinte, treinta y cuarenta, era una ciudad culturalmente
fascinante; había grandes comerciantes, músicos, intelectuales y escritores:
Martin Buber, Gershon Scholem, Agnón y otros muchos investigadores y artistas
importantes. A veces, cuando pasábamos por la calle Ben Yehuda o por la avenida
Ben Maimón, mi padre me susurraba: «Mira, por ahí va un intelectual de
renombre». Yo no sabía a qué se refería. Creía que el renombre tenía que ver
con una enfermedad de las piernas, pues muchas veces se trataba de un anciano,
cuyo bastón le precedía tanteando la calle y cuyas piernas vacilaban
ligeramente, vestido incluso en verano con un grueso traje de lana.
La Jerusalén que mis padres admiraban estaba lejos de nuestro
barrio: estaba en la verde Rehavia llena de sonidos de piano, en los tres o
cuatro cafés con lámparas doradas de la calle Yafo y Ben Yehuda, en las salas
del YMCA y en el hotel Rey David, donde judíos y árabes amantes de la cultura
se reunían con británicos amables e instruidos, por donde pululaban señoras
fantásticas de largos cuellos vestidas de fiesta del brazo de señores con
trajes claros, donde se mezclaban ingleses liberales con judíos cultos y árabes
ilustrados, donde se organizaban recitales, bailes, jornadas literarias,
recepciones y refinadas charlas artísticas. Es posible que esa Jerusalén de
lámparas y recepciones sólo existiera en los sueños de los habitantes de Kerem
Abraham, bibliotecarios, maestros, funcionarios y encuadernadores. Sea como
fuere, no estaba en nuestro entorno. Kerem Abraham, nuestro barrio, pertenecía
a Chéjov.
Al cabo de los años, cuando leí a Chéjov (traducido al hebreo),
tuve la certeza de que él era uno de los nuestros: el tío Vania vivía justo
encima de nosotros, el doctor Samuilenko se agachaba y me tocaba con sus anchas
y fuertes manos cuando tenía anginas o difteria, Ibaski, con sus eternas
migrañas, era primo segundo de mi madre, y los sábados por la mañana íbamos a
oír a Trigorin en la Casa del Pueblo.
En nuestro barrio había rusos de todo tipo: había muchos
tolstoianos. Algunos de ellos hasta parecían el propio Tolstói. Cuando vi por
primera vez el retrato de Tolstói en una fotografía sepia en la contracubierta
de un libro, estaba seguro de haberlo visto ya muchas veces por el barrio,
paseando por la calle Malaquías o por la cuesta de la calle Abdías, con la
cabeza descubierta, una barba canosa al viento, solemne como el patriarca
Abraham, los ojos centelleantes, un palo en la mano que hacía de bastón y una
camisa de campesino por encima de los pantalones anchos, atada con una tosca
cuerda a la cintura.
Los tolstoianos del barrio (mis padres los llamaban tolstoishtzikim) eran todos
vegetarianos fanáticos, querían arreglar el mundo, se preocupaban por la moral,
estaban en profunda sintonía con la naturaleza, amaban a toda la humanidad, a
cualquier ser vivo, estaban llenos de ardor pacifista y anhelaban la vida pura
y sencilla; todos deseaban una vida campestre y volver a trabajar la tierra en
el seno de los campos y los huertos. Pero ni siquiera conseguían cuidar bien
sus pequeñas macetas: o bien las regaban tanto que las plantas se morían, o
bien se olvidaban de regarlas. Puede que fuera culpa del malintencionado
Mandato Británico, que solía echar cloro en nuestra agua.
Algunos eran tolstoianos salidos directamente de una novela de
Dostoievski: atormentados, charlatanes, agobiados por las pasiones, carcomidos
por los ideales. Pero todos, tanto los tolstoianos como los dostoievskianos,
trabajaban para Chéjov en Kerem Abraham.
Normalmente llamábamos al mundo «el gran mundo», pero también
tenía otros apellidos: Civilizado. Exterior. Libre. Hipócrita. Yo lo conocía
casi únicamente por la colección de sellos: Dantzig. Bohemia y Moravia.
Bosnia-Herzegovina. Ubangi-Shari. Trinidad y Tobago. Kenia-Uganda-Tanganika. El
Mundo entero estaba lejos, era atractivo y enigmático, pero muy peligroso y
hostil para nosotros: no quieren a los judíos porque son perspicaces, astutos y
sobresalientes pero también escandalosos y jactanciosos. No les gusta lo que
hacemos aquí, en Eretz Israel, porque nos envidian hasta por un trozo de tierra
cenagosa, pedregosa y desértica. Allí, en el mundo, todas las paredes estaban
cubiertas de frases difamatorias, «Judío, vete a Palestina», y nos fuimos a
Palestina, y ahora el mundo nos grita: «Judío, sal de Palestina».
No sólo el Mundoentero, también Eretz Israel estaba lejos: en
algún lugar, más allá de las montañas, estaba surgiendo una nueva raza de
judíos heroicos, una raza bronceada y robusta, silenciosa y eficiente,
completamente distinta al judío de la diáspora, completamente distinta a los
habitantes de Kerem Abraham. Chicos y chicas pioneros, bronceados, curtidos y
silenciosos, que habían logrado convertir la oscuridad de la noche en un
aliado, y que también en las relaciones entre el hombre y la mujer habían
superado ya todas las inhibiciones. No se avergonzaban de nada. El abuelo
Alexander dijo una vez: «Creen que en el futuro será muy fácil, el chico
sencillamente podrá acercarse a la chica y pedírselo sin más, y puede que las
chicas ni siquiera esperen a que el chico lo pida, puede que ellas mismas se lo
pidan a los chicos, como se pide un vaso de agua». El miope tío Betzalel dijo
con rabia contenida: «¿Pero no es un acto bolchevique de primer orden acabar
así con todo el secreto y el misterio? ¿Anular así cualquier sentimiento?
¿Convertir toda nuestra vida en un vaso de agua templada?». El tío Nehemías,
desde su rincón, soltó de repente dos versos que me parecieron un bramido
desesperado: «Ay, el camiiino me resulta tan laaargo, el sendero se hace
sinuoso y huuuye, ay, madre, yo me pongo en marcha pero tú estás leeejos, más
cerca de mí está la luuuna...». Y la tía Tzipora, en ruso: «Bueno. Ya está
bien. ¿Es que os habéis vuelto todos locos? ¡No veis que el niño os está
escuchando!». Y entonces pasaron al ruso.
,mmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmm
Al otro lado de las montañas
oscuras estaba también la Tel Aviv de entonces, un lugar tumultuoso de donde
nos llegaban los periódicos, las noticias sobre teatro, ópera, ballet, cabaret
y arte moderno, los partidos políticos, ecos de agitadas discusiones y también
retazos de vagos chismorreos. Allí, en Tel Aviv, había grandes deportistas. Y
también había mar, y todo el mar estaba lleno de judíos bronceados que sabían
nadar. ¿Quién sabía nadar en Jerusalén? ¿Quién había oído hablar nunca de
judíos nadando? Tenían genes completamente distintos. Una mutación. «Como el
milagro de una mariposa nacida de un gusano.»
Había algo mágico, misterioso y especial en la palabra «Telaviv».
Cuando alguien decía «Telaviv», de inmediato me imaginaba a un chico fuerte en
camiseta de trabajo azul, bronceado, ancho de espaldas,
poeta-obrero-revolucionario, un chico sin miedo, del tipo llamado «hebreman»,
con el pelo rizado, la visera coquetamente ladeada, fumándose un cigarro
Matosian, un ciudadano del mundo: durante el día trabajaba duro pavimentando o
asfaltando, por la tarde tocaba el violín, por la noche bailaba con las chicas
o les cantaba canciones melancólicas sobre la arena, a la luz de la luna y, al
amanecer, sacaba del escondrijo una pistola o una ametralladora y se escabullía
en la oscuridad para defender los campos y las casas.
¡Qué lejos estaba Tel Aviv! Durante toda mi infancia no estuve allí
más de cinco o seis veces: íbamos a pasar las fiestas con las tías, las
hermanas de mi madre. En aquella época, no sólo la luz de Tel Aviv era
diferente de la de Jerusalén, mucho más de lo que lo es hoy; incluso la ley de
la gravedad era completamente distinta. En Tel Aviv se caminaba de otra forma:
se saltaba, se flotaba, como Neil Armstrong en la luna.
En Jerusalén se caminaba siempre como en un entierro, o como
cuando se llega tarde a un concierto: primero se apoya la punta del zapato y se
tantea con cuidado el terreno. Después, cuando ya se ha plantado el pie, se
espera un poco antes de volver a levantarlo: después de dos mil años hemos
encontrado una pizca de suelo que pisar en Jerusalén y no renunciaremos a ella
tan rápidamente. Si levantáramos el pie, al instante vendría alguien y nos
quitaría nuestro pedazo de suelo, nuestro bien más preciado. Por otra parte, si
ya has levantado el pie, no debes apresurarte a volver a plantarlo: quién sabe
qué nido de víboras habrá allí, al acecho, tramando y conspirando. Además,
durante miles de años hemos pagado con sangre nuestra precipitación, una vez
tras otra hemos caído en manos del enemigo por haber plantado el pie sin
comprobar antes dónde lo poníamos. Ésa, más o menos, era la forma de caminar en
Jerusalén. ¡Pero Tel Aviv era otra cosa! Toda la ciudad era un saltamontes. Un
constante fluir de personas, casas, plazas, brisa marina, arena, avenidas y
hasta de nubes en el cielo.
MMMMMMMMMMMMMMMMMMM LA ABUELA
A menudo los hechos amenazan a
la verdad. Una vez escribí acerca del verdadero motivo de la muerte de mi
abuela: mi abuela Shlomit llegó a Jerusalén directamente desde Vilna un
caluroso día de verano del año 1933, lanzó una mirada de asombro a los zocos
sudorosos, a los puestos multicolores, a las bulliciosas callejuelas llenas de
gritos de buhoneros, rebuznos de burros, balidos de cabras, chillidos de pollos
estrangulados y atados por las patas, y cuellos desangrándose de aves
degolladas, vio los hombros y los brazos de los hombres mizrajíes y los
escandalosos colores de las frutas y verduras, vio las montañas de los
alrededores y las cuestas pedregosas, y al instante pronunció la definitiva
sentencia: «El Levante está lleno de microbios».
Mi abuela estuvo viviendo en Jerusalén unos veinticinco años, vio
momentos difíciles y algunos buenos, pero no suavizó ni cambió su sentencia
hasta el último día de su vida. Dicen que al día siguiente de su llegada a
Jerusalén le ordenó a mi abuelo lo que le siguió ordenando durante todos los
días que vivieron en la ciudad, verano e invierno: levantarse cada mañana a las
seis o seis y media, rociar bien con insecticida cada rincón de la casa para
acabar con los microbios, rociar debajo de la cama, rociar detrás del armario,
y también en el empotrado y entre las patas del aparador, y después sacudir todos
los colchones, la ropa de cama y las almohadas. Desde pequeño recuerdo a mi
abuelo Alexander en el balcón al amanecer, en camiseta y zapatillas, sacudiendo
con todas sus fuerzas la ropa de cama, como Don Quijote atacando los odres de
vino: levantaba la raqueta y la dirigía una y otra vez contra la ropa con toda
la furia de su desgracia o su desesperación. Mi abuela Shlomit se quedaba unos
pasos por detrás de él, era más alta, con una bata de seda estampada abrochada
hasta el cuello, el cabello recogido con una cinta verde en forma de mariposa,
y, erguida y tiesa como la directora de un distinguido internado para
señoritas, supervisaba el campo de batalla hasta alcanzar la victoria diaria.
En el marco de su eterna guerra contra los microbios, mi abuela se
habituó sin contar con nadie a hervir frutas y verduras. Frotaba el pan
repetidamente con un paño húmedo impregnado de una solución química
desinfectante de color rosáceo llamada Kali. Después de cada comida no fregaba
los cacharros sino que, como se hacía durante los preparativos de Pésaj, los
hervía durante más de una hora. E incluso a sí misma se hervía mi abuela tres
veces al día: en verano y en invierno solía tomar tres baños casi hirviendo
para eliminar los microbios. Vivió muchos años, los piojos y los virus
mantenían las distancias y, nada más verla, se cambiaban de acera; cuando tenía
más de ochenta años, tras dos o tres ataques al corazón, el doctor Kromholtz la
previno: Querida señora, si no deja sus baños abrasadores no me hago
responsable de lo que le pueda ocurrir.
Pero mi abuela no podía prescindir de sus baños. El terror a los
microbios era demasiado grande. Murió en la bañera.
Su ataque al corazón fue un hecho.
MMMMMMMMMMMM SOLDADO
Al final de la Segunda Guerra
Mundial, el patio de la casa Finn fue cercado por una alta alambrada y
oficiales italianos, prisioneros de guerra, fueron encarcelados en el edificio
y en el patio de alrededor. Nosotros nos colábamos allí al atardecer para
provocar a los prisioneros y burlarnos de ellos con muecas y gestos: Bambino!
Bambino! Buongiorno, bambino!, nos gritaban los
italianos con alegría, y nosotros les contestábamos: Bambino!
Bambino! Il duce morte! Finito il duce! A veces les
gritábamos: «¡Viva Pinocho!», y a través de las vallas y a través de los
abismos de la lengua extranjera, la guerra y el fascismo, volvía siempre a
nosotros, como la segunda parte de una antigua consigna, el grito: «¡Geppetto!
¡Geppetto! ¡Viva Geppetto!».
A cambio de los caramelos, los cacahuetes, las naranjas y las
galletas que les arrojábamos por encima de la alambrada, como a los monos en el
zoológico, algunos nos daban sellos italianos o nos enseñaban de lejos
fotografías familiares con mujeres sonrientes y niños muy pequeños momificados
dentro de trajes, niños con corbata, niños con chaqueta, niños de nuestra edad
con el pelo moreno bien peinado y con un flequillo resplandeciente de tanta
brillantina que llevaban.
Un prisionero me enseñó una vez, desde detrás de la alambrada, a
cambio de un chicle envuelto en papel amarillo, una foto de una mujer gorda
desnuda, sin nada de ropa salvo unas medias de nailon y un liguero. Estuve un
rato mirándola sin moverme, como alcanzado por un rayo, con los ojos como platos,
mudo de espanto, como si en Yom Kippur, en la sinagoga, de repente alguien se
levantara y gritara el Nombre Inefable, y al rato me di la vuelta y huí de allí
corriendo como un loco, consternado, afectado, acongojado. Tenía cinco o seis
años y salí corriendo como perseguido por los lobos, corrí sin parar y no pude
escapar de aquella imagen hasta los once años y medio más o menos.
MMMMMMMM MUERTE de su MADRE
Una semana antes de su muerte, mi madre mejoró de improviso. Las nuevas pastillas para dormir que le recetó el nuevo médico hicieron maravillas en una noche. Al atardecer, mi madre se tomó dos de esas pastillas y a las siete y media de la tarde se durmió vestida en mi cama, que había pasado a ser la suya, y estuvo durmiendo casi un día entero, hasta las cinco de la tarde del día siguiente, entonces se levantó, se duchó, bebió algo y quizá volvió a tomarse al atardecer una o dos pastillas más, porque de nuevo se quedó dormida a las siete y media de la tarde y estuvo durmiendo hasta por la mañana, y por la mañana, cuando mi padre se levantó para afeitarse, exprimir dos vasos de zumo de naranja y calentarlos un poco, para que estuviesen templados, también se levantó mi madre, se puso una bata y un delantal, se peinó y nos preparó un desayuno de verdad, como antes de caer enferma, huevos fritos, ensalada, yogures y una cestilla con rebanadas de pan que mi madre sabía cortar muy finas, mucho más finas que las de mi padre, a las que ella llamaba cariñosamente «tarugos de madera».
De nuevo volvimos a sentarnos los tres a las siete de la mañana en
tres taburetes de enea alrededor de la mesa de la cocina cubierta por un hule
de flores, y mi madre empezó a hablarnos de un rico comerciante de pieles de su
ciudad, Rovno, un perspicaz judío que trataba incluso con viajantes de París y
Roma debido a una clase excepcional de piel, una piel llamada zorro de plata
que brillaba como la escarcha en una noche de luna.
Un día el comerciante se volvió un vegetariano convencido. Dejó en
manos de su suegro y socio el próspero negocio de pieles. Al cabo de un tiempo
se construyó una pequeña cabaña en el bosque, se fue de su casa y se instaló en
la cabaña, pues estaba apesadumbrado por los miles de zorros que los cazadores
mandados por él habían matado para fabricar pieles. Al final, el hombre
desapareció. Y cuando mis hermanas y yo queríamos asustarnos unas a otras, nos
tumbábamos en la alfombra a oscuras y empezábamos a imaginar, por turnos, cómo
ese hombre que una vez fue un rico comerciante de pieles ahora vagaba desnudo
por los bosques, tal vez enfermo de rabia, lanzando desde la espesura aullidos
de zorro que ponían los pelos de punta, y a todo aquel a quien la fatalidad le
hacía toparse en el bosque con el hombre zorro, al instante, a causa del
terror, se le ponía el cabello blanco.
Mi padre, a quien no le
gustaban nada esas historias, hizo una mueca y preguntó: Perdona, ¿qué es eso?
¿Una alegoría? ¿Una superstición? ¿O simplemente un cuento de niños? Pero, como
estaba muy contento por la mejoría de mi madre, hizo con la mano un gesto de
renuncia y dijo:
–Está bien.
Mi madre nos apremió para que no llegásemos tarde, él al trabajo y
yo al colegio. Junto a la puerta de la calle, mientras mi padre se ponía las
botas de goma encima de los zapatos y yo luchaba con los guantes, me salió un
aullido de zorro tan largo y escalofriante que mi padre se estremeció y se
asustó, luego se recuperó y alzó la mano para darme una bofetada. Pero mi madre
se interpuso entre los dos, me apretó contra su pecho, me tranquilizó a mí y
también a él, sonrió y nos dijo:
–Es todo por mi culpa. Perdonadme.
Ése fue su último abrazo.
Nos fuimos en torno a las siete y media, mi padre y yo, sin cruzar
ni una palabra, pues mi padre estaba enfadado conmigo por aquel alarido
rabioso. Junto a la puerta del patio, él se dirigió hacia la izquierda, en
dirección al edificio Terra Sancta, y yo me fui hacia la derecha, al colegio
Tajkemoní.
¿Dónde comienza la memoria? Recuerdo un
zapato oloroso con una lengüeta cálida. Seria un par, pero solo recuerdo uno. Rígido
aun, con el efluvio de la piel nueva. Calzaba mi zapato nuevo de embriagante
olor. Parecía tan gracioso, extraño metido en aquel zapato. Alguien señaló con
el dedo y trajo una cámara de fotos. En casa no había. Recuerdo el pelo de hilo
y los ojos grandes, redondos y sorprendidos de aquel niño. La suela del zapato
era virgen, brillante, no había empezado a andar. El niño pálido ¿qué sentía? En
ese momento un placer desatado porque el público estaba concentrado solo en el
y se divertía con él, señalándole y con una atención exagerada. Pero a el le
costaba asimilar, estaba avergonzado por las risas. Le señalaban y se reían. Se
sentía desilusionado, con sus zapatos nuevos
(Su madre se suicida
cuando el tiene 13 años). Un maremoto
nos golpeaba a los tres, acercándonos, alejándonos, dejándonos a cada uno de nosotros
en una isla o playa desconocida. Estábamos muy cansados. Ese otoño lo vivimos
unidos y cerca como condenados en una misma celda. Mis padres no sabían que se decían
así mismo. “Si no paras me tomo las pastillas de mama y acabo con esto”, le
decía. Estábamos a mil años luz, o mejor dicho; mil años de oscuridad nos
separaban. Mi madre no sabia lo que sufría mi padre y mi padre no sabía la
tragedia de mi madre. Era una mañana de sábado, y mi madre se sentó apoyada e
un árbol, con las cabezas de mi padre y la mía entre sus piernas y nos acariciaba
a los tres. Hasta en ese momento la oscuridad nos separado.
(Con 15 años cambia su apellido y se va la
comuna de Kibbutz). En la
comuna vivía un experto en anarquismo ruso, un profesor cándido de mapai, y una
modista amante de la música clásica.
Dibujaba
los paisajes que recordaba de su pueblo antes de que fuera destruido. Había un
viejo que se sentaba solo y miraba a las chicas, había un ideólogo de 25 años mofándose
de todo por escrito y palabra. Una mujer se separó un poco el delantal. Esto era
el mundo visto por Chejov. Se acabó Kafka y Dostoievski y Hemingway y sus
mujeres misteriosas en las mentes de hombres sueltos con el humo de las
tabernas. El libro fue como la revelación de Copérnico, pero al revés; La
tierra no es el centro del universo sino un planeta más. El mundo escrito gira
en la mano del que escribe, en el lugar donde escribe. Donde estas tu está el
centro del universo. En la sala de consulta de la biblioteca abandonada tenía
guardado mi cuaderno para todo, de 40 hojas. El trazo plástico, el grifo de
agua tibia, eso era el centro.
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