Oswaldo despertó en el barracón y apartó la
mugrienta manta con la que su madre le había arropado la noche anterior. Había
estado abrazado a una rata como si fuera la almohada, la rata estaba aplastada
en la esterilla junto a un charco de sangre. No tenía sueño, pero tampoco
ninguna razón para despertarse aquella mañana. Hacía tiempo que había dejado de
acudir a la escuela popular, su madre no le veía ningún sentido práctico a lo que
aprendía allí. Su madre se hacía la loca, pero sabía perfectamente que la
rutina de Oswaldo era acudir al mercado de la Plaza Vieja o a la de San
Francisco, y “llenar el saco”. Oswaldo era un pillo. “Un cabrón”, le decían
allí.
Era extremadamente fácil deslizar alguna fruta cuando el vendedor no miraba, y aún más fácil meter la mano en el bolso de los turistas. Aquellos europeos se quedaban embobados mirando los edificios viejos, que no eran más que un montón de piedras Todos en La Habana le respetaban, se lo había ganado. Oswaldo tenía la misma dignidad que tuvo su padre, que se ganó la vida cómo pudo, conduciendo su “almendrón”, un taxi ilegal para los ricos. Oswaldo no quería pensar en su padre. Era un trabajo como otro cualquiera para traer algo de comida a casa. Se le agolpaba en la cabeza la imagen de su padre volviendo borracho a casa. Cualquier yanqui universitario de esos no podría hacerlo, se necesitaba de una habilidad especial, la de hacerse invisible entre la multitud y no tener muchos escrúpulos. Su padre babeando y lleno de alcohol, su padre vomitando en la puerta. “Puedo ganar más dinero que los maestros, ellos creen que saben, pero no saben nada de la vida de verdad”. Su padre pegando a su madre con una vara de hierro…
¡Ya estaba otra vez la vecina echando la basura
en la puerta de su casa!, ¡no se enteraba la vieja de que allí vivía una
familia! O lo que quedaba de ella. La vecina hacía muchas preguntas cada vez
que Oswaldo salía de casa. Aquella puta cotilla con su guayabera de flores era
tan gorda que no cabía por la puerta. La vieja llamaba a gritos a sus nietos
que la habían abandonado. Estaba medio loca. Sus lloros por la noche se los
comían baldosas y fantasmas y por la mañana sus sones despertaban a toda Cuba.
Lo de hacerse invisible no le resultaba difícil.
Oswaldo se camuflaba entre las masas de negratas que deambulaban por la Habana
como si estuvieran muy ocupados, cuando en realidad nada tenían más que hacer
que deambular sonámbulos por la oscura y sucia ciudad. Cuba estaba llena de luz
para el turista americano que se gastaba los dólares en los casinos o se servía
“bloody maries” en los bares para acabar en los locales de prostitución de
lujo. Cuba estaba llena de alegría, salsa, merengue y bachata, pero sólo como postal
que se vendía en las tiendas como otro souvenir más. Oswaldo paseaba por el
malecón, pero aquel sol no tenía luz para él. El sol era cruel y les
achicharraba, iluminaba artificialmente la ciudad en los quinqués de los
paseos, los tostaba a todos y los freía como frijoles, pero el sol tenía miedo
de los callejones oscuros llenos de contenedores de basura, y gatos maullando
de soledad. Cuba en realidad era oscura, y más negra que el África profunda. De
existir un Dios este jugaba al póker americano con la gente pobre, disfrutaba
con la miseria de todos y repartía mal las cartas.
El propio Oswaldo se sentía aquella mañana
demasiado negro, y se intentaba quitar esa suciedad de piel y alma con jabón
chimbo y una esponja de gamuza para taxis que encontraron entre “las cosas”. “Las
cosas” eran toda la herencia que les había dejado el padre, antes de que les
abandonara o muriera. Oswaldo no quería pensar en él. Apenas tenía recuerdos suyos,
quizá la sensación de que alguna vez fue abrazado.
Su padre había ido recopilando durante toda su
vida un montón de trastos viejos, recogidos de la calle o que encontraba en
basureros o que los turistas le regalaban. Oswaldo tenía la sensación de que
allí en Cuba todo era gratis; empezando por el sol que en vez de llenarles de
energía les adormecía para el trabajo y les despertaba de noche a la fiesta. Un
enorme bostezo resumía la ciudad, desde los funcionarios que hacían “bisnes” en
las oficinas hasta las bandas que traficaban con la droga. Todo les daba
pereza, y se codiciaban los pesos para intercambiarlos por comida, pero los
dólares no tenían allí el significado alquímico que le damos los occidentales.
La vida era un regalo que le habían obligado a
aceptar. Oswaldo había celebrado alguna vez su cumpleaños, cuando la abuela aún
vivía y traía pastel y ponían unas velas y todos soplaban. Hoy era el
cumpleaños de Oswaldo, su madre lo tenía señalado en el calendario encima de la
nevera, pero había dejado de celebrarse, ya no era un niño. “Los hombres no
tienen cumpleaños, eso son cosas de julandrones”. Oswaldo no tenía nada contra los gais. La
hija de Castro, el hermano del “padrecito” ahorita les había dedicado un
discurso lleno de buenismo llenándose la boca de palabras sobre derechos
humanos, que Oswaldo no entendía. “Lo que sé es que sin maricas y bajos de sal
Cuba se iría al garete. Esto es el paraíso para los viejos verdes que buscan chulos
en el malecón a bajos precios”.
Pero Oswaldo era muy macho. Antes se dejaría
colgar de una palmera que aceptar dinero de esos turistas que tocaban el culo a
los cubanitos en short. Además, Oswaldo tenía mujer. Allí en Cuba llamaban
mujer a todo. Era una chica con la que se acostaba, que siempre le hablaba de
poetas, de Reinaldo Arenas, de Lezama y José Martí. La conoció en la escuela.
Ahora iba a la universidad y pasaba un poco de él. Aquella intelectualilla solo
soñaba con ahorrar unos chavitos e irse a Miami y escribir un libro contra
Castro. Pero estaba muy buena la niña. Oswaldo no la escuchaba cuando se
sentaban en las rocas a tomar el sol hasta hacerse muy de noche. La dejaba
hablar, mientras miraba su cuerpo estremeciéndose como el balanceo de las olas
cuando descargaba su orgasmo de espuma contra el acantilado.
Isla era una Cuba, apenas un peñasco rodeado de
mar. Una isla es el mejor lugar del mundo para los solitarios, los que deciden
o son obligados a vivir aislados. María Elena miraba el mar inabarcable con sus
ojos de perla del caribe. Se daba mucha coba ante el espejo, igual quedaba con
ella a las 12 y llegaba dos horas más tarde de recolocarse el vestidito. Ahora,
con las rodillas apretadas al pecho, disertaba sobre por qué los intelectuales
occidentales habían imaginado el paraíso en forma de isla. Platón, Tomas Moro,
la Atlántida, incluso la isla de Nunca Jamás de Peter Pan, que era como Elenita
llamaba a Oswaldo a pesar de que ya tenía 15 años. Allí la edad daba igual,
solo es un dato en el DNI falsificado, porque la vida les hacía espabilar desde
pequeños y les robaba la infancia, si es que alguna vez la habían tenido o solo
era un par de fotos en un viejo álbum polvoriento. -Incluso Robinson Crusoe-
continuaba María Elena, de cuclillas sobre la cala. -¿Qué crees que simboliza
Robinson Crusoe, Oswaldito?- Oswaldo no entendía sus palabras, entretenido en
el movimiento de sus labios. – Robinson Crusoe es el civilizado que llega al
paraíso y en vez de disfrutar de él intenta colonizar al pobre Viernes. Lo
mismo que han hecho los EEUU con nosotros- Oswaldo pensó en que él mismo era un
Viernes, al que María Elena quería civilizar.
El mercado estaba muy triste aquella mañana,
oscuro como siempre y especialmente solitario. Normalmente el rastro bullía de
vendedores, charlatanes, y melones rodando por los suelos. Pero esa mañana
Castro daba un discurso. “El nuevo no era tan pesado como su hermano”, se
consolaban los habaneros. Aquellos discursos llenos de literatura se hacían
cada día más escuetos, como si cada vez hicieran menos falta las palabras
porque la vida se justificaba por si misma. Todos los cubanos estaban en la
plaza para escuchar la arenga presidencial.
Oswaldo celebraba ese día su cumpleaños, como la mayoría de los cubanos,
pues muchos padres habían registrado a sus hijos el día de la Revolución, haciendo
coincidir ambas fechas señaladas.
Oswaldo volvió con el saco vacío a casa.
Tampoco encontró a maría Elena en la playa.
Se habrá hecho “gusana”. Así llamaban a los cubanos listos que escapaban
de la isla en brazos de un turista español. Oswaldo se apeó para casa, pero no
encontró comida en el congelador. Aquella choza estaba hecha una bochinge.
Sentía ganas de darle candela a todo y acabar con su miseria. En la casa solo
se apilaban ruedas de coche, televisores que no funcionaban, móviles robados, cartones,
cajas, maderas… pero no había nada que llevarse a la boca. ¡Vaya regalo les
había dejado su padre! ¡ya se podía haber llevado toda esa basura del conuco a
la tumba! Se lo había dejado como una choza cruel, como su último chiste de mal
gusto. Aquel pendejo lo mejor que había hecho era irse y dejar en paz a la
madre llena de moratones. Se embalaba y no paraba, todo jalao, venga a fajarla
de galletas a la vieja. Su madre le había repetido miles de veces; -deja de
meter majá y ponte a trabajar-, pero Oswaldo no veía sentido a trabajar para no
ganar nada. Allí era imposible hacerse rico, solo compartir la pobreza. Tampoco
había trabajo de verdad. Se hacía que se trabajaba, pero en realidad todos dejaba
pasar el tiempo, entretenidos en los vuelos de las moscas y el recorrido de las
hormigas sobre sus piernas.
Cuba era oscura como la noche y todos sesteaban
y luego dormían. Se despertaban y volvían a dormir, pero sin sueño, movidos por
un sopor que inundaba todo de pereza. Quizá Oswaldo no sería el único que
soñaba despertar convertido un día en príncipe, ni el único que maldecía la
vida cuando volvía a encontrarse una rata bajo su almohada. Las tripas le
crujían y las engañaba con ron, era lo más fácil de cambiar por una cartilla de
racionamiento. El ron le daba sueño y así pasaba la tarde a la sombra hasta que
la noche lo volvía a cubrir todo con su manto igualador. La luna iluminaba las
farolas y los letreros luminosos de los casinos y pubs, pero Oswaldo aquella noche
se la pasó abrazado a su madre. Se la había encontrado muerta entre las sabanas,
insolada por el sol, y cubierta de sombra.
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