jueves, 21 de junio de 2018

EL SILENCIO DEL ABUELO


Dentro del proyecto tercero del programa de la ONU para el desarrollo se incide en la salud y el bienestar de todos los ciudadanos teniendo especial cuidado en el trato médico, sanitario y hospitalario hacía las personas mayores. Han sido los grandes olvidados y desaparecidos de los planes de desarrollo económico, pero en un mundo en que la tasa de ancianidad crece hasta casi equiparar las de población en edad activa y productiva, la tercera edad reclama mayor atención por parte de instituciones públicas, como se ha visto en las manifestaciones de pensionistas. Los ancianos se han manifestado en contra de recortes en pensiones o de esos aumentos de céntimos que parecen casi un insulto. Los países del primer mundo asisten con miedo al envejecimiento de su población. La vejez no siempre es sinónimo de posturas conservadoras o inmovilistas. Visibilizarlos en toda su complejidad es el objetivo también de este cuento.
 


Mi abuelo solía compartir su soledad con camaradas de otros tiempos en el bar la Última Guardia. En aquel bar los fantasmas servían las copas y la barra, polvorienta y llena de telarañas, tenía también un aire irreal. Mi abuelo es un anciano corpulento, cejijunto, huele a campo y su nariz es chata y amorfa como la de los cerdos, pues un accidente de carpintería se la deformó. Cuando el abuelo te mira, a través de sus gafas de ver, te devoran unos ojos oscuros de animal salvaje. Le crece la pelambrera en el pecho y bajo la nariz y entre los dedos como una madreselva que se adueña de todo. Ssonríe con sus mofletes surcados por una escandalosa cicatriz y me arrima su barba macilenta para darme un beso con sabor a trujas, el peor tabaco negro. El pelo ahora se le ha nevado y parece un oso de la nieve, “cuanto más peludo más hermoso”. El abuelo ha bebido ya todo lo del día y enciende su puro de humo espeso y sus palabras caen plomizas sobre los comensales. El abuelo a veces pierde la memoria, quién es, de dónde viene, dónde dejó la dentadura. Pierde el hilo de la conversación, pasea por los cerros de Úbeda y se le cae la baba en una servilleta.
 
Le han prohibido el tabaco, le han prohibido el bar, le han prohibido soñar toda su vida y ahora le han apartado de sus amigos. La cuidadora lo aleja casi a rastras, porque él no quiere abandonar su casa en la que ha vivido toda una vida, que es mucho tiempo. Y tampoco la taberna. El abuelo se despide de nosotros como una estrella en ciernes que va perdiendo a su público a medida que la casa se va difuminando de su cansada vista. el abuelo no se siente decadente, pues quiere dejar en el mundo su última actuación y despedirse con dignidad de su público en el teatro de este mundo. Quizá baile un tango agarrado a la muerte, como hacía con la abuela. Sabe que en el último momento la ganará al ajedrez, y le dará el jaque mate, como en la película de Bergman.
 
Ahora a veces vamos a verle a la residencia. Tras los cariñosos arrumacos, la llorera del patriarca suena estridente, como un grito en las cavernas, mientras nosotros comemos con los tenedores en pugna y en silencio. La cuidadora frota los platos con furia, fregando los cacharros y quejándose del abuelo. El abuelo a veces me da miedo. Aunque pueda parecer bruto, la abuela afirma que su corazón es grande como el mar. El abuelo representa para mí a los hombres duros o graves, hombres como los de antes, curtidos de palos. Él era un hombre ferruginoso, del hierro de los altos hornos o de las minas, con un corazón de metal y plomo y el mío en cambio es de vitriolo, hecho de coltán de móvil y tan frio como una pantalla de metacrilato de ordenador. Mi corazón se parece más a la manzana Appel de Macintosh que a un corazón. Si él era duro como el tabaco negro, yo era light como el cigarrillo rubio. Sí él era grave como la roca de la modernidad, yo era la mariposilla voluble que vuela ligera en la postmodernidad.
 
Al abuelo se le empañan las gafas y las limpia con una servilleta sucia En las historias que desgrana y desvaría se presenta como un vividor, un ligón de tabernas, el alma del pueblo. Fue carpintero en el pueblo y después currante chupatintas de banco y había llegado en los 60 a ser director general. El abuelo era un hombre realista en todos sus defectos; su carencia de imaginación, de sueños, de ideas. No sé qué piensa el abuelo, sí es que piensa en algo. Su mirada es impenetrable. Le agarro la mano, una mano llena de venitas. Tiene los ojos en blanco. Sentados en un banco del jardín de la residencia vemos pasar las nubes blancas entre grises chubascos. Miramos al cielo, con miedo de que se derrumbe sobre nuestras cabezas. El abuelo divaga. Dice cosas raras, de lejanos tiempos. Le limpio la baba que se le queda en la barbilla. Sus ojos son como telitas y a través de ellas no se ve nada y a la vez se ve un firmamento poblado de estrellas y a la vez se ve la nada y me asusta. 

 
Mi abuelo se apoya en su bastón para caminar. Su mano me la ofrece temblando y yo se la aprieto con fuerza y noto sus arrugas, blandas como tocar una gelatina. A veces me coge la cabeza entre sus manos y me revuelve un poco el pelo. Los ojos se me llenan de lágrimas cuando me mira fijamente a los ojos y me pregunta quién soy. Le digo “soy yo, abuelo” y me mira sin ver, después se ríe y posa su mirada en el suelo o en el horizonte. Está perdiendo la cabeza. Tiene ojos tristes, marrones como hojas de otoño. A veces creo que dentro de sus ojos no hay nada. Es como mirar a los ojos de los ciegos o de los locos. Dentro no hay nada; una oquedad vacía sin alma. Ya no hay alma, un ordenador la ha sustituido. Se lo dije a un cura el otro día y me contestó cínico, “¿y que más da la forma que informe a tu alma? ¡Almas perdidas en la laguna del Windows! 

 
El abuelo se fatiga andando. Empieza a correrle sudor desde su despoblada frente blanca hasta su nariz puntiaguda. Saca la lengua y resopla, echa toses y vaho por la boca, y a veces escupe al suelo y dice ¡qué azko!, como en un dialecto vasco. Le agarro de los brazos y hago fuerzas para sentarlo en un banco. No me gusta coger a mi abuelo como a una maleta o cualquier objeto que cargas, pero le agarro de las axilas y le siento con el culo hacía dentro y la espalda recta. Mi abuelo se ríe como un niño, le da risa tonta y a veces me contagia. Nos pasamos minutos riéndonos y luego nos miramos muy serios el uno al otro, como preguntándonos de qué nos reíamos. “Reíamos por no llorar”, pienso. Y acelero la silla de ruedas y él, excitado y lleno de adrenalina, me pide que me lo lleve lejos de allí, que lo secuestre, que lo saque de la residencia. 


Normalmente sólo miramos al frente. Mi abuelo y yo no hablamos apenas. Lo decimos todo con silencios. Pego una patada a una lata de coca cola. Los jardineros se encaraman a los árboles para podarles las ramas. Unas palomas se posan en nuestros pies y el abuelo les da una patada y aún así no las espanta. A mi abuelo le dan igual las palomas y a las palomas se las resbala mi abuelo. A veces le traigo el periódico del quiosco y él sonríe ante las ilustraciones que es lo único que puede ver. Los obreros hacen hoyos en el parque y las ratas voladoras de la ciudad son palomas grises. Sopla un viento que mece y vapulea los árboles en el aire roto. El silencio se puebla de fantasmas. 

Los jardineros rapan al cero a los árboles. Las mujeres hacen la compra en los súper mercados. El abuelo entona la Internacional y cree que el bar de la residencia es su bar, en el que hablaba de sindicatos con sus camaradas. El abuelo se queda dormido, con una sonrisa de felicidad, y el mundo se oscurece de pronto, como cuando se apagan todas las luces de un teatro y queda un triste loco monologando El abuelo interpreta al triste Hamlet con cada quejido y le habla al vacío, y Dios se hace el loco y sigue callado. Como si no le importáramos un carajo.
 
Las palomas le han tomado confianza al abuelo. La confianza da asco, y le faltan al respeto. Parece un espantapájaros de esos que ya no espantan a nadie. A mi abuelo la guerra le ha dejado un poco tocado del ala. Y todo le da igual. Se sienta en su banco y cuando viene algún conocido asiente con la cabeza y a veces deja escapar formulismos aprendidos de memoria como: “que tiempos locos estos” “Ay, señor, señor, no somos nadie”, “dios nos lo da, dios no lo quita”, “resignación, hijo, resignación”, “y usted que lo diga” “lleva usted toda la razón”. Y lo gracioso es que siempre queda bien mi abuelo con todo el mundo, soltando esas frases aprendidas. 

En la otra mesa hay otro viejo y el que parece ser su hijo le habla del tiempo atmosférico, que llevan mucho sin verse, que tiene mucho trabajo y no puede ir a verle tanto como quisiera, que mira cómo han crecido los nietos. Y le muestra una foto reciente de ellos, porque sus hijos tenían exámenes. Habla y habla el señor, y el abuelo parece desear 1ue ese monologo acabe y le dejen en paz. “Está usted como una rosa, no pasa el tiempo por usted”. Y el viejo ni siquiera le mira. Como esos amigos de infancia que se encuentran en la calle y no saben de qué hablar y acaban la conversación con un “a seguir tirando”. El abuelo asiente a todo con la cabeza, perdido en sus recuerdos. Y el hijo se va de la residencia pensando que el abuelo está como siempre, y que fue acertado dejarle allí, tan bien cuidado, en una residencia que lo tiene todo. Que por tener tiene piscina y camas individuales y lo bien que le dan de cenar. Que el abuelo está como un chaval lo piensa de veras, y se va tranquilo. El abuelo ha aprendido a responder a todos los que estos quieren oír. 

 
De pronto mi abuelo parece acordarse de algo, se frota la calva, arquea las cejas en forma de interrogante, mueve sus labios como si fuera a preguntar algo... y después nada, silencio, los labios vuelven a su posición inicial. Una lagrimilla parece salir de uno de sus opacos ojos y vuelve a quedarse dormido con los ojos abiertos. ¿En qué piensas abuelo? le pregunto. Pero no me responde, sólo me mira sin comprender. Quizá ni siquiera me haya reconocido y tenga que volver a explicarle que soy yo, su nieto. Mi abuelo frunce el ceño y gira un dedo a la altura de su frente como dando a entender que estoy loco. ¡vaya loco, que se me pone a hablar como a los niños! Quizá eso sea cierto. Y por eso me da la razón como a los locos. Quizá él, con su Alzheimer, sea el más cuerdo. Seguirá siendo para mí un secreto el mundo en que vive mi abuelo, y lo que piensa en su lucidez desmemoriada. Me pregunto en qué piensa como puedo preguntármelo de un gato cuando me mira indiferente. ¿Qué esperan sus ojos de mí? ¿por qué posa sus ojos primero aquí, luego allí y porque luego parpadea? Parece que va a hablar y no habla. Intento moverle del banco y no me responde. Le estoy molestando. Está tan callado como un dios ausente, y me mira y quizá me juzgue. Y no se mueve, como si se hubiera quedado dormido, y le dejo a solas con sus desmemoriados recuerdos.  

 

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