David Grossman nace en Jerusalén
en el 54 y es el más joven de todos. Estudia filosofía y teatro en la
universidad hebrea. Se acerca al principio a la literatura infantil. En el 83
escribe su primera novela para adultos la sonrisa del cordero. Ha trabajado
para la radio estatal israelí. Fue despedido porque su cadena de radio no puso
como primera noticia la declaración de Josef Arafat reconociendo al estado de
Israel y protestó hasta que le echaron. Se enteró por la prensa que le habían
despedido. Ha sido traducido a muchos idiomas y ha recibido muchos premios. Sus
obras han sido llevadas al cine por directores israelís (alguien a quien comer,
libro de gramática interna o el chico zigzag y la sonrisa del cordero) El
teatro Baracaldo ha puesto ahora cuatro películas seguidas israelís. Es un
activista por la paz y en la segunda guerra del Líbano en 2006 dio una
conferencia de prensa cerca del campo de batalla. Los tres narradores israelís
son pacifistas. Pidió al gobierno que parara el fuego. Los israelís atacaban
desde ahí, e invaden la zona. Pide al gobierno israelí que deje la invasión y
pide el alto el fuego y las negociaciones. Su hijo mediano murió a los 20 años
en la guerra, dos días después de que estos tres escritores israelís
denunciaran la invasión de Israel. Su hijo fue alcanzado por un misil pues era
director de tanques. El escritor no vive en Jerusalén ni en Tel Aviv sino en un
pueblo a las afueras de Israel. Escribió la sonrisa del cordero en el 83, bésame
amor en el 86 (e la que aparece el personaje del polaco Bruno Schulz), el libro Gramática
interna en 2001, el chico zigzag en el 94, tu serás mi cuchillo en el 98,
llévame contigo en el 2002, la memoria de la piel 2003, y la vida entera, mas allá
del tiempo, delirio, el abrazo o gran cabaré. Todas están en castellano, en la
editorial Tusquets y Seix barral. Ha recibido el premio booker a la mejor
novela no inglesa en 2014. Es autor de los ensayos presencias ausentes, la
mente como forma de vida, la miel del león y escribir en la oscuridad
Cuenta que cuando su hijo dijo su
primera palabra, luz, estaba feliz porque el niño se hubiera desarrollado sano
y normal pero inquieto por el nuevo mundo al que el niño se enfrentaba al poder
nombrar las cosas. Sintió tristeza. Hay diferentes luces, la que se derrama en
el cristal del vaso, la que se desliza por la ventana y todas esas luces serán
olvidadas por el niño al disponer de una palabra para nombrarlas. Eran luces a
las que se disponía antes de poder nombrarlas. Es la importancia y la miseria
negativa del lenguaje. Las palabras son etiquetas que no reflejan y que nos
hacen olvidar la realidad. escribió una carta cuando su hijo murió en la guerra
del Líbano.
Carta de David Grossman a su hijo, muerto, Uri
Grossman
Mi querido Uri:
Hace tres días que
prácticamente todos nuestros pensamientos comienzan por una negación. No
volverás a venir, no volveremos a hablar, no volveremos a reír. No volverá a
estar ahí, el chico de mirada irónica y extraordinario sentido del humor. No
volverá a estar ahí, el joven de sabiduría mucho más profunda que la propia de
su edad, de sonrisa cálida, de apetito saludable. No volverá a estar ahí, esta
rara combinación de determinación y delicadeza. Faltarán a partir de ahora su
buen juicio y su buen corazón.
No volveremos a contar
con la infinita ternura de Uri, la tranquilidad con la que apaciguaba todas las
tormentas. No volveremos a ver juntos Los Simpson o Seinfeld, no volveremos a
escuchar contigo a Johnny Cash ni volveremos a sentir tu fuerte abrazo. No
volveremos a verte andar y charlar con tu hermano mayor, Yonatan, gesticulando
con ardor, ni volveremos a verte besar a tu hermana pequeña, Ruti, a la que
tanto querías.
Uri, mi amor, durante tu
breve existencia todos aprendimos de ti. De tu fuerza y tu empeño en seguir tu
camino, incluso aunque no tuviera salida. Seguimos, estupefactos, tu lucha para
que te admitieran en los cursillos de formación de jefes de carros de combate.
No cediste a la opinión
de tus superiores, porque sabías que podías ser un buen jefe y no estabas
dispuesto a dar menos de lo que eras capaz. Y cuando lo lograste, pensé: he
aquí un chico que conoce sus posibilidades de manera sencilla y lúcida. Sin
pretensión, sin arrogancia. Que no se deja influir por lo que dicen los demás
de él. Que saca la fuerza de sí mismo. Desde que eras niño, eras ya así.
Vivías en armonía contigo
mismo y con los que te rodeaban. Sabías cuál era tu sitio, eras consciente de
ser querido, conocías tus limitaciones y tus cualidades. Y, la verdad, después
de haber doblegado a todo el ejército y haber sido nombrado jefe de carros de
combate, se vio claramente qué tipo de jefe y de hombre eras. Y hoy oímos
hablar a tus amigos y tus soldados del jefe y el amigo, el que se levantaba
antes que nadie para organizar todo y que sólo se iba a costar cuando los otros
ya dormían.
Y ayer, a medianoche,
contemplaba la casa, que estaba más bien desordenada después de que cientos de
personas vinieran a visitarnos para ofrecernos consuelo, y dije: tendría que
estar Uri para ayudarnos a recoger.
Eras el izquierdista de
tu batallón, pero te respetaban porque mantenías tus posiciones sin renunciar a
ninguno de tus deberes militares. Recuerdo que me habías explicado tu
"política de controles militares" porque tú también habías pasado
bastante tiempo en esos controles. Decías que, si había un niño en el coche que
acababas de detener, lo primero que hacías era tratar de tranquilizarle y
hacerle reír. Y te acordabas de aquel niño, más o menos de la edad de Ruti, y
del miedo que le dabas, y lo que él te odiaba, con razón. Pese a ello, hacías
todo lo posible para facilitarle ese momento terrible, pero siempre cumpliendo
tu deber, sin concesiones. Cuando partiste hacia Líbano, tu madre dijo que lo
que más temía era el "síndrome de Elifelet". Teníamos mucho miedo
que, como el Elifelet de la canción, te lanzases en medio de los disparos para
salvar a un herido, de que fueras el primero en ofrecerse voluntario para el
reabastecimiento de las municiones largo tiempo agotadas. Temíamos que allí en El
Líbano, en esta guerra tan dura, te comportases como lo habías hecho toda la
vida en casa, en la escuela y en el servicio militar, que te ofrecieras a
renunciar a un permiso porque otro soldado lo necesitaba más que tú, o porque
aquel otro tenía una situación más difícil en su casa. Para mí eras un hijo y
un amigo. Y lo mismo para tu madre. Nuestra alma está unida a la tuya. Vivías
en paz contigo mismo, eras de esas personas con las que uno se siente bien. No
puedo ni decir en voz alta hasta qué punto eras para mí "alguien con quien
correr" (Nota: título de una de las últimas novelas de David Grossman).
Cada vez que volvías de permiso, decías: ven, papá, vamos a hablar.
Normalmente, íbamos a sentarnos y conversar a un restaurante. Me contabas un
montón de cosas Uri, y yo me enorgullecía y me sentía honrado de ser tu
confidente, de que alguien como tú me hubiera escogido.
Recuerdo tu
incertidumbre, una vez, por la idea de castigar a un soldado que había
infringido la disciplina. Cuánto sufriste porque la decisión iba a indignar a
los que estaban a tus órdenes y a los demás jefes, mucho más indulgentes que tú
ante ciertas infracciones. Castigar a aquel soldado, efectivamente, te costó
mucho desde el punto de vista de las relaciones humanas, pero aquel episodio
concreto se transformó después en una de las historias fundamentales del
batallón, porque estableció ciertas normas de conducta y respeto a las reglas.
Y en tu primer permiso me contaste, con un tímido orgullo, que el comandante
del batallón, durante una conversación con varios oficiales recién llegados,
había citado tu decisión como ejemplo de comportamiento por parte de un jefe.
Has iluminado nuestra
vida, Uri. Tu madre y yo te criamos con amor. Fue muy fácil quererte con todo
nuestro corazón, y sé que tú también viviste bien. Que tu breve vida fue bella.
Espero haber sido un padre digno de un hijo como tú. Pero sé que ser el hijo de
Mijal quiere decir crecer con una generosidad, una gracia y un amor infinitos,
y tú recibiste todo eso. Lo recibiste en abundancia y supiste apreciarlo,
supiste agradecerlo, y no consideraste nada de lo que recibías como algo que te
fuera debido.
En estos momentos no
quiero decir nada de la guerra en la que has muerto. Nosotros, nuestra familia,
ya la hemos perdido. Israel hará su examen de conciencia, y nosotros nos
encerraremos en nuestro dolor, rodeado de nuestros buenos amigos, arropados en
el amor inmenso de tanta gente a la que, en su mayoría, no conocemos, y a la
que agradezco su apoyo ilimitado.
Me gustaría mucho que
también supiéramos darnos unos a otros este amor y esta solidaridad en otros
momentos. Ese es quizá nuestro recurso nacional más especial. Nuestra mayor
riqueza natural. Me gustaría que pudiéramos mostrarnos más sensibles unos con
otros. Que pudiéramos liberarnos de la violencia y la enemistad que se han
infiltrado tan profundamente en todos los aspectos de nuestra vida. Que
supiéramos cambiar de opinión y salvarnos ahora, justo en el último instante,
porque nos aguardan tiempos muy duros.
Quiero decir alguna cosa
más. Uri era un joven muy israelí. Su propio nombre es muy israelí y muy
hebreo. Era un concentrado de lo que debería ser Israel. Lo que está ya casi
olvidado. Lo que muchas veces se considera casi una curiosidad.
A veces, al observarle,
pensaba que era un joven un poco anacrónico. Él, Yonatan y Ruti. Unos niños de
los años cincuenta. Uri, con su absoluta honradez y su forma de asumir la
responsabilidad de todo lo que sucedía a su alrededor. Uri, siempre "en
primera línea", con el que se podía contar. Uri, con su profunda sensibilidad
respecto a todos los sufrimientos, todos los males. Con su capacidad para la
compasión. Una palabra que me hacía pensar en él cada vez que me venía a la
mente. Era un chico que tenía unos valores, ese término tan vilipendiado y
ridiculizado en los últimos años. Porque en nuestro mundo loco, cruel y cínico,
no es "cool" tener valores. O ser humanista. O sensible al malestar
de los otros, aunque esos otros fueran el enemigo en el campo de batalla.
Pero de Uri aprendí que
se puede y se debe ser todo eso a la vez. Que debemos defendernos, sin duda,
pero en los dos sentidos: defender nuestras vidas, y también empeñarnos en
proteger nuestra alma, empeñarnos en protegerla de la tentación de la fuerza y
las ideas simplistas, la distorsión del cinismo, la contaminación del corazón y
el desprecio del individuo que constituyen la auténtica y gran maldición de
quienes viven en una zona de tragedia como la nuestra. Uri tenía sencillamente
el valor de ser él, siempre, en cualquier situación, de encontrar su voz exacta
en todo lo que decía y hacía, y eso le protegía de la contaminación, la
desfiguración y la degradación del alma.
Uri era además un chico
divertido, de un humor y una sagacidad increíbles, y es imposible hablar de él
sin mencionar algunos de sus "hallazgos". Por ejemplo, cuando tenía
13 años, le dije: imagínate que puedas ir con tus hijos un día al espacio, como
vamos hoy a Europa. Y él me respondió sonriendo: "El espacio no me atrae
demasiado, en la tierra se encuentra de todo".
En otra ocasión, en el
coche, Mijal y yo hablábamos de un nuevo libro que había despertado gran
interés y estábamos citando a escritores y críticos. Uri, que debía tener nueve
años, nos interpeló desde el asiento de atrás: "¡Eh, Ustedes, los
elitistas, recuerden que llevan detrás a un inculto que no entiende nada de lo
que dicen!".
O, por ejemplo, una vez
que tenía un higo seco en la mano (le encantaban los higos): "Dime, papá,
¿los higos secos son los que han cometido un pecado en su vida anterior?"
O cuando me resistía a aceptar una invitación a Japón: "¿Cómo puedes decir
que no? ¿Tú sabes lo que debe ser vivir en el único país en el que no hay
turistas japoneses?".
Cuando en la noche del
sábado al domingo, a las tres menos veinte, llamaron a nuestra puerta y por el
interfono se oyó la voz de un oficial. Fui a abrir y pensé: ya está, la vida se
ha terminado. Pero cinco horas después, cuando Mijal y yo entramos en la
habitación de Ruti y la despertamos para darle la terrible noticia, ella, tras
las primeras lágrimas, dijo: "Pero seguiremos viviendo, ¿verdad? Viviremos
y nos pasearemos como antes. Quiero seguir cantando en el coro, riendo como
siempre, aprender a tocar la guitarra". La abrazamos y le dijimos que
íbamos a seguir viviendo, y Ruti continuó: "Qué trío tan extraordinario éramos,
Yonatan, Uri y yo". Y es verdad que sois extraordinarios. Yonatan, Uri y
tú no erais sólo hermanos, sino amigos de corazón y de alma. Teníais un mundo
propio, un lenguaje propio y un humor propio. Ruti, Uri te quería con toda su
alma. Con qué ternura te hablaba. Recuerdo su última llamada de teléfono,
después de expresar su alegría por el alto el fuego que había proclamado la
ONU, insistió en hablar contigo. Y tú lloraste después. Como si ya lo supieras.
Nuestra vida no se ha
terminado. Sólo hemos sufrido un golpe muy duro. Sacaremos la fuerza para
soportarlo de nosotros mismos, del hecho de estar juntos, Mijal y yo, nuestros
hijos, y también el abuelo y las abuelas que querían a Uri con todo su corazón
-le llamaban Neshumeh (mi pequeña alma)-, y los tíos, tías y primos, y todos
sus amigos del colegio y el ejército, que están pendientes de nosotros con
aprensión y afecto. Y también sacaremos la fuerza de Uri. Poseía una fuerza que
nos bastará para muchos años. La luz que proyectaba -de vida, de vigor, de
inocencia y de amor- era tan intensa que seguirá iluminándonos incluso después
de que el astro que la producía se haya apagado. Amor nuestro, hemos tenido el
enorme privilegio de haber estado contigo, gracias por cada momento en el que
estuviste con nosotros.
En la sonrisa del cordero el protagonista es un
universitario. En la vida entera el hijo del protagonista muere en la batalla.
Su última novela gran cabaré que en la traducción lleva un titulo diferente. Es
premio booker en Inglaterra al autor no inglés en 2017. La mitad del premio se
lo dan al autor y la otra al traductor. El protagonista es un monologuista o cómico
cuya función es hacer reír a los que van a un local de copas. Pero el se
indigna y se va calentando en su monologo y el publico se va, lo que es una
metáfora del macrocosmos de la sociedad de Israel. Solo se quedan a oírle dos
personas relacionadas con el pasado, que no huyen.
Jerusalén es un lugar extraño lleno de conflictos
religiosos y conviven judíos y árabes, pero hay demasiada historia y religión y
un ambiente de tensión muy crispado, es la voz del pasado. Son tres mil años de
historia, de cultura y religión y debería ser una urbe cultural, pero la ocupan
los fanáticos ortodoxos. Jerusalén es lo peor del oriente próximo, no quiere vivir
alli. En el 88 Arafat en nombre de los palestinos reconoce el estado de Israel.
A él no le dejan dar la noticia por radio y alega que no puede hacerse cargo de
un programa manipulado. Se entera por prensa de que le han echado. Boicotean la
radio y castigan al que se salga del camino trazado. Entonces decidió
convertirse en escritor y vivir de sus libros. Hizo un reportaje, viento
amarillo, sobre los lugares ocupados. Al editarlo le acosaron los superiores y él
les agradece que le echaran porque pudo ocuparse a tiempo completo de la
escritura. Todos somos perderos, lo sabemos esto al ser viejos y débiles, pero
al recibir un premio siente cierta fuerza. Es bonito y te da identidad porque
todos tenemos una identidad de nosotros mismos y otra más existencial. El
perdedor se protege del mundo exterior de vulgaridad. Crear y escribir es un
privilegio, que te da el campo magnético que es la obra. Sus historias se basan
en la vida de perdedores, una vida paralela a la vida autentica que tiene. Es
fácil escribir sobre símbolos, pero es difícil crear personajes humanos con una
existencia paralela a la vida que debemos tener. Falta dialogo en las
negociaciones con los palestinos. No ve un futuro de paz. en la guerra de los 6
días estaba seguro de que iba a morir, solo tenía 13 años. Iban a convertir su
colegio en un cementerio nuclear. El israelí medio tiene miedo y necesita al ejército
para defenderse, pero también necesita la paz. Los miedos no son imaginarios.
Un monstruo nos recuerda las vergüenzas del pasado. Estamos manipulados. Lo que
vivió con su familia le afectó, pero no cambió su actitud política. Tras dos
mil años de historia trágica los judíos necesitan una casa. Debería ser eso
Israel. Pero es una casa donde las paredes se mueven constantemente. No habrá paz
hasta que los palestinos no tengan una casa y nosotros la sensación de un
hogar. No podemos permitirnos el lujo de dejarnos dormir.
Usa en sus novelas el argot callejero, la lengua
infantil, la literatura de ahora. hablar hebreo ahora es algo normal, pero
durante siglos se ha restringido esa lengua solo a los textos sagrados. Que
siga viva la lengua y su tradición y las traducciones es un milagro. La traducción le permitió disfrutar mucho de
Cervantes. Recibe muchas cartas de gente que le dice que ha escrito sobre su
propia vida, aunque vengan de lejos le congratulan esas cartas. La literatura
le ha enseñado que cualquiera puede ser otro. Si hubiera nacido un kilometro
más abajo sería palestino. Necesita el país empatía, abrirse, rodearse de los
demás. El joven debe leer mucho. Los derechistas no tienen humor, se consideran
así mismos demasiado importantes. Él ha sido acusado de traición. Es un lugar Jerusalén
lleno de miedos y que promueve los miedos. Oriente medio es la zona más
violenta del mundo. Solo con el ejército no se puede hacer nada. Es necesaria
la paz. Los palestinos no entienden el mecanismo de Israel. Regresan a los
lugares donde fueron nacidos como pueblo. Es necesaria la paz. algo parece
imposible hasta que pasa, pues cayó el muro de Berlín, entró al poder Gorbachov,
ha habido un negro en la casa blanca. En algún momento se solucionará lo de
Gazza. Hay que invertir en sanidad y educación. ¿viviremos siempre en guerra?
Israel es algo más que una colonia inglesa pero ahora está explotando por ambos
lados o bandos.
En la vida entera una mujer en Jerusalén muere en
un atentado. La novela empieza a partir de ahí. Podría situarse en cualquier
sitio. La mujer tiene un amante. Grossman lo primero que dice es que todo lo que
escribe es autobiográfico y que busca hacernos preguntas. Cuando vemos que
alguien muere en la guerra nos preguntamos si es autobiográfico. Los escritores
buenos hablan de si mismos al crear personajes. Está terminando la novela. El
hijo muere en la guerra en la ficción y también en la realidad. Cuanto más
locales son las historias más universales resultan. Hay que escribir de lo que
conoces, de lo que has vivido, de lo que tienes alrededor. El escritor sigue la
misma pregunta, el mismo planteamiento en todas sus novelas. Siempre escribe la
misma novela. Hay algo en el fondo que permite identificar sus novelas. Hay un
sello personal, lo que le motiva, lo que está en el fondo. Esa ley motiv hace
que acabes interpretando todo como autobiográfico. Averiguas cosas de esa
persona que desconocías. La novela habla del viento, de la noche. Grossman es
el autor más experimental de los tres. En la vida entera el padre recibe la
noticia de que el hijo ha muerto en la guerra. La madre que se había separado
del marido le empuja a que se lancen a vagar por Israel. Se van recordando los
hitos de su vida juntos y separados.
La luz
del día se atisba ya y ahí están tendidos en el extremo de un campo, el fresco
verdor envolviendo por completo el ojo con una infinidad de matices,
despertándose ambos de una ligera cabezadita aunque enredados todavía en las
telarañas del sueño, ella y él solos en el mundo, nadie más, al tiempo que el
aroma del principio de los tiempos emana de la tierra, el aire vibra en medio
de un susurro de infinidad de diminutas criaturas y el velo de la aurora sigue
firmemente tensado en lo alto, traslúcido y cubierto de rocío, cuando a los
ojos de ambos asoma una pequeña sonrisa previa a cualquier miedo y previa a
ellos mismos.
En ese momento
Abram aguzó la vista. Vio a Ora sentada frente a él, apoyada en una gigantesca
mochila, y más allá un campo, una plantación y un monte. Con una rapidez
sorprendente se puso en pie. Pero ¿dónde estamos?, exigió saber, y Ora,
encogiéndose de hombros refunfuñó, en algún lugar de Galilea, pero no me
preguntes dónde exactamente. ¿En Galilea? Su rostro expresaba una sorpresa
infinita. ¿Dónde estoy?, susurró, y Ora le dijo, donde nos dejó tirados anoche.
Abram se pasó la
mano por la cara, se la frotó, se la restregó, se la masajeó, sacudió su enorme
cabeza a izquierda y derecha: ¿quién nos dejó tirados?, ¿el taxista?, ¿el
árabe?
Sí, el árabe. Le
tendió la mano, para que la ayudara a levantarse, pero él, según pareció, no
supo interpretar el gesto de ella.
Gritabais, recordó
ahora Abram. Yo estaba dormido, pero tú también le gritabas a él, ¿verdad?
Déjalo, ahora eso
no importa. Se levantó sola con un gemido al encontrarse con la hostilidad de
las articulaciones y unas extremidades que parecían alegrarse por el mal ajeno.
Y con razón, pensó, haciendo un análisis pormenorizado de sus faltas: haber
cargado con todo el peso de Abram sobre su pobre espalda desde un cuarto piso,
la pesadilla del viaje nocturno, el lunático vagar de los dos por los campos,
durante el que ella, encima, se había caído varias veces, y finalmente, el
desplomarse aquí, al borde de ese campo y el duermevela al raso, en el suelo.
Ya no tengo edad
para esto, pensó Ora.
Esta pastilla te
tumba, balbució Abram, el Prodomol. No estoy acostumbrado a ella. No pude hacer
nada.
Bastante hiciste,
suspiró ella para sus adentros, menudo día le di al pobre Sami, no quiero ni
acordarme.
¿Pero por qué
diantres nos ha traído aquí?, volvió a sublevarse Abram, como si solo ahora se
diera cuenta de lo que le habían hecho. ¿Y ahora qué?, ¿qué vamos a hacer, Ora?
Poco a poco se había ido llenando de unos temores que ya lo desbordaban por
completo.
Ora se dio unas
palmadas en el trasero para desprenderse de la tierra y las hojas secas. Un
café sería de gran ayuda, pensó, y masculló en su cerebro, café, café, para
acallar las preguntas que empezaban a asaltarla con unos enloquecidos
graznidos, ¿y ahora qué hago con él?, ¿qué me habré propuesto trayéndolo aquí?
Pongámonos en
marcha, decidió, sin atreverse a mirarlo.
¿Cómo que nos
pongamos en marcha?, ¿hacia dónde? ¡Ora!, ¿adónde vamos a ir?
Propongo, dijo,
sin creer que aquellas palabras pudieran salir de su boca, que cojamos las
mochilas y demos unas vueltas por aquí. Vamos a empezar a andar. Así sabremos
dónde estamos.
Abram la miró de
hito en hito. Tengo que estar en casa, dijo muy despacio, como quien le explica
a un débil mental algo muy sencillo.
Ora se cargó la
mochila a la espalda, se tambaleó bajo su peso y esperó. Abram no se movía. Los
puños de la camisa le temblaban. Esa es tuya, le dijo Ora señalándole la otra
mochila, la de color azul. ¿Mía?, pareció asustarse y tropezó al recular, como
si la mochila fuera un sibilino animal dispuesto a saltarle a la espalda. No es
mía, murmuró, no me suena.
Es tuya, volvió a
decirle Ora, y ven ya, empecemos a andar, hablaremos por el camino. No, se
empeñó Abram, y la rala barba se le estremeció ligeramente, yo de aquí no me
muevo, antes tienes que explicarme qué… Por el camino, lo interrumpió ella, y
emprendió la marcha muy encorvada y moviéndose toda ella como si un inexperto
titiritero estuviera manejando los hilos, te lo contaré por el camino, aquí ya
no nos podemos quedar más. ¿Por qué no?, preguntó Abram. Soy yo la que no debo
quedarme más en este sitio, le dijo con naturalidad, y al decirlo supo que
tenía razón y que esa era una regla de oro que debía observar desde ese
momento: no quedarse demasiado tiempo en el mismo sitio para no ser un blanco
fácil, ni para los pensamientos ni para nadie.
Aterrado, la vio
alejarse hacia el sendero. Enseguida volverá, pensó, seguro que vuelve. No me
va a dejar aquí. No se atreverá. Pero Ora no se detenía ni miraba atrás. A
Abram le temblaba la boca de lo enfadado y ofendido que estaba. Dio una patada
en el suelo y soltó un gruñido corto y amargo que lo mismo podía ser el nombre
de ella como hija puta o mcagonsuputam quién-te-crees-que-eres, demente,
espérame, todo de una vez y sin respirar. Ora se encogió y siguió andando. Al
borde de sus fuerzas Abram levantó la mochila, se la echó al hombro izquierdo y
emprendió la marcha tras Ora arrastrando los pies por la tierra. El sendero
pasaba por entre campos y plantaciones. Los plateados sauces resplandecían y
abundantes matas de mostaza se erguían al borde del camino con sus racimos de
aromáticas flores amarillas. Qué bonito es esto, pensó Ora y siguió caminando,
aunque no tenía ni la más remota idea de hacia dónde se dirigía. Oía los pasos
de él a sus espaldas, su vacilante andar. Ora miró de reojo hacia atrás:
perdido y asustado, se abría paso a tientas por aquel espacio abierto y Ora
pensó que Abram se movía a la luz del día como ella en la oscuridad y recordó
cómo se lo había encontrado la noche antes, una sombra encorvada y torpe en las
profundidades de un piso oscuro.
En el que según
parece no enciende la luz, comprendió Ora, cuando finalmente Abram le abrió
después de haberla tenido un buen rato llamando con los nudillos y hasta dando
patadas a la puerta. El timbre estaba arrancado de cuajo. En la escalera no
quedaba ni una sola bombilla. Había tenido que subir a tientas cuatro pisos,
palpando las agujereadas paredes, agarrándose al grasiento pasamano de piedra y
envuelta en todo tipo de apestosos olores que flotaban en el aire. Cuando finalmente
le abrió —las gafas, que serían nuevas para él, se las había quitado Ora
precipitadamente—, lo que vio fue un simple bulto. Le pareció tan inmensamente
ancho en la oscuridad que por un instante dudó de que se tratara de él, por lo
que pronunció su nombre con cierta reserva, y como él callara Ora añadió, ya
estoy aquí, mientras buscaba con qué palabras más podría ir rellenando el vacío
que empezaba a sentir en el estómago. La asustaba la oscuridad del piso detrás
de Abram y la sensación de que él asomaba de allí observándola como un oso
desde su guarida. Ora se armó de valor y metiendo la mano en el piso tanteó la
pared hasta encontrar un interruptor. A los dos los inundó una luz amarillenta
y en ese instante sus miradas intercambiaron una rápida información carente de
toda piedad.
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