martes, 19 de junio de 2018

EN EL CAFE DE LAS HADAS. ME PEGA LO NORMAL


La violencia en la pareja se ha llamado de muchas formas; doméstica, de género, machista, incluso se la califica de “amor romántico” distorsionando lo que fue el amor romántico en la historia. La llamemos como la llamemos, constituye el principal problema de la discriminación de género (pues la mayoría la ejerce el hombre hacía la mujer, aunque también se da al revés y en otras orientaciones sexuales) Los telediarios tratan a veces estas noticias con sensacionalismo, y el debate se centra en si pueden disparar el efecto- llamada de imitación o el efecto narcotizante de banalización del sufrimiento de la víctima al referirse a los asesinatos como “un caso más” Las denuncias se archivan y a veces se actúa cuando ya es demasiado tarde, El quinto objetivo del programa de la ONU para el desarrollo es reducir esta violencia y ofrecer ayuda psicológica a victima y agresor o establecer mecanismos como el alejamiento forzado o chips y dispositivos en la agredida que detecten estos ataques. 



Hacía tiempo que Rosa no acudía al café en que se citaban las amigas. Eran amigas desde el colegio, se habían casado con los chicos de la cuadrilla y habían tenido hijos a edades parecidas. Así que ahora se reunían en los bancos del parque a charlar y comer pipas y fumar, mientras sus niños jugaban en los columpios. A veces iban a la cafetería cercana. Siempre pedían lo mismo, siempre el mismo café con leche removido nervioso por una cuchara, mientras cotilleaban sobre famosas, olvidando un rato a sus maridos. 

Tenía casi toda la mañana libre. A primera hora pasaba la aspiradora con la sombra y el ruido de la televisión por única compañía. Así se iba poniendo al día de los chismes de actualidad e iba formando una opinión sólida sobre la famosa de la que luego debatirían. Se trataba de condenarlas o justificarlas. A unas las admiraban, incluso envidiaban su riqueza, sus fiestas y su glamur. Pero a otras las trataban con dureza, y las ridiculizaban.  A Rosa también la infantilizaban como a una protagonista más del candelero. No era Rosa sino Rosita. Rosa tenía sólo un par de años menos que el resto de las compañeras de café, pero había algo infantil o romántico en ella que hacía que las demás mujeres se permitieran aconsejarla o adoctrinarla sobre la vida. 

Después de pasar la aspiradora y barrer iba al súper cargada de bolsas y el resto de la mañana quedaba libre para aquel café. Los hijos de todas habían ido creciendo, y ya no quedaban en el parque sino directamente en el bar. Eran las mismas, quizá más gordas y viejas. Parecía que la vida las había sacudido cruelmente, pero no las había hecho madurar. Ahora sólo quedaba vivir la vida a través de la vida de sus hijos y llenarles de elogios: todos con notas estupendas, apuntados al fútbol, al baloncesto, al karate, a clases de inglés, el FIRST, el EGA, las caras academias. Rosa ya no hablaba. La miraban raro, pero tampoco les extrañaba su mutismo pues Rosa siempre se había auto marginado a un segundo plano. Apenas hablaba de su marido, de sus hijos, de sí misma. 

Un día salió en la conversación una presentadora famosa de televisión a la que su marido pegaba. Rosa se empezó a sentir mal y se fue repentinamente del café, disculpándose porque tenía un enorme dolor de cabeza. A todas les gustaba los pañuelos en el cuello que Rosa llevaba últimamente. Eran fulares con dibujos étnicos que compró en una feria de artesanía y a veces llevaba unos con acuarelas que le había estampado una amiga pintora.  Pero Rosa sentía esos pañuelos como una serpiente que la estrangulaba el cuello. También les gustaba su nuevo look. Esas gafas de sol, cuando aún no había empezado la primavera, le daban un aspecto informal y juvenil. Cuando la descubrieron una herida en el brazo, todas se miraron inquisitivas, pero nadie dijo nada. 

 

Hacía tiempo que nadie sabía nada de Rosa.  A Rosa le gustaba leer novelas rosas de amor. Sus amigas bromeaban con que era lo propio dado su nombre. A veces hablaban de literatura y todos se reían de que con su edad aún leyera cuentos de hadas. Rosa intentaba hablarles de la crueldad que hay en esos cuentos, en los originales de los hermanos Grimm, pero cuando les hablaba del verdadero final de la bella durmiente a todas les venía la imagen de la película de Disney. En esos cuentos las hermanastras se cortaban el pie para que les cupiera el zapato del príncipe. Y Rosa pensó que sus amigas eran hadas, pero como las de la edad media, antes del romanticismo; mujeres feas y gordas que no volaban como campanilla, pero podían echar ungüentos mágicos en el café. Rosa era la caperucita a la que despreciaban llevar sombreros de un color tan comunista. Estaba harta de cuidar enanitos. Y de encontrarse lobos en su camino. 

Estaba harta de que los príncipes la salieran rana o sapo y de ser la bella de la bestia. La vida era un cuento, pero un cuento cruel. Sus amigas soplaban y soplaban intentando derribar su castillo de dentro. Rosa sabía contarse cuentos así misma, negar la realidad, engañarse, pensar que todo seguía bien, que su hijo no escuchaba por la noche golpes en la puerta, gritos y puñetazos. Cuando su hijo abrió la puerta del cuarto y se la encontró tirada en el suelo, llena de moratones, no sabía qué decirle. Nunca había sabido que nana, cuento o oración era la apropiada a su edad y el niño siempre había echado en falta que su madre le contara cuentos con un beso de buenas noches. 

 
Ahora tocaba pasar la aspiradora al odio, recomponer el jarrón roto, y barrer todos los cristales de la sala. Se había encerrado en el baño y había roto a llorar sobre el retrete fantaseando con cortarse las venas. Su hijo llamó a la puerta asustado, debería salir. Rosa había dejado la cena preparada, para cuando volviera a media noche el marido, el ogro del cuento. “Ahora tiene trabajo, pero ha estado muchos años en el paro”, pensó. Y entonces era peor, porque volvía borracho del bar y pasaba demasiado tiempo en casa. Esta noche le dejaría la comida ya calentada en el microondas, pero no estaría allí para aguantar su frustración golpeando su cuerpo. Había estado toda la noche escribiendo una nota, y la había dejado en el dormitorio, pero algo escondida, tal vez con suerte no la leería nadie.
Esta noche dormiría fuera, bailaría un poco en la discoteca del hotel y se probaría así misma que aún podía atraer a otros hombres, que no era demasiado mayor, y que aún se dejaba ver. A la mañana siguiente volvería a casa como si no hubiera pasado nada, o tal vez no. No imaginaba ningún futuro más allá de esa noche. 

Rosa no volvió al café. Sus amigas le enviaron un ramo de rosas, que es lo propio dado su nombre, afirmó una con humor negro. Las rosas fueron enviadas al hospital. Y luego más rosas. Más rosas que formaron un centro precioso junto al ataúd. Entre las coronas oficiales (la de la asociación de madres, la de la última empresa en que había estado limpiando) había un ramillete de flores naturales cortadas por su hijo. Las rosas se marchitaron y mustias y podridas fueron tiradas a la basura. Rosa se había ido deshojando y la primavera ni siquiera había empezado. En el entierro se alabó lo prudente y sensata que había sido Rosa en vida, cuando lo que en realidad querían decir es que nunca hablada.  Había sido un pilar para todas, repetían sus amigas, cuando en realidad querían decir que era como una columna más de la cafetería, que no llama la atención, y que además adorna.  

Rosa no llegó a irse al hotel dónde ella creía que empezaría su nueva vida. Había hecho una única denuncia el maltrato en la comisaría. A veces había ido hasta allí, pero al atravesar la puerta de entrada las piernas la habían temblado y flaqueaba, sin valor para llegar hasta el funcionario. Cuando la preguntaron ella titubeó, no la sacaron mucha información. Su denuncia fue archivada. Le dieron cita para la asistente social, pero ella nunca fue. La servilleta en la que había apuntado el teléfono la tiró en la primera basura que vio al salir de la oficina de policía. Intentó huir de todo aquel infierno, pero se condenó al mirar atrás, a todos aquellos años felices junto a su marido, y quedó presa como Eurídice para siempre en el infierno. 

Intentó huir, pero había dejado un zapato de cristal para que su marido la encontrara pronto. Había ido echando migas de pan para que su marido la siguiera hasta matarla. Le parecía ridículo ponerse una de esas cadenas que pitan cuando se acerca el agresor. Aquello no era maltrato, sólo de vez en cuando insultos, ella se sentía humillada por nada, o que se le iba la mano por el alcohol. Su marido le daba pena porque había estado muchos años en paro y le alegraba que por fin hubiera encontrado trabajo. Él la quería y sí la había puesto la mano encima era porque su amor era tan pura pasión que ella le volvía loquito de amor. Su amor era de verdad, como el de los cuentos de hadas y se querrían para siempre, hasta que la muerte les separara. 

Rosa se avergonzaba de confesar a alguien lo que sucedía, se sentía culpable, “lo que le pasa es por mi culpa, por no saber comprenderle” y se compadecía así misma. Como en una especie de síndrome de Estocolmo disculpaba a su marido que debido a su nuevo trabajo estaba tan nervioso últimamente. Debía apechugar porque le amaba con todas sus fuerzas. Y no podría soportar perderle, dejar de respirar su pecho lleno de sudor al volver de la fábrica. Debía aguantar lo que la había tocado, porque algún día él cambiaría y volvería a ser el de siempre. Su marido la pegaba “lo normal”, porque estas cosas pasan en todos los matrimonios sólo que ya no queda progre decirlo. El hombre tenía que llevar la voz cantante, pero no por machismo, sino porque siempre había sido así, siempre alguien tiene que marcar las reglas de juego. 
 
Cada paliza tenía una banda sonora, una música distinta. A su marido le encantaba Rosendo. A veces ella ponía el disco y respiraba su camiseta mientras le esperaba en la cama. Casi todas las noches ella se quedaba dormida antes de que él llegara. Pero la despertaba oír sus pisadas sobre la escalera, la llave sobre el picaporte. A veces odiaba aquel sonido estridente. Odiaba esos pasos, pero a la vez los esperaba ávidamente toda la noche. Era como oír a un demonio seduciéndole en un aquelarre de sexo. Su voz ronca y cascada por el tabaco parecía a veces una voz de ultratumba que la arrastraba a él hipnóticamente. Las discusiones empezaban por cualquier tontería. Ella veía la televisión, pero de pronto sus gritos ahogaban todo. Él se armaba del mando a distancia como de una pistola y ponía el partido de fútbol. 

Alguna vez Rosa había bajado a la taberna a buscar a su marido, para proponerle ir al cine o a un restaurante caro a cenar como antes. Él la había gritado que le estaba dejando en vergüenza delante de sus amigos, “¿Qué pensarán de que mi mujer vaya a buscarme al bar?” Él la sugería que se cambiara el pelo, eso de llevarlo rojo quedaba ridículo. “Ya no tienes 20 años, ya no es como antes. Y esos escotes que llevas, que te lo miran todos mis amigos, no lo digo por mí, lo digo por el niño, va a pensar que su madre es una puta…” Pero cuando Rosa vestía tapada hasta el cuello él la reprochaba que parecía una vieja, que la veía amargada últimamente, “hay que ver lo gorda y vieja que te has vuelto. Ya no hay por dónde agarrarte”, bromeaba él. El marido la echaba del bar con una palmadita en el culo. “En diez minutos subo. Llevo todo el día en la fábrica pensando en ti. Mira cómo me la has puesto”, la decía tocándose el paquete. A veces llegaba y le hacía brutalmente el amor en el sofá y otras veces volvía tan borracho que se acostaba sin mediar palabra y con la almohada en la cabeza.  A las 12 ella debía estar ya en casa, esperándole, con la comida hecha, porque todas las cenicientas tienen una hora de retirada. 

Cuando la encontraron muerta en el suelo de la sala encontraron también dos cartas. Una iba dirigida al marido. Era una carta de despedida cariñosa. No aguantaba más, pero le seguía amando. Quizá algún día volvería y todo sería como antes. La otra iba dirigida a su hijo y se disculpaba de dejarle solo y de no haber sido una buena madre para él. Las cartas nunca llegaran a su destino. La policía llegó demasiado tarde y la encontraron bañada en un charco de sangre.  Él se pegó un tiro después, cuando se dio cuenta de lo que había hecho. Nadie lo diría, decían los vecinos, con lo simpático que parecía en el rellano de la escalera. Un hombre educado y muy trabajador. 

 En el entierro todas las amigas gimieron “no somos nada” como podrían haber dicho “nosotras también nos estamos muriendo lentamente”. Rosa siempre fue callada, prudente y sensata. Su muerte causó gran consternación en el pueblo. Ya cadáver siguió siendo callada, prudente y sensata. El informe se resolvió en que le había asentado tres puñaladas tras una fuerte discusión. Las amigas siguen reuniéndose en el café de los cuentos de hadas tristes. 

 
 
Versión actualizada del poema entre los amados de San Juan de la Cruz;
Amado: La música callada, la soledad sonora, transitada por fantasmas. La oscuridad de mi alma, la penumbra y pesadumbre de este mundo Te busco, amada en esta noche estrellada Y no te encuentro. Te llamo al móvil y me sale sin cobertura. Te juro que me arrepiento. Yo no quise pegarte, ¿a dónde te me fuiste?
Amada; ¿A dónde te escondiste, amado, y me dejaste toda gemida? Como un cerdo huiste, Aquí, me tienes, clamando, a lágrima tendida. Me has dejado la cara empapada en lágrimas, me has dejado hecha una papilla, pero si por ventura vuelves; aquí me tienes; carne soy de tu arcilla.   Y todos cuantos vagan de ti me van mil gracias refiriendo, Y todos más me llagan. Déjame muriendo, que me quedo balbuciendo. En esta noche apagada y mis lágrimas cayendo.

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