miércoles, 27 de junio de 2018

LOS DESHAUCIOS


Hubo un tiempo en que España se endeudó. Nos prometieron el paraíso terrenal de la prosperidad económica. Parecía que todos teníamos derecho a una segunda residencia en la playa y a unas vacaciones de dos meses viajando por el mundo. Éramos los nuevos ricos. Con la crisis los desahucios han destrozado la vida de miles de familias. Les ha expropiado sus casas y su vida, sin darles otra salida o futuro. Muchas personas se han suicidado por no poder hacer frente a sus hipotecas. El derecho a la vivienda es un derecho reconocido por nuestra constitución y debe primar ante políticas de bancos crueles y deshumanizadas. (También está penado legalmente la ocupación de viviendas deshabitadas, las casas okupas.) Entre los objetivos para el desarrollo de la ONU están erradicar la pobreza, reducir las desigualdades en materia de vivienda y crear modelos de ciudad sostenibles. Este cuento trata de reflejar una situación penosa, pero habitual en la crisis, en la cual se vulneran estos derechos. 
 



Hacía mucho que esperaba la carta, aunque no había dicho nada a su familia. Pero cada día al despertar lo primero que se preguntaba es si habría llegado ya la carta. Por una parte, la temía, quería que esa carta se perdiera en los océanos del correo y no llegara a meterla el cartero en el buzón. Por otra parte, deseaba que llegara lo más pronto y acabar con esto de una vez. Llegó a desear la carta en lo más profundo de su inconsciente. Y allí estaba, entre otro montón de facturas y publicidad; la citación del juzgado, y la orden del banco de desahucio. Tenían dos meses para irse. Podían hacerlo a las buenas o a las malas. Podían ir haciendo las maletas, llevándose todos los objetos queridos del piso (que formaban ya tan parte de si mismo como su propio cuerpo) e irse con algo de dignidad. O también podían montar un escándalo, llamar a la prensa, que los vecinos acudieran a las escaleras y que un coro de gente gritara ¡No a los desahucios! 

 

Paco no se sentía especialmente triste aquella mañana que bajó el descansillo. Hacia años que sufría una depresión, pero hoy no era un día más frio y lluvioso que los demás. Fue a la cocina, abrió la nevera y se hizo un bocata con algo de mortadela. Al sacar la mortadela el frigorífico quedó vacío y más gélido que nunca.  Acarició el frigorífico y algo le heló por dentro, como si su corazón se descongelara y se licuara líquido. Acarició el microondas. Posó la mano sobre la mesa. Todo aquello se lo llevarían en un camión de mudanza, pero no podrían llevarse la terraza de la sala, quizá la mesa y las sillas de plástico sí, pero no las vistas al parque. En la ventana de la cocina había ropa tendida de la última colada. Se asomó al patio. Un patio sin nada, estrecho. Había miles de ventanas que daban a ese mismo patio. Todos sus vecinos obligados a la misma vista de aquel patio. Sintió que un vértigo a las alturas angustioso se precipitaba en él. Aquel edificio era como un monstruo que los devoraba a todos, un monstruo sin corazón del urbanismo funcionalista. Un titán leviatán de miles de ojos mirando hacía el mismo patio. 

 
Pensó en sus vecinos. En que ya no volvería a ver a María, la portera. Toda su vida la había llamado cotilla y gorda y la había evitado al bajar las escaleras, era una chismosa, pero la había cogido cariño. Su mundo estaba hecho de pequeños detalles y cuando le faltase la vecina su vida sería muy distinta. Pensó en el vecino de arriba, el misántropo que ni siquiera le saludaba en el ascensor. El viejo vivía recluido entre sus libros. Alguna vez habían conversado sobre libros, porque eso le evitaba al viejo hablar de su vida personal. Su vida se reducía a la compañía de aquellos libros. Pensó en la pintora bohemia de la buhardilla, lo guapa que era y lo desarreglada que iba siempre, enfundada en una especie de camisón negro hasta el cuello, o sus pantalones de existencialista francesa. Ya no volvería a oír la llantera del bebé del cuarto, el piso de arriba. Ni las discusiones del matrimonio de la puerta de al lado o el maltrato que el adolescente le hacía a su padre en el piso de abajo. Todos aquellos sonidos formaban parte ya de su vida. Los reconocía al instante y con esas voces se acostaba y se despertaba. La pareja de inmigrantes serían los siguientes en irse, porque él también estaba en paro, era un secreto a voces que también los echarían. Se apenó de no volver a ver a la mujer del árabe con la que se había acostado algunas noches aburridas, cuando el ventilador repartía calores y olores. 

Tocó todos los muebles de su casa. Sus posesiones se habían hecho uno con él mismo. Uno es lo que tiene. Si solo somos materia es más importante Tener que Ser o Existir. Hasta la gramática tiene al pronombre posesivo y la literatura realista ¿qué era más que un inventario de los trastos de aquellas mansiones burguesas? Vivimos en la ilusión de que todo nos pertenece, aunque sabemos que lo dejaremos todo al irnos. Pero Paco no podía desprenderse de aquella casa.  Había vivido toda su vida allí, desde que la compró a los 30 cuando empezó a trabajar en la gasolinera. Cuando la compró no pensó en que aquella hipoteca le iba a costar tantas horas de sueño, que le esclavizaría todos los meses. Esa hipoteca era peor que la casera de Crimen y Castigo porque no hablaba más que en cifras y formulismos del empleado de banca. Esa hipoteca era inhumana y le perseguía como un fantasma atemorizando su insomnio. La hipoteca portaba guadaña y manto negro y le había acosado hasta que le había hecho suyo y ahora le quitaba todo lo que más quería. 

 
Paco empezó a sacar fotos de toda la casa, así se llevaría un recuerdo. Muchos muebles los llevaría a casa de su hermano, al trastero, donde se morirían de asco, pero sabía que eso era temporal, que su hermano tenía su mujer y su familia y su vida. Y tendrían que irse, ¿Y a dónde irían? Cuando compró aquella casa no sabía que el trabajo acabaría algún día. Él pensaba que el trabajo era para toda la vida, para siempre, como su matrimonio que agonizaba ya y que solo se sostenía por los hijos, y por el qué dirán, por la costumbre y la rutina. Le habían prometido un mundo eterno y ahora se le resquebrajaba este, diluyéndose entre los dedos como el bocadillo que hacía rato había aplastado con su puño lleno de rabia. Sacó fotos de la casa y luego pensó en lo absurdo de aquello. No podría llevarse el aroma a caoba del hall de entrada ni los recuerdos de cuando eran una familia unida y jugaban juntos al Monopoly. No podría llevarse a ningún sitio el haber visto crecer a su hijo, las marcas en la pared por cada centímetro que creciera. No podrían llevarse el olor de lo que cocinaba su mujer Marta. 

 
Su biblioteca ya no sería la misma empotrada en el trastero de su hermano. Sería otra, ajena, intrusa. Los libros no estarían colocados en el mismo orden. Se había acostumbrado a su dormitorio, a su cama de sabanas sucias y viejas, al olor a tabaco, lágrimas y a comida de su almohada. Hacía tiempo que no pasaba la aspiradora ni lavaba aquellas sabanas, ni planchaba la ropa. Su mujer se había negado a hacer las tareas de la casa. Había decidido pasar el día en cursos diversos que ofrecía gratuitamente la diputación, dedicarse a sus amigas y a su vida. Hacía tiempo que su mujer le había abandonado, aunque compartieran la misma casa. Dormían en habitaciones separadas. Ella ocupó el cuarto de su hijo cuando marchó al ejército. Su hijo, al volver ese verano de permiso, ya no tendría casa. ¿Qué sentiría al ver que las llaves ya no encajaban con la nueva cerradura? Le habían robado la casa. Como unos okupas que entran en tu piso y no te dejan ya entrar, por más que tengas tu contrato de propiedad en la mesa de la entrada y que ellos lo hayan roto. 

No le había dicho nada a su mujer, apenas se veían en todo el día. Ella estaba siempre en aquellos malditos cursos y comprando ropa cara. No podía dejar de comprarla, no podía vestir peor que sus amigas que la juzgaban según la vieran vestirá de Armani o de ropa de mercadillo. Su mujer seguía el mismo tren de vida de antes, como si Paco no llevara 5 años en el paro. Se engañaba así misma y Paco no podía despertarla de su sueño. Paco fingía que todo seguía igual. Pero sus amigos le notaban triste, callado. Ya no se sacaba los cinco vinos que se podía beber en el día, como antes. Apenas cogía el coche, no se atrevía a alejarse de aquella casa, quizá cuando volviera la casa ya no estaría. Rehuía las fiestas, rehuía lo cumpleaños sólo por no tener que gastarse dinero en un regalo. Se había vuelto un ser tacaño y agarrado, y aún así la cifra de su cuenta corriente seguía menguando cada mes. Estaba en números rojos. Se lo recordaban cuando pasaba la tarjeta de crédito en el corte ingles y esta pitaba y montaba un escándalo como si hubiera robado alguna prenda bajo su abrigo. Luego arrepentido volvía a dejar aquella ropa en su stand, agachando la cabeza, avergonzado ante la mirada de todos. Era incapaz de dejar de fumar, aunque se dejaba todos los años miles de euros. 
  

Estaba muy nervioso y encendió un cigarrillo por la parte de la boquilla. Intentó dormir. Por las noches no podía dormir y se quedaba hasta las tantas de la madrugada viendo la teletienda o películas pornográficas o estériles debates sobre cualquier tema político o programas de callejeros y viajeros. Luego se sentía arrepentido de haber visto aquella basura y no podía dormir de la culpabilidad. También por sus sueños aparecían debajo letreros de publicidad y en sus propias pesadillas le intentaban vender un producto para aumentar su musculatura. 

 
A la mañana siguiente se despertó más cansado que al acostarse, sudoroso, lleno de pesadillas y sollozos bajo la almohada. Lloraba en silencio para que su familia o lo que quedaba de ella no le oyera. Y al despertar se encendía un cigarro en la cama y era incapaz de levantarse. Toda la vida pesaba sobre él en cada despertar. Se levantaba casi a la hora de comer y era incapaz de cocinar nada. Se recreaba en su decadencia. Se olía el cuerpo que ya ni se molestaba en duchar. Y le gustaba aquel hedor de sus propias axilas y el polvo de su biblioteca, el desorden de todo y sólo deseaba prender fuego a la cama y ver arder todo junto con él, como un Nerón enloquecido. 

 
Pero la vida siempre ganaba la partida hasta que al final diera jaque mate la muerte. Todo era una pena de muerte perdonada o prologada un día más. La vida se le imponía cada mañana sin él quererla y le devolvía a un mundo que ya no era el suyo sino el de otra persona que se había dejado llevar por la monotonía. La rutina le había convertido en un ser ajeno que repetía mecánicamente los mismos pasos, el mismo desayuno, el mismo metro, al mismo trabajo. Prefería el caos de ahora, en que no tenía trabajo, pero el caos también se había vuelto algo rutinario. Paco no tenía fuerzas para llorar. No quería levantarse de la cama y tampoco dormir. Sus brazos le pesaban y los sintió arrugados y torpes. Aún así los brazos lograron abrir la ventana del patio y un fogonazo de sol de agosto le cegó los ojos. Miró al patio, había unos calcetines que se habían caído. Se oía la voz estridente de la portera desde aquel tercer piso, saludando como el canto del gallo en un pueblo. Paco dejó la carta de desahucio, junto a la cesta de frutas. ¡Qué sucio estaba todo desde que su mujer no limpiaba! Y sacó los pies por la ventana y luego todo su cuerpo. Miró al cielo, pero estaba tan nublado que parecía el techo del patio, y luego cerró los ojos y se precipitó al vacío. 

 

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