Dentro del proyecto tercero del
programa de la ONU para el desarrollo se incide en la salud y el bienestar de todos
los ciudadanos teniendo especial cuidado en el trato médico, sanitario y
hospitalario hacía las personas mayores. Han sido los grandes olvidados y desaparecidos
de los planes de desarrollo económico, pero en un mundo en que la tasa de
ancianidad crece hasta casi equiparar las de población en edad activa y
productiva, la tercera edad reclama mayor atención por parte de instituciones
públicas, como se ha visto en las manifestaciones de pensionistas. Los ancianos
se han manifestado en contra de recortes en pensiones o de esos aumentos de
céntimos que parecen casi un insulto. Los países del primer mundo asisten con
miedo al envejecimiento de su población. La vejez no siempre es sinónimo de
posturas conservadoras o inmovilistas. Visibilizarlos en toda su complejidad es
el objetivo también de este cuento.
Mi abuelo solía compartir su soledad con
camaradas de otros tiempos en el bar la Última Guardia. En aquel bar los
fantasmas servían las copas y la barra, polvorienta y llena de telarañas, tenía
también un aire irreal. Mi abuelo es un anciano corpulento, cejijunto, huele a
campo y su nariz es chata y amorfa como la de los cerdos, pues un accidente de
carpintería se la deformó. Cuando el abuelo te mira, a través de sus gafas de
ver, te devoran unos ojos oscuros de animal salvaje. Le crece la pelambrera en el
pecho y bajo la nariz y entre los dedos como una madreselva que se adueña de
todo. Ssonríe con sus
mofletes surcados por una escandalosa cicatriz y me arrima su barba macilenta
para darme un beso con sabor a trujas, el peor tabaco negro. El pelo ahora se
le ha nevado y parece un oso de la nieve, “cuanto más peludo más hermoso”. El
abuelo ha bebido ya todo lo del día y enciende su puro de humo espeso y sus
palabras caen plomizas sobre los comensales. El abuelo a veces pierde la
memoria, quién es, de dónde viene, dónde dejó la dentadura. Pierde el hilo de
la conversación, pasea por los cerros de Úbeda y se le cae la baba en una
servilleta.
Le han prohibido el tabaco, le han prohibido
el bar, le han prohibido soñar toda su vida y ahora le han apartado de sus
amigos. La cuidadora lo aleja casi a rastras, porque él no quiere abandonar su
casa en la que ha vivido toda una vida, que es mucho tiempo. Y tampoco la
taberna. El abuelo se despide de nosotros como una estrella en ciernes que va
perdiendo a su público a medida que la casa se va difuminando de su cansada
vista. el abuelo no se siente decadente, pues quiere dejar en el mundo su
última actuación y despedirse con dignidad de su público en el teatro de este
mundo. Quizá baile un tango agarrado a la muerte, como hacía con la abuela. Sabe
que en el último momento la ganará al ajedrez, y le dará el jaque mate, como en
la película de Bergman.
Ahora a veces vamos a verle a la residencia. Tras
los cariñosos arrumacos, la llorera del patriarca suena estridente, como un
grito en las cavernas, mientras nosotros comemos con los tenedores en pugna y
en silencio. La cuidadora frota los platos con furia, fregando los cacharros y quejándose
del abuelo. El abuelo a veces me da miedo. Aunque pueda parecer bruto, la abuela
afirma que su corazón es grande como el mar. El abuelo representa para mí a los
hombres duros o graves, hombres como los de antes, curtidos de palos. Él era un
hombre ferruginoso, del hierro de los altos hornos o de las minas, con un
corazón de metal y plomo y el mío en cambio es de vitriolo, hecho de coltán de
móvil y tan frio como una pantalla de metacrilato de ordenador. Mi corazón se
parece más a la manzana Appel de Macintosh que a un corazón. Si él era duro
como el tabaco negro, yo era light como el cigarrillo rubio. Sí él era grave
como la roca de la modernidad, yo era la mariposilla voluble que vuela ligera
en la postmodernidad.
Al abuelo se le empañan las gafas y las
limpia con una servilleta sucia En las historias que desgrana y desvaría se
presenta como un vividor, un ligón de tabernas, el alma del pueblo. Fue
carpintero en el pueblo y después currante chupatintas de banco y había llegado
en los 60 a ser director general. El abuelo era un hombre realista en todos sus
defectos; su carencia de imaginación, de sueños, de ideas. No sé qué piensa el abuelo, sí es
que piensa en algo. Su mirada es impenetrable. Le agarro la mano, una mano
llena de venitas. Tiene los ojos en blanco. Sentados en un banco del jardín de
la residencia vemos pasar las nubes blancas entre grises chubascos. Miramos al
cielo, con miedo de que se derrumbe sobre nuestras cabezas. El abuelo divaga. Dice
cosas raras, de lejanos tiempos. Le limpio la baba que se le queda en la
barbilla. Sus ojos son como telitas y a través de ellas no se ve nada y a la
vez se ve un firmamento poblado de estrellas y a la vez se ve la nada y me
asusta.
Mi
abuelo se apoya en su bastón para caminar. Su mano me la ofrece temblando y yo
se la aprieto con fuerza y noto sus arrugas, blandas como tocar una gelatina. A
veces me coge la cabeza entre sus manos y me revuelve un poco el pelo. Los ojos
se me llenan de lágrimas cuando me mira fijamente a los ojos y me pregunta quién
soy. Le digo “soy yo, abuelo” y me mira sin ver, después se ríe y posa su
mirada en el suelo o en el horizonte. Está perdiendo la cabeza. Tiene ojos
tristes, marrones como hojas de otoño. A veces creo que dentro de sus ojos no
hay nada. Es como mirar a los ojos de los ciegos o de los locos. Dentro no hay
nada; una oquedad vacía sin alma. Ya no hay alma, un ordenador la ha sustituido.
Se lo dije a un cura el otro día y me contestó cínico, “¿y que más da la forma
que informe a tu alma? ¡Almas perdidas en la laguna del Windows!
El
abuelo se fatiga andando. Empieza a correrle sudor desde su despoblada frente
blanca hasta su nariz puntiaguda. Saca la lengua y resopla, echa toses y vaho
por la boca, y a veces escupe al suelo y dice ¡qué azko!, como en un dialecto vasco.
Le agarro de los brazos y hago fuerzas para sentarlo en un banco. No me gusta
coger a mi abuelo como a una maleta o cualquier objeto que cargas, pero le
agarro de las axilas y le siento con el culo hacía dentro y la espalda recta.
Mi abuelo se ríe como un niño, le da risa tonta y a veces me contagia. Nos
pasamos minutos riéndonos y luego nos miramos muy serios el uno al otro, como preguntándonos
de qué nos reíamos. “Reíamos por no llorar”, pienso. Y acelero la silla de
ruedas y él, excitado y lleno de adrenalina, me pide que me lo lleve lejos de
allí, que lo secuestre, que lo saque de la residencia.
Normalmente
sólo miramos al frente. Mi abuelo y yo no hablamos apenas. Lo decimos todo con
silencios. Pego una patada a una lata de coca cola. Los jardineros se encaraman
a los árboles para podarles las ramas. Unas palomas se posan en nuestros pies y
el abuelo les da una patada y aún así no las espanta. A mi abuelo le dan igual
las palomas y a las palomas se las resbala mi abuelo. A veces le traigo el
periódico del quiosco y él sonríe ante las ilustraciones que es lo único que
puede ver. Los obreros hacen hoyos en el parque y las ratas voladoras de la
ciudad son palomas grises. Sopla un viento que mece y vapulea los árboles en el
aire roto. El silencio se puebla de fantasmas.
Los
jardineros rapan al cero a los árboles. Las mujeres hacen la compra en los
súper mercados. El abuelo entona la Internacional y cree que el bar de la
residencia es su bar, en el que hablaba de sindicatos con sus camaradas. El
abuelo se queda dormido, con una sonrisa de felicidad, y el mundo se oscurece
de pronto, como cuando se apagan todas las luces de un teatro y queda un triste
loco monologando El abuelo interpreta al triste Hamlet con cada quejido y le
habla al vacío, y Dios se hace el loco y sigue callado. Como si no le
importáramos un carajo.
Las
palomas le han tomado confianza al abuelo. La confianza da asco, y le faltan al
respeto. Parece un espantapájaros de esos que ya no espantan a nadie. A mi
abuelo la guerra le ha dejado un poco tocado del ala. Y todo le da igual. Se
sienta en su banco y cuando viene algún conocido asiente con la cabeza y a
veces deja escapar formulismos aprendidos de memoria como: “que tiempos locos
estos” “Ay, señor, señor, no somos nadie”, “dios nos lo da, dios no lo quita”,
“resignación, hijo, resignación”, “y usted que lo diga” “lleva usted toda la
razón”. Y lo gracioso es que siempre queda bien mi abuelo con todo el mundo,
soltando esas frases aprendidas.
En
la otra mesa hay otro viejo y el que parece ser su hijo le habla del tiempo
atmosférico, que llevan mucho sin verse, que tiene mucho trabajo y no puede ir
a verle tanto como quisiera, que mira cómo han crecido los nietos. Y le muestra
una foto reciente de ellos, porque sus hijos tenían exámenes. Habla y habla el
señor, y el abuelo parece desear 1ue ese monologo acabe y le dejen en paz. “Está
usted como una rosa, no pasa el tiempo por usted”. Y el viejo ni siquiera le
mira. Como esos amigos de infancia que se encuentran en la calle y no saben de
qué hablar y acaban la conversación con un “a seguir tirando”. El abuelo
asiente a todo con la cabeza, perdido en sus recuerdos. Y el hijo se va de la
residencia pensando que el abuelo está como siempre, y que fue acertado dejarle
allí, tan bien cuidado, en una residencia que lo tiene todo. Que por tener
tiene piscina y camas individuales y lo bien que le dan de cenar. Que el abuelo
está como un chaval lo piensa de veras, y se va tranquilo. El abuelo ha
aprendido a responder a todos los que estos quieren oír.
De
pronto mi abuelo parece acordarse de algo, se frota la calva, arquea las cejas
en forma de interrogante, mueve sus labios como si fuera a preguntar algo... y
después nada, silencio, los labios vuelven a su posición inicial. Una
lagrimilla parece salir de uno de sus opacos ojos y vuelve a quedarse dormido
con los ojos abiertos. ¿En qué piensas abuelo? le pregunto. Pero no me
responde, sólo me mira sin comprender. Quizá ni siquiera me haya reconocido y
tenga que volver a explicarle que soy yo, su nieto. Mi abuelo frunce el ceño y
gira un dedo a la altura de su frente como dando a entender que estoy loco. ¡vaya
loco, que se me pone a hablar como a los niños! Quizá eso sea cierto. Y por eso
me da la razón como a los locos. Quizá él, con su Alzheimer, sea el más cuerdo.
Seguirá siendo para mí un secreto el mundo en que vive mi abuelo, y lo que
piensa en su lucidez desmemoriada. Me pregunto en qué piensa como puedo
preguntármelo de un gato cuando me mira indiferente. ¿Qué esperan sus ojos de
mí? ¿por qué posa sus ojos primero aquí, luego allí y porque luego parpadea? Parece
que va a hablar y no habla. Intento moverle del banco y no me responde. Le estoy
molestando. Está tan callado como un dios ausente, y me mira y quizá me juzgue.
Y no se mueve, como si se hubiera quedado dormido, y le dejo a solas con sus
desmemoriados recuerdos.
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