La violencia en la
pareja se ha llamado de muchas formas; doméstica, de género, machista, incluso se
la califica de “amor romántico” distorsionando lo que fue el amor romántico en
la historia. La llamemos como la llamemos, constituye el principal problema de la
discriminación de género (pues la mayoría la ejerce el hombre hacía la mujer,
aunque también se da al revés y en otras orientaciones sexuales) Los
telediarios tratan a veces estas noticias con sensacionalismo, y el debate se
centra en si pueden disparar el efecto- llamada de imitación o el efecto
narcotizante de banalización del sufrimiento de la víctima al referirse a los
asesinatos como “un caso más” Las denuncias se archivan y a veces se actúa
cuando ya es demasiado tarde, El quinto objetivo del programa de la ONU para el
desarrollo es reducir esta violencia y ofrecer ayuda psicológica a victima y
agresor o establecer mecanismos como el alejamiento forzado o chips y
dispositivos en la agredida que detecten estos ataques.
Hacía tiempo que Rosa no acudía al café en que se citaban las
amigas. Eran amigas desde el colegio, se habían casado con los chicos de la
cuadrilla y habían tenido hijos a edades parecidas. Así que ahora se reunían en
los bancos del parque a charlar y comer pipas y fumar, mientras sus niños
jugaban en los columpios. A veces iban a la cafetería cercana. Siempre pedían
lo mismo, siempre el mismo café con leche removido nervioso por una cuchara,
mientras cotilleaban sobre famosas, olvidando un rato a sus maridos.
Tenía casi toda la mañana libre. A primera hora pasaba la
aspiradora con la sombra y el ruido de la televisión por única compañía. Así se
iba poniendo al día de los chismes de actualidad e iba formando una opinión
sólida sobre la famosa de la que luego debatirían. Se trataba de condenarlas o
justificarlas. A unas las admiraban, incluso envidiaban su riqueza, sus fiestas
y su glamur. Pero a otras las trataban con dureza, y las ridiculizaban. A Rosa también la infantilizaban como a una
protagonista más del candelero. No era Rosa sino Rosita. Rosa tenía sólo un par
de años menos que el resto de las compañeras de café, pero había algo infantil
o romántico en ella que hacía que las demás mujeres se permitieran aconsejarla
o adoctrinarla sobre la vida.
Después de pasar la aspiradora y barrer iba al súper cargada de
bolsas y el resto de la mañana quedaba libre para aquel café. Los hijos de
todas habían ido creciendo, y ya no quedaban en el parque sino directamente en
el bar. Eran las mismas, quizá más gordas y viejas. Parecía que la vida las
había sacudido cruelmente, pero no las había hecho madurar. Ahora sólo quedaba
vivir la vida a través de la vida de sus hijos y llenarles de elogios: todos
con notas estupendas, apuntados al fútbol, al baloncesto, al karate, a clases
de inglés, el FIRST, el EGA, las caras academias. Rosa ya no hablaba. La
miraban raro, pero tampoco les extrañaba su mutismo pues Rosa siempre se había
auto marginado a un segundo plano. Apenas hablaba de su marido, de sus hijos,
de sí misma.
Un día salió en la conversación una presentadora famosa de
televisión a la que su marido pegaba. Rosa se empezó a sentir mal y se fue
repentinamente del café, disculpándose porque tenía un enorme dolor de cabeza. A
todas les gustaba los pañuelos en el cuello que Rosa llevaba últimamente. Eran
fulares con dibujos étnicos que compró en una feria de artesanía y a veces
llevaba unos con acuarelas que le había estampado una amiga pintora. Pero Rosa sentía esos pañuelos como una
serpiente que la estrangulaba el cuello. También les gustaba su nuevo look. Esas
gafas de sol, cuando aún no había empezado la primavera, le daban un aspecto
informal y juvenil. Cuando la descubrieron una herida en el brazo, todas se
miraron inquisitivas, pero nadie dijo nada.
Hacía tiempo que nadie sabía nada de Rosa. A Rosa le gustaba leer novelas rosas de amor.
Sus amigas bromeaban con que era lo propio dado su nombre. A veces hablaban de
literatura y todos se reían de que con su edad aún leyera cuentos de hadas. Rosa
intentaba hablarles de la crueldad que hay en esos cuentos, en los originales
de los hermanos Grimm, pero cuando les hablaba del verdadero final de la bella
durmiente a todas les venía la imagen de la película de Disney. En esos cuentos
las hermanastras se cortaban el pie para que les cupiera el zapato del
príncipe. Y Rosa pensó que sus amigas eran hadas, pero como las de la edad
media, antes del romanticismo; mujeres feas y gordas que no volaban como
campanilla, pero podían echar ungüentos mágicos en el café. Rosa era la caperucita
a la que despreciaban llevar sombreros de un color tan comunista. Estaba harta
de cuidar enanitos. Y de encontrarse lobos en su camino.
Estaba harta de que los príncipes la salieran rana o sapo y
de ser la bella de la bestia. La vida era un cuento, pero un cuento cruel. Sus
amigas soplaban y soplaban intentando derribar su castillo de dentro. Rosa sabía
contarse cuentos así misma, negar la realidad, engañarse, pensar que todo seguía
bien, que su hijo no escuchaba por la noche golpes en la puerta, gritos y
puñetazos. Cuando su hijo abrió la puerta del cuarto y se la encontró tirada en
el suelo, llena de moratones, no sabía qué decirle. Nunca había sabido que
nana, cuento o oración era la apropiada a su edad y el niño siempre había
echado en falta que su madre le contara cuentos con un beso de buenas noches.
Ahora tocaba pasar la aspiradora al odio, recomponer el
jarrón roto, y barrer todos los cristales de la sala. Se había encerrado en el
baño y había roto a llorar sobre el retrete fantaseando con cortarse las venas.
Su hijo llamó a la puerta asustado, debería salir. Rosa había dejado la cena
preparada, para cuando volviera a media noche el marido, el ogro del cuento. “Ahora
tiene trabajo, pero ha estado muchos años en el paro”, pensó. Y entonces era
peor, porque volvía borracho del bar y pasaba demasiado tiempo en casa. Esta
noche le dejaría la comida ya calentada en el microondas, pero no estaría allí
para aguantar su frustración golpeando su cuerpo. Había estado toda la noche
escribiendo una nota, y la había dejado en el dormitorio, pero algo escondida,
tal vez con suerte no la leería nadie.
Esta noche dormiría fuera, bailaría un poco en la discoteca
del hotel y se probaría así misma que aún podía atraer a otros hombres, que no
era demasiado mayor, y que aún se dejaba ver. A la mañana siguiente volvería a
casa como si no hubiera pasado nada, o tal vez no. No imaginaba ningún futuro
más allá de esa noche.
Rosa no volvió al café. Sus amigas le enviaron un ramo de
rosas, que es lo propio dado su nombre, afirmó una con humor negro. Las rosas
fueron enviadas al hospital. Y luego más rosas. Más rosas que formaron un
centro precioso junto al ataúd. Entre las coronas oficiales (la de la
asociación de madres, la de la última empresa en que había estado limpiando)
había un ramillete de flores naturales cortadas por su hijo. Las rosas se
marchitaron y mustias y podridas fueron tiradas a la basura. Rosa se había ido
deshojando y la primavera ni siquiera había empezado. En el entierro se alabó
lo prudente y sensata que había sido Rosa en vida, cuando lo que en realidad querían
decir es que nunca hablada. Había sido
un pilar para todas, repetían sus amigas, cuando en realidad querían decir que
era como una columna más de la cafetería, que no llama la atención, y que
además adorna.
Rosa no llegó a irse al hotel dónde ella creía que empezaría
su nueva vida. Había hecho una única denuncia el maltrato en la comisaría. A
veces había ido hasta allí, pero al atravesar la puerta de entrada las piernas
la habían temblado y flaqueaba, sin valor para llegar hasta el funcionario. Cuando
la preguntaron ella titubeó, no la sacaron mucha información. Su denuncia fue
archivada. Le dieron cita para la asistente social, pero ella nunca fue. La
servilleta en la que había apuntado el teléfono la tiró en la primera basura
que vio al salir de la oficina de policía. Intentó huir de todo aquel infierno,
pero se condenó al mirar atrás, a todos aquellos años felices junto a su
marido, y quedó presa como Eurídice para siempre en el infierno.
Intentó huir, pero había dejado un zapato de cristal para que
su marido la encontrara pronto. Había ido echando migas de pan para que su
marido la siguiera hasta matarla. Le parecía ridículo ponerse una de esas
cadenas que pitan cuando se acerca el agresor. Aquello no era maltrato, sólo de
vez en cuando insultos, ella se sentía humillada por nada, o que se le iba la
mano por el alcohol. Su marido le daba pena porque había estado muchos años en
paro y le alegraba que por fin hubiera encontrado trabajo. Él la quería y sí la
había puesto la mano encima era porque su amor era tan pura pasión que ella le
volvía loquito de amor. Su amor era de verdad, como el de los cuentos de hadas
y se querrían para siempre, hasta que la muerte les separara.
Rosa se avergonzaba de confesar a alguien lo que sucedía, se
sentía culpable, “lo que le pasa es por mi culpa, por no saber comprenderle” y
se compadecía así misma. Como en una especie de síndrome de Estocolmo
disculpaba a su marido que debido a su nuevo trabajo estaba tan nervioso
últimamente. Debía apechugar porque le amaba con todas sus fuerzas. Y no podría
soportar perderle, dejar de respirar su pecho lleno de sudor al volver de la
fábrica. Debía aguantar lo que la había tocado, porque algún día él
cambiaría y volvería a ser el de siempre. Su marido la pegaba “lo normal”, porque estas cosas pasan en todos los
matrimonios sólo que ya no queda progre decirlo. El hombre tenía que llevar la
voz cantante, pero no por machismo, sino porque siempre había sido así, siempre
alguien tiene que marcar las reglas de juego.
Cada paliza tenía una banda sonora, una música distinta. A su
marido le encantaba Rosendo. A veces ella ponía el disco y respiraba su
camiseta mientras le esperaba en la cama. Casi todas las noches ella se quedaba
dormida antes de que él llegara. Pero la despertaba oír sus pisadas sobre la
escalera, la llave sobre el picaporte. A veces odiaba aquel sonido estridente.
Odiaba esos pasos, pero a la vez los esperaba ávidamente toda la noche. Era
como oír a un demonio seduciéndole en un aquelarre de sexo. Su voz ronca y
cascada por el tabaco parecía a veces una voz de ultratumba que la arrastraba a
él hipnóticamente. Las discusiones empezaban por cualquier tontería. Ella veía
la televisión, pero de pronto sus gritos ahogaban todo. Él se armaba del mando
a distancia como de una pistola y ponía el partido de fútbol.
Alguna vez Rosa había bajado a la taberna a buscar a su
marido, para proponerle ir al cine o a un restaurante caro a cenar como antes.
Él la había gritado que le estaba dejando en vergüenza delante de sus amigos, “¿Qué
pensarán de que mi mujer vaya a buscarme al bar?” Él la sugería que se cambiara
el pelo, eso de llevarlo rojo quedaba ridículo. “Ya no tienes 20 años, ya no es
como antes. Y esos escotes que llevas, que te lo miran todos mis amigos, no lo
digo por mí, lo digo por el niño, va a pensar que su madre es una puta…” Pero
cuando Rosa vestía tapada hasta el cuello él la reprochaba que parecía una
vieja, que la veía amargada últimamente, “hay que ver lo gorda y vieja que te
has vuelto. Ya no hay por dónde agarrarte”, bromeaba él. El marido la echaba
del bar con una palmadita en el culo. “En diez minutos subo. Llevo todo el día
en la fábrica pensando en ti. Mira cómo me la has puesto”, la decía tocándose
el paquete. A veces llegaba y le hacía brutalmente el amor en el sofá y otras
veces volvía tan borracho que se acostaba sin mediar palabra y con la almohada
en la cabeza. A las 12 ella debía estar
ya en casa, esperándole, con la comida hecha, porque todas las cenicientas
tienen una hora de retirada.
Cuando la encontraron muerta en el suelo de la sala encontraron
también dos cartas. Una iba dirigida al marido. Era una carta de despedida
cariñosa. No aguantaba más, pero le seguía amando. Quizá algún día volvería y
todo sería como antes. La otra iba dirigida a su hijo y se disculpaba de
dejarle solo y de no haber sido una buena madre para él. Las cartas nunca
llegaran a su destino. La policía llegó demasiado tarde y la encontraron bañada
en un charco de sangre. Él se pegó un
tiro después, cuando se dio cuenta de lo que había hecho. Nadie lo diría,
decían los vecinos, con lo simpático que parecía en el rellano de la escalera.
Un hombre educado y muy trabajador.
En el entierro todas las amigas gimieron “no somos nada” como
podrían haber dicho “nosotras también nos estamos muriendo lentamente”. Rosa
siempre fue callada, prudente y sensata. Su muerte causó gran consternación en
el pueblo. Ya cadáver siguió siendo callada, prudente y sensata. El informe se
resolvió en que le había asentado tres puñaladas tras una fuerte discusión. Las
amigas siguen reuniéndose en el café de los cuentos de hadas tristes.
Versión actualizada del poema entre los amados de San Juan de la Cruz;
Amado: La música callada, la soledad sonora,
transitada por fantasmas. La oscuridad de mi alma, la penumbra y pesadumbre de
este mundo Te busco, amada en esta noche estrellada Y no te encuentro. Te llamo
al móvil y me sale sin cobertura. Te juro que me arrepiento. Yo no quise
pegarte, ¿a dónde te me fuiste?
Amada; ¿A dónde te escondiste, amado, y me
dejaste toda gemida? Como un cerdo huiste, Aquí, me tienes, clamando, a lágrima
tendida. Me has dejado la cara empapada en lágrimas, me has dejado hecha una papilla,
pero si por ventura vuelves; aquí me tienes; carne soy de tu arcilla. Y
todos cuantos vagan de ti me van mil gracias refiriendo, Y todos más me llagan.
Déjame muriendo, que me quedo balbuciendo. En esta noche apagada y mis lágrimas
cayendo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario