Como ya estaba rehabilitado
socialmente, aunque la enfermedad de la esquizofrenia no tiene cura, me
obligaron a ir a un centro de día. Los viejos leían el periódico y sorbían café mientras los adolescentes aprendían a cocer espaguetis en una cazuela. Mis juicios por cleptomanía me obligaron a
barrer una ONG y recoger los ceniceros con colillas de activistas. Luego fui metido en una
empresa de trabajo protegido, Lantegi Batua, “Trabajo Uniforme”, también lo
llaman Usoa, “Palomita” en éusquera.
Me enseñaron la planta de la
cadena de montaje. Unos Down cortaban papel y lo metían a la trituradora.
También juntabas cables. Ensobrabas nóminas. O hacías rollos de celo. ¡Era tan
interesante y educativo! No duré mucho en la maquina de rollos de celo. Me lo
había explicado la compañera una y otra vez, todos los días, y seguía poniendo
el celo mal. Así que me cogía un libro y leía o escribía algo. De nuevo me
arrebataron mis escritos. Pero esta vez la cuidadora los apreció. Era la misma
que me pinchaba con un palo cuando me dormía y la que bajaba los brazos en puño
en los que apoyaba mi sueño sobre la rueda de montaje. Yo me sentía Charlot en
Tiempos modernos, perdido entre tubos y tubismos, entre cubos y cubismos. “Hemos
pensado. ya que te niegas a trabajar en la producción, que lleves un taller de
literatura, así les acercas el tema a tus compañeros”
Aquello fue un show. Yo era el
payaso del que se reían, cuando les explicaba los diferentes movimientos
literarios. Llenaba la pizarra de
nombres; romanticismo, realismo, generación del 98… Aquella pizarra parecía la
de Jhon Nass, esquizofrénico premio nobel en matemáticas.
Creo que aquel lío conceptual en
la pizarra verde, lleno de flechas, subrayados, índices e interrelaciones no lo
entendía ni yo. Y encima me empeñaba luego en copiar la pizarra en un papel
para guardar el recuerdo de la clase. Así que elaboré unos Powers Point
explicativos. Tampoco estos me los dejaron llevármelos a casa, porque eran
propiedad informatica de la empresa, así que los copiaba absurdamente en un folio. Como no entendían una palabra de lo que intentaba
contarles, dejé de poner texto y simplemente ilustraba aquella presentación con fotos de Baroja para que se
rieran de su boina. Les hablaba de películas de la BBC basadas en novelas de
Jane Austen pensando así hacerlo más dinámico o entretenido o buscar
referencias cercanas que hubieran visto en televisión. Tampoco mostraban asomo de orgullo, sentido, prejuicio o sensibilidad hacía estas peliculas. Quizá tendría que hablarles de Espinete, pensé. Eran incapaces de
diferenciar un tocado barroco de una peluca del XVII. Les hacía exámenes y me
divertía mucho con sus respuestas. En vez de surrealismo me pusieron “sombrerismo”,
¡realmente el sombrero de Baroja les había impactado más que sus “luces y
sombras”! Por supuesto, que me reía de ellos y de sus deficiencias en sus
exámenes. Igual que ellos se reían de mi predica al desierto.
Me reía de las enanas, y a la
deficiente que cortaba papel la robaba periódicos para rabiarla. Recortaba las
noticias de cultura y ella se enfadaba mucho. Su labor era cortar papel y el
que le robara de vez en cuando un periódico alteraba su importante misión a la
que había sido destinada. Su cometido era cortar papel. Era la delegada de
nivel 3 en materia de corte papelero. Había un gitano con pluma, señores
mayores, síndromes de Down que bailaban salsa el día de la fiesta del centro. Ese
día todos hacíamos un paripé ante el alcalde, las autoridades y las familias. Era una especie de lavado de imagen.
La fábrica estaba dividía en
secciones. Una cancerbera minusválida
custodiaba la entrada. Arriba estaban las oficinas de dirección. Dos despachos,
con dos jefas, una era la guapa y la otra la fea. Una era Marianne y la otra Elinor, las protagonistas de Orgullo y Prejuicio. La fea estaba amargada y
firmaba entradas y salidas de empleados con la impasibilidad y sentido con que se firman
sentencias de muerte. La guapa solo leía novelas románticas en su despacho. Arriba estaban
los almacenes, que visité junto a las dos jefas, y dónde se confeccionaba ropa en máquinas
de coser. Aquello me trajo al recuerdo las maquinas Singer de las costureras
del franquismo que nunca había conocido. También lavaban ropa en la lavandería,
planchaban y le daban tinte. ¡Vaya negocio que tenían montado, pagando cuatro
duros! Eran como niños africanos cosiendo balones de fútbol para Nike.
Abajo
estaba la cadena de montaje de piezas, lo llamaban subcontratación, no sé si
porque todos estábamos subcontratados, es decir, con un contrato ilegal para
minusválidos. No se hablaba de sueldos o salarios sino de compensación
económica. Es decir, legalmente teníamos condición de voluntarios. Pongo la
mano en el fuego de que allí ninguno habíamos venido por nuestra propia
voluntad sino presionados por padres y siquiatras, o centros de día. Es duro
tener en casa todo el día a un Nini (ni estudia ni trabaja) jugando a la play
station y más duro a un síndrome de Down molestando sus rutinas laborales. Así
que aquel centro les ofrecía una solución fácil y rápida. Disfrazado de apoyar
su integración social estaban aprovechándose de los minusválidos, explotándoles,
cosificándoles e instrumentalizando su enfermedad, usándoles de mano de obra
barata. Las compensaciones económicas eran de 100 euros, cifra que podía subir
si ibas subiendo de nivel; nivel 1, nivel 2, nivel 3. Según cortaras papel o hicieras tareas más sublimes. Flejar publicidad en la máquina era nivel 2, y nivel 3 era imprimier en
la impresora, escanear o repartir publicidad por los buzones subido a una
furgoneta. De ese sueldo te descontaban el precio del menú, 1 e y medio al día, pues te obligaban a comer en el comededo que tenían y lo recortaban de los 100 e. Los jardineros cobraban algo más, pero tenían que levantarse a las 6
de la mañana para podar y barrer las hojas de los parques. Yo me sentía una
Alicia loca en el País de las Pesadillas. Esos jardineros teñían las rosas de rojo
para el gusto de la reina de corazones, la jefa encargada. Ella les sonría como
el gato de Alicia y les echaba el humo como la oruga fumata . Sólo cuando
abandoné aquella fábrica de explotación y subcontratación y pisé de nuevo un psiquiátrico
para visitar a una amiga me sentí por primera vez “al otro lado del espejo”.
A
la amiga la acababa de dejar el marido, aportándola de sus hijos y sentía aquel
ingreso como si estuvieran haciendo una película con ella. La trajo aqui la ertxaina porque se negaba a pagar la habitación de hotel donde había pasado la noche. Pero yo ya no era el loco, sólo venía de visita. Me avergonzó alegrarme del sufrimiento ajeno, pero aquella mujer estaba fatal, cada día que iba a verla la encontraba más zombi y más engordada por la medicación. Una vez la presenté a mi padre, un eterno ligón, a la que le pareció una neurotica escapada de Woody Allen. Vino ese día tan medicada que cuando le presenté a mis amigos todos pensaron que la había drogado. Se rieron de ella, pero en el fondo les molaba lo que se hubiera metido que le dejaba tan grogi. La pobre mujer me lloraba por la Gran Vía, "¿y ahora qué hago me suicido, me tiro del puente de la Salve?" La mujer se iba cayendo como en un calvario sin magdalena y en el metro cuando ya iba a coger el último a mi pueblo la oigo derrumbarse, y el bolso por el suelo...Aquella mujer se me había declarado sentimentalmente para afirmar un segundo despúes que quizá era lesbiana y por eso le atraían los gays. (Me hace gracia esto de los gays y lesbianas y los que se definen como indefinidos) Pensaba seriamente que yo era un actor contratado por la Paramont para la pelicula que rodaban con su vida, y me dio mucha pena. Pero no quiero hablar de los cafés tristes de estas muertas en vida, sino seguir con la historia del centro de trabajo protegido.
Trabajo Unificado (Lantegi Batua)
tenía como símbolo una paloma (Usoa), que es lo propio tanto para la paz como para los
subnormales, desde que lo primero se le ocurrió a Dios con Noé y lo segundo al filocomunista
de Alberti.
En la parte de abajo estaba el
sótano, donde la leyenda decía que ataban a los rebeldes con argollas ante un
teatro de sombras. Y también estaba el gimnasio. Allí la monitora nos movía a
ritmo de radiocasete. Los Down ensañaban su numero de baile y todos les
aplaudíamos a rabiar; ¡unos subnormales capaces de bailar salsa! El teatro
siempre es más teatro si lo hacen gitanos recogidos de la calle, aunque no
sepan interpretar. Nosotros ensayábamos para el baile de la gran fiesta anual.
Nada podía fallar, aunque aquello desafinara más que un coro escolar, y los
pasos no fueran acompasados. Desde esta pluralidad y respeto al diferente, cada
uno entendía la música a su forma y así sí uno daba palmas mientras él otro pegaba
saltitos. Nadie seguía el ritmo ni el orden de pasos e intervenciones. Sólo la
monitora de aerobic parecía disfrutar con todo esto. Esta mujer se machacaba en
el gimnasio todo el día. Yo al gimnasio solo fui una vez a hacer posturitas y
cunado me pusieron en la maquina trasportadora de esas me salió todo el flato y
lo único bueno fue ver luego a los vigoréxicos fibrados de la sauna. Sin
embargo, esta mujer se había obsesionado con el ejercicio físico. A cada paso
de baile rítmico que daba soplaba a la casa de los tres cerditos, como si
expulsara todo el dolor que le había causado su exmarido. “Inspiración. Expiración”.
Nosotros sólo la mirábamos los pechos,
se movían cuando ella se inspiraba y cuando daba saltitos. La tirábamos balones para
que se agachara a cogerlos. A veces los Down envolvían a otro entre dos
colchones y lo llamaban “sándwich” entre risitas.
Muchos sándwiches se repartieron en platos de
plástico en aquella fiesta. El alcalde había asistido y había pronunciado un
discurso y ahora se sacaba fotos con la prensa. Las autoridades hablaban de la
integración de los discapacitados en el mundo laboral. Nuestras familias
también vinieron y les enseñaron los hornos de exterminio en los que
trabajábamos. En la pared había un poster con las fotos de todos nosotros, con
nuestros monos azules, aunque sin cascos azules. (La ONU creo que no conoce
nuestra penosa situación.) Había una máquina
de fichar por la que había que pasar la tarjeta al entrar y salir. Les
enseñaron los vestuarios y las taquillas. Un compañero, que me metía más
presión que los propios encargados para que trabajara y no vagueara, les enseñó
toda la fábrica y después todos comimos tres langostinos por persona. Contados. Aquella
fiesta de serpentinas, sangría sin alcohol en pajitas, desenfreno de
matasuegras y excesos rítmicos me llenó de una felicidad inolvidable.
Al final de esta efemeride tuve que liarla.
Bebí más coca cola light de la cuenta y borracho de bebidas azucaradas me reí
de la subnormal que cortaba el papel y no me dejaba llevarme los Babelias del País. El alcalde lo vio. Y los periodistas fotografiaron mi corte
de mangas, un gesto cariñoso hacía su persona tan servicial y obediente. La Down
se echó a llorar, como una niña. Y malvado de mí, fui requerido al despacho de
la superiora. De la jefa fea, claro. La otra no podía interrumpir el capitulo
de la Montaña Mágica. No podía haber elegido mejor novela para enterarse de una vez por todas lo que pasaba en aquella casa de locos y jaula de grillos. Y de esta forma fui despedido también de allí. Y con
lágrimas de felicidad, esta sí de verdad (y no la sonrisa de circustancias para la foto oficial de la fiesta), dejé aquel centro y a la paloma “políticamente
correcta” grabada en la puerta del taller. Sentí que ella me despedía con una
de sus alas rotas y la florecilla en el pico. Luego retomé los estudios de periodismo que mi enfermedad
psiquiátrica había interrumpido. Pero eso es otra historia, que os cuento cuando apruebe el dichoso Trabajo fin de grado, y con el titulo bajo el brazo a modo de ala voladora. Una bandada de
palomas en el cielo me señalaba por fin la Libertad. Usoas, Usoas...pio, pio.
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