Hubo un
tiempo en que España se endeudó. Nos prometieron el paraíso terrenal de la
prosperidad económica. Parecía que todos teníamos derecho a una segunda
residencia en la playa y a unas vacaciones de dos meses viajando por el mundo. Éramos
los nuevos ricos. Con la crisis los desahucios han destrozado la vida de miles
de familias. Les ha expropiado sus casas y su vida, sin darles otra salida o
futuro. Muchas personas se han suicidado por no poder hacer frente a sus
hipotecas. El derecho a la vivienda es un derecho reconocido por nuestra
constitución y debe primar ante políticas de bancos crueles y deshumanizadas. (También
está penado legalmente la ocupación de viviendas deshabitadas, las casas
okupas.) Entre los objetivos para el desarrollo de la ONU están erradicar la
pobreza, reducir las desigualdades en materia de vivienda y crear modelos de
ciudad sostenibles. Este cuento trata de reflejar una situación penosa, pero
habitual en la crisis, en la cual se vulneran estos derechos.
Hacía mucho que esperaba la
carta, aunque no había dicho nada a su familia. Pero cada día al despertar lo
primero que se preguntaba es si habría llegado ya la carta. Por una parte, la
temía, quería que esa carta se perdiera en los océanos del correo y no llegara
a meterla el cartero en el buzón. Por otra parte, deseaba que llegara lo más
pronto y acabar con esto de una vez. Llegó a desear la carta en lo más profundo
de su inconsciente. Y allí estaba, entre otro montón de facturas y publicidad;
la citación del juzgado, y la orden del banco de desahucio. Tenían dos meses
para irse. Podían hacerlo a las buenas o a las malas. Podían ir haciendo las
maletas, llevándose todos los objetos queridos del piso (que formaban ya tan
parte de si mismo como su propio cuerpo) e irse con algo de dignidad. O también
podían montar un escándalo, llamar a la prensa, que los vecinos acudieran a las
escaleras y que un coro de gente gritara ¡No a los desahucios!
Paco no se sentía especialmente
triste aquella mañana que bajó el descansillo. Hacia años que sufría una
depresión, pero hoy no era un día más frio y lluvioso que los demás. Fue a la
cocina, abrió la nevera y se hizo un bocata con algo de mortadela. Al sacar la
mortadela el frigorífico quedó vacío y más gélido que nunca. Acarició el frigorífico y algo le heló por
dentro, como si su corazón se descongelara y se licuara líquido. Acarició el
microondas. Posó la mano sobre la mesa. Todo aquello se lo llevarían en un
camión de mudanza, pero no podrían llevarse la terraza de la sala, quizá la
mesa y las sillas de plástico sí, pero no las vistas al parque. En la ventana
de la cocina había ropa tendida de la última colada. Se asomó al patio. Un
patio sin nada, estrecho. Había miles de ventanas que daban a ese mismo patio. Todos
sus vecinos obligados a la misma vista de aquel patio. Sintió que un vértigo a
las alturas angustioso se precipitaba en él. Aquel edificio era como un
monstruo que los devoraba a todos, un monstruo sin corazón del urbanismo
funcionalista. Un titán leviatán de miles de ojos mirando hacía el mismo patio.
Pensó en sus vecinos. En que ya
no volvería a ver a María, la portera. Toda su vida la había llamado cotilla y
gorda y la había evitado al bajar las escaleras, era una chismosa, pero la
había cogido cariño. Su mundo estaba hecho de pequeños detalles y cuando le
faltase la vecina su vida sería muy distinta. Pensó en el vecino de arriba, el
misántropo que ni siquiera le saludaba en el ascensor. El viejo vivía recluido
entre sus libros. Alguna vez habían conversado sobre libros, porque eso le
evitaba al viejo hablar de su vida personal. Su vida se reducía a la compañía
de aquellos libros. Pensó en la pintora bohemia de la buhardilla, lo guapa que
era y lo desarreglada que iba siempre, enfundada en una especie de camisón
negro hasta el cuello, o sus pantalones de existencialista francesa. Ya no
volvería a oír la llantera del bebé del cuarto, el piso de arriba. Ni las
discusiones del matrimonio de la puerta de al lado o el maltrato que el adolescente
le hacía a su padre en el piso de abajo. Todos aquellos sonidos formaban parte
ya de su vida. Los reconocía al instante y con esas voces se acostaba y se
despertaba. La pareja de inmigrantes serían
los siguientes en irse, porque él también estaba en paro, era un secreto a
voces que también los echarían. Se apenó de no volver a ver a la mujer del
árabe con la que se había acostado algunas noches aburridas, cuando el
ventilador repartía calores y olores.
Tocó todos los muebles de su
casa. Sus posesiones se habían hecho uno con él mismo. Uno es lo que tiene. Si
solo somos materia es más importante Tener que Ser o Existir. Hasta la
gramática tiene al pronombre posesivo y la literatura realista ¿qué era más que
un inventario de los trastos de aquellas mansiones burguesas? Vivimos en la
ilusión de que todo nos pertenece, aunque sabemos que lo dejaremos todo al
irnos. Pero Paco no podía desprenderse de aquella casa. Había vivido toda su vida allí, desde que la compró
a los 30 cuando empezó a trabajar en la gasolinera. Cuando la compró no pensó
en que aquella hipoteca le iba a costar tantas horas de sueño, que le
esclavizaría todos los meses. Esa hipoteca era peor que la casera de Crimen y Castigo
porque no hablaba más que en cifras y formulismos del empleado de banca. Esa
hipoteca era inhumana y le perseguía como un fantasma atemorizando su insomnio.
La hipoteca portaba guadaña y manto negro y le había acosado hasta que le había
hecho suyo y ahora le quitaba todo lo que más quería.
Paco empezó a sacar fotos de toda
la casa, así se llevaría un recuerdo. Muchos muebles los llevaría a casa de su
hermano, al trastero, donde se morirían de asco, pero sabía que eso era
temporal, que su hermano tenía su mujer y su familia y su vida. Y tendrían que
irse, ¿Y a dónde irían? Cuando compró aquella casa no sabía que el trabajo acabaría
algún día. Él pensaba que el trabajo era para toda la vida, para siempre, como
su matrimonio que agonizaba ya y que solo se sostenía por los hijos, y por el
qué dirán, por la costumbre y la rutina. Le habían prometido un mundo eterno y
ahora se le resquebrajaba este, diluyéndose entre los dedos como el bocadillo
que hacía rato había aplastado con su puño lleno de rabia. Sacó fotos de la
casa y luego pensó en lo absurdo de aquello. No podría llevarse el aroma a
caoba del hall de entrada ni los recuerdos de cuando eran una familia unida y
jugaban juntos al Monopoly. No podría llevarse a ningún sitio el haber visto
crecer a su hijo, las marcas en la pared por cada centímetro que creciera. No podrían
llevarse el olor de lo que cocinaba su mujer Marta.
Su biblioteca ya no sería la
misma empotrada en el trastero de su hermano. Sería otra, ajena, intrusa. Los
libros no estarían colocados en el mismo orden. Se había acostumbrado a su
dormitorio, a su cama de sabanas sucias y viejas, al olor a tabaco, lágrimas y
a comida de su almohada. Hacía tiempo que no pasaba la aspiradora ni lavaba
aquellas sabanas, ni planchaba la ropa. Su mujer se había negado a hacer las
tareas de la casa. Había decidido pasar el día en cursos diversos que ofrecía
gratuitamente la diputación, dedicarse a sus amigas y a su vida. Hacía tiempo
que su mujer le había abandonado, aunque compartieran la misma casa. Dormían en
habitaciones separadas. Ella ocupó el cuarto de su hijo cuando marchó al ejército.
Su hijo, al volver ese verano de permiso, ya no tendría casa. ¿Qué sentiría al
ver que las llaves ya no encajaban con la nueva cerradura? Le habían robado la
casa. Como unos okupas que entran en tu piso y no te dejan ya entrar, por más
que tengas tu contrato de propiedad en la mesa de la entrada y que ellos lo
hayan roto.
No le había dicho nada a su
mujer, apenas se veían en todo el día. Ella estaba siempre en aquellos malditos
cursos y comprando ropa cara. No podía dejar de comprarla, no podía vestir peor
que sus amigas que la juzgaban según la vieran vestirá de Armani o de ropa de
mercadillo. Su mujer seguía el mismo tren de vida de antes, como si Paco no llevara
5 años en el paro. Se engañaba así misma y Paco no podía despertarla de su
sueño. Paco fingía que todo seguía
igual. Pero sus amigos le notaban triste, callado. Ya no se sacaba los cinco
vinos que se podía beber en el día, como antes. Apenas cogía el coche, no se
atrevía a alejarse de aquella casa, quizá cuando volviera la casa ya no
estaría. Rehuía las fiestas, rehuía lo cumpleaños sólo por no tener que
gastarse dinero en un regalo. Se había vuelto un ser tacaño y agarrado, y aún
así la cifra de su cuenta corriente seguía menguando cada mes. Estaba en
números rojos. Se lo recordaban cuando pasaba la tarjeta de crédito en el corte
ingles y esta pitaba y montaba un escándalo como si hubiera robado alguna
prenda bajo su abrigo. Luego arrepentido volvía a dejar aquella ropa en su stand,
agachando la cabeza, avergonzado ante la mirada de todos. Era incapaz de dejar
de fumar, aunque se dejaba todos los años miles de euros.
Estaba muy nervioso y encendió un
cigarrillo por la parte de la boquilla. Intentó dormir. Por las noches no podía
dormir y se quedaba hasta las tantas de la madrugada viendo la teletienda o
películas pornográficas o estériles debates sobre cualquier tema político o
programas de callejeros y viajeros. Luego se sentía arrepentido de haber visto
aquella basura y no podía dormir de la culpabilidad. También por sus sueños
aparecían debajo letreros de publicidad y en sus propias pesadillas le
intentaban vender un producto para aumentar su musculatura.
A la mañana siguiente se despertó
más cansado que al acostarse, sudoroso, lleno de pesadillas y sollozos bajo la
almohada. Lloraba en silencio para que su familia o lo que quedaba de ella no
le oyera. Y al despertar se encendía un cigarro en la cama y era incapaz de
levantarse. Toda la vida pesaba sobre él en cada despertar. Se levantaba casi a
la hora de comer y era incapaz de cocinar nada. Se recreaba en su decadencia.
Se olía el cuerpo que ya ni se molestaba en duchar. Y le gustaba aquel hedor de
sus propias axilas y el polvo de su biblioteca, el desorden de todo y sólo
deseaba prender fuego a la cama y ver arder todo junto con él, como un Nerón enloquecido.
Pero la vida siempre ganaba la
partida hasta que al final diera jaque mate la muerte. Todo era una pena de
muerte perdonada o prologada un día más. La vida se le imponía cada mañana sin
él quererla y le devolvía a un mundo que ya no era el suyo sino el de otra
persona que se había dejado llevar por la monotonía. La rutina le había
convertido en un ser ajeno que repetía mecánicamente los mismos pasos, el mismo
desayuno, el mismo metro, al mismo trabajo. Prefería el caos de ahora, en que
no tenía trabajo, pero el caos también se había vuelto algo rutinario. Paco no
tenía fuerzas para llorar. No quería levantarse de la cama y tampoco dormir.
Sus brazos le pesaban y los sintió arrugados y torpes. Aún así los brazos
lograron abrir la ventana del patio y un fogonazo de sol de agosto le cegó los
ojos. Miró al patio, había unos calcetines que se habían caído. Se oía la voz
estridente de la portera desde aquel tercer piso, saludando como el canto del
gallo en un pueblo. Paco dejó la carta de desahucio, junto a la cesta de
frutas. ¡Qué sucio estaba todo desde que su mujer no limpiaba! Y sacó los pies
por la ventana y luego todo su cuerpo. Miró al cielo, pero estaba tan nublado
que parecía el techo del patio, y luego cerró los ojos y se precipitó al vacío.
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