Tras el 11 s, tras toda la tragedia, Nueva York ha vuelto a la normalidad. Relativamente. En el metro noto las caras de pánico de todos. Nadie lee una novela, todos se remueven nerviosamente en su asiento y escuchan con terror cada parada que anuncia el metro. Hay ejecutivos consultando su reloj de mano. Todos tienen prisa, como el conejo de Alicia, todos llegan tarde. Parecen cuervos negros con trajes y maletines negros. Los inmigrantes miran al suelo como si estuvieran en un tren de deportados hacía un campo de exterminio. Una pareja de ecuatorianos se ha quedado dormida a la vez, compartiendo el mismo sueño. Otros bostezan invitando a bostezar a los demás, como si sobre aquel vagón se hubiera posado el sueño centenario del hechizo de la bella durmiente.
En el asiento de al lado una especie de monja
masculla como oraciones de un libro negro que parece la Biblia. Un
punki de pelo azul eléctrico me mira agresivamente, con dentadura y baba de rottweiler
fiero. Estas nuevas generaciones no respetan nada. Quizá los mismos salmos que
a la religiosa le parecen palabra dulce del señor sean para este psicópata en
potencia unos mensajes apocalípticos geniales para escribir con sangre de
victima degollada en la pared. Me siento mal conmigo mismo por desconfiar de
este adolescente que quizá se dirija a leer poesía anarquista en una casa
okupa. Pero no confío en nadie. Cada vez que veo a un árabe meto la mano a mi
bolsillo para comprobar que sigue mi móvil en el bolso en el que le dejé. Luego
pienso en el terrorista potencial que en su maleta puede guardar una bomba.
Abro el periódico y el titular sensacionalista me da aún más miedo. ¡Una nueva
amenaza del dictador coreano de usar sus armas de destrucción masiva! Imagino
cómo sería la destrucción de este mundo. Incluso de la monja que me sonríe con
su mirada limpia dulcemente. Todo será destruido como en una nueva Sodoma y
Godoma. ¿Y si hay veinte hombres inocentes? ¿Y si hay un solo hombre justo en
el mundo? (que por supuesto soy yo) “Entonces no destruiré el mundo, tranquilo”,
prometía ese dios mentiroso e hipócrita. Pero Dios provocó el diluvio
universal, y sólo se preocupó de salvar especies animales. Y a Noe y a su
mujer, como unos nuevos Adán y Eva.
Aquel Dios amor era en realidad un dios
castigador y belicoso, un dios vengativo al que no le tembló el pulso para matar
a su propio hijo en la cruz, que había castigado al pueblo judío, desde el
éxodo y la diáspora hasta ya en el siglo XX con el holocausto. ¡Y menos mal que
era el elegido, que sí no llega a serlo…! Trump se estaba cargando todos los
acercamientos de Obama con Cuba, seguí ojeando el periódico, el problema de
oriente medio, de nuevo. Aún me dolía en el estomago el kebab que había comido
hoy al salir del trabajo. Me había recorrido todos los restaurantes de la gran
Manzana, pero todos los menús eran demasiado caros y al final había encontrado
un kebab de dos euros. Tenía calagera, me gritaba el estómago. Los kebabs son
la venganza de oriente hacía los occidentales. Nosotros les hemos robado su
vida, su cultura, hemos provocado guerras internas para seguir explotando su
petróleo. Las multinacionales de armas en áfrica se frotan las manos cada vez
que se desata una nueva guerra tribal. Todos aquellos niños armados y esas
victimas inocentes eran sólo cifras aumentando sus negocios. Podía llegar a
comprender intelectualmente a los integristas islámicos, pero no por ello
dejaba de tener menos miedo cada vez que veía a un árabe. A un amigo le
gustaban las chicas árabes, decía que tenían una boca más sensual que la de los
occidentales, pero yo era racista incluso en el sexo. Me parecían sucios y
oscuros. Cada vez que pisaba un mercadillo de antigüedades y segunda mano me
daba la paranoia de que los árabes se pasaban objetos robados de mano en mano y
que luego lo metían en el saco de la vieja que me estaba vendiendo.
Invadido por estos recuerdos ha llegado mi
parada. Pero en cuanto subo las escaleras del metro y veo los altos rascacielos
el miedo aumenta. Aquellas torres que hemos creído eternas parecen tambalearse
y amenazan caer sobre nuestras cabezas. El lamento de los edificios eternos, lo
llamaba Seneca, que se cortó las venas en la caída del Imperio Romano. Me gustó
la película las invasiones bárbaras, ponía en jaque nuestros valores
occidentales. Los nuevos barbaros son estos extranjeros que nos quitan el poco
trabajo que hay aquí. Antes llegaban diariamente a América en grandes barcos,
las grandes migraciones de los años 20, esperando una ciudad de jazz y fiestas
continuo y encontrándose con lo que se encontraban. Pero ahora el muro no les
deja pasar. Ni siquiera los turistas que llegan a Nueva York pueden permanecer
en el país más de tres meses.
Cuando llegué a Nueva York hace ya 23 años
soñaba con ocupar una de esas buhardillas de artistas en Greenwich Village y
encontrarme a Woody Allen en un banco con Any Hall y a Paul Auster perdido en
la suerte de calles laberínticas. Pero cuando mi avión aterrizó la estatua de
la libertad me pareció un monstruo fálico con un dedo señalando mi parcela en
el cielo de la nada. Me perdí en Central Park que es el pulmón cancerígeno por
el que respira el monstruo. Me iba fijando en las vagabundas con pareos hipiosos,
¿Sería yo también otro de esos nómadas de los cubos de basura? Los veía
recogiendo comida del suelo y dormir entre cartones. Por la sexta avenida yo
era uno más. Podía ponerme un saco en la cabeza o caminar desnudo y nadie se
fijaría en mí. Todos parecían fantasmas errantes de un dantesco paraíso. En Tiffany
me miré en los escaparates intentado que el espejo me devolviera el rostro de
Audrey Hepburn con un collar de perlas engazándola el cuello. Por la calle
había músicos y teatro improvisado, y el jazz me acompañaba ya en mi cabeza
como un ritmo del que no podía desasirme. No conocía los bares cool, los pubs
de lujo a los que irían los entendidos después de sus cenas en restaurantes de
precios prohibitivos. No conocía a nadie en la ciudad. Ni siquiera era un
turista al que enseñar cuatro lugares de postal y subir a unos rascacielos
programados.
Sería un artista más en la ciudad. Pero la
ciudad me frustraría y acabaría vendiendo salchichas en un fast food, librando
por la noche para ir a una obra de teatro hipter mala y escribir de madrugada unos
versos creyéndolos mejores que los de Thomas Wolfes. Acabaría arrastrando el
carro de perritos calientes del de la conjura
de los necios, para luego suicidarme, como su autor. Luego otro autor
escribió la conjura contra América. Y es que realmente creo que hay una conjura árabe
contra los EEUU, una conjura judío- masónica. Nada de todo esto que imaginé
pasó, ni triunfé en la literatura ni acabé de vagabundo o vendiendo pizzas. Fui
contratado por una empresa modesta y hasta hoy. Pero allí era el hispano, ellos también me
veían con el mismo racismo que yo veía a los árabes. Hacía años que me hacían
mobbing en la empresa porque yo sobraba y era una amenaza a sus trabajos.
Caminando he llegado a mis oficinas. Llamo al
ascensor. El ascensor es de estos viejos, con verjas de hierro. Primero he de
abrir una puerta, luego otra reja y llega el ascensor. Tengo la sensación de
precipitarme al abismo, pero entro en él. Dentro del ascensor un botones de
cara pálida de payaso siniestro del Mc Donald me pregunta a qué piso me dirijo,
aunque me ve llegar todas las mañanas. Los segundos se hacen eternos.
Comentamos en el ascensor lo bonito que ha amanecido hoy la ciudad que nunca
duerme. La luz del botón se enciende, mi piso. Salgo del ascensor. mi despacho es muy modesto, no se esperen ahora al entrar ver uno de esos de las películas.
La puerta de mi despacho está abierta. No
recuerdo sí la dejé abierta. Creo que alguien ha entrado en mi despacho. Por el
suelo hay papeles desperdigados, aunque este desorden es normal en mí. La
ventana está abierta y la cortina se mece fantasmal. En el cenicero esta una
colilla aún reciente, sin apagar. Alguien ha entrado. Saco mi pistola, calibre
del 36. Hay alguien tras el sofá de recepción, sombras que se mueven. Disparo a
la nada, y mi mente se puebla de las imágenes de tiroteos que he visto en las
películas de acción yanquis. Un gato sale con el rabo entre las piernas de su
escondrijo. Rebusco entre los papeles de la oficina. Faltan papeles. El mismo
miedo que me hacía desconfiar de todos los viajeros del metro irrumpe de nuevo
en mi frente, mareada y sudorosa. Algo se mueve en el armario. El monstruo que
todos llevamos dentro. ¿Por qué he tenido que disparar? Les he anunciado mi
presencia. Estoy en las de perder si los ladrones son varios y armados. En la
alfombra aparece mi cuerpo rodeado de una mancha de sangre, intento borrar esa
imagen de mi cabeza. ¿Por qué estoy jugando a Sherlock Holmes con su lupa
buscando pistas? Odiaba a esos personajes entrometidos como Miss Marple que se
creen más listos que la policía y querían investigarlo todo ellos mismos.
Por la ventana entra una brisa fuerte que
vuela mis papeles como una bandada de palomas. El silencio es la única
respuesta a todo esto. Tampoco está la secretaría en su despacho. La oficina
está vacía y sí me mataran nadie oiría mis gritos y tardarían tiempo en
encontrarme. Mis dedos tiemblan y soy incapaz de llamar a la policía, aunque
tengo su número guardado varias veces en la agenda del teléfono. Me asomo a la
ventana. Wall Street sigue con sus coches rugiendo salvajes en la selva urbana
y con sus caminantes zombis. Mi
rascacielos no es de los más altos, pero la altura es suficiente para matarme
si me asomo demasiado. Me dan miedo las alturas y a mi mente acuden suicidas
tirándose aquella tarde de horror. El gotelé de la pared parece una mancha de
sangre, como si dentro hubiera muertos emparedados que gritan de agonía. Hasta
el ordenador parece ahora una amenaza. ¿Y sí han cortado los cables? ¿Y si han
borrado todos mis discos duros?
Me llena de terror la silla ergonómica en la
que me balanceaba como un yupi de los negocios. Ahora se columpia como el
asesino con la peluca de su madre de Sicosis.
Me asusta mi propia imagen reflejada en el espejo. ¿Por qué me he convertido en
un ejecutivo de un aspecto tan amedrentador? Lo primero que compré al llegar a
EEUU fue esta pistola. Aquí es un objeto de necesidad diaria, tanto como el
cepillo de dientes. No es la américa sureña de A sangre fría, pero nunca sabes lo que te puedes encontrar paseando
por las oscuras calles del Bronx. De noche han robado carteras, han violado, y
han asesinado sin piedad, ya fueras un estudiante o una viejecita.
Sé que hay gente que desea mi muerte, sé que
espían mis llamadas telefónicas, que me tienen interceptado el ordenador, a
veces hasta la cuenta de email me señala que estoy en seguimiento. Tiene que
ver con unos informes secretos que son más valiosos que mi propia vida. A veces
siento que soy una amenaza para el Sistema y que ellos saben todo de mí.
Cuantas más claves pongo en mi ordenador más inseguro me siento. Tampoco me dan
seguridad los policías uniformados que hay a la entrada de mi edificio. ¿Quién
te dice que no sean miembros disfrazados de una mafia américo-italiana? He
visto demasiadas veces el Padrino.
Consigo encender el móvil, tengo 500 mensajes
de diferentes grupos de wasap. Pero todos son videos de gatos o de chistes de
televisión y programas musicales, Operación Pufo. Desde el móvil entro a mi
correo atestado de mensajes publicitarios. Nadie de mi familia me ha escrito y
aquí en Nueva York no tengo a nadie. Si me muriera mi muerte pasaría desapercibida,
como otra alma más perdida en el barco sin rumbo de Caronte que a nadie le
importa. Me siento solo cada vez que llego a mi apartamento. Hace años que no
hablo con nadie después del trabajo. Y cuanto más quiero comunicar al mundo más
solo me descubro. Quizá sea mejor que destruya mi móvil, porque si me lo roban
tengo dentro todos mis datos bancarios. Llamo a la dirección de la empresa,
para denunciar que han entrado en mi oficina, pero comunica. Al cabo de varias
llamadas me sale la música de espera, es la quinta sinfonía de Beethoven. Dicen
que siga en espera, que me pasan con la secretaria. Pero tarda tanto que corto
la llamada. Me tiembla el móvil entre los dedos. Tengo miedo. Sigo teniendo la
pistola en la mano, pero me siento como un arlequín en medio de un escenario
sujetando un plátano. Creo que esas películas
del oeste y de Jon Wayne me han afectado el coco. La cabeza me va a explotar.
Siento como se desintegran mis neuronas y mi cerebro. Lo de calibre del 36 me
recuerda a la guerra.
¡Qué ridícula me parece toda esta situación!
Mi sicoanalista diría que la pistola es un símbolo fálico, igual que la estatua
de la libertad, y me volverá a hablar del patriarcado. No me ayuda. Me paso las
dos horas de sesión confesándole mis miedos, mis angustias, pero, aunque me
tiemble la voz, ella nunca me interrumpe y me asiente a todo como a los locos.
Ella nunca habla, solo mueve la cabeza y apunta todo en sus malditas libretitas
de color morado. Me deja hablar y luego me pasa la factura cada mes. Yo la
hablo de lo sólo que me siento, me gustaría tener pareja, de mi miedo al
compromiso. A veces le hablo de los informes secretos, pero ella piensa que
todo es una paranoia. Igual que lo de ir tantas veces al médico, dice que soy
hipocondriaco, pero es que aquí la sanidad no es como en España…He visto cómo
tenían que esperar en lista de espera gente que estaba muy grave, no daban
abasto y he visto llevar a gente en camillas con disparos en la sien y el
cerebro volado. Y yo no quiero morir, aunque mi vida sea una farsa. El móvil se
ha apagado, no duran nada estas baterías de ahora. El móvil se despide con la
maldita sintonía de siempre. Y un dibujito de un gato sonriente.
Me estoy volviendo loco, o quizá siempre he
estado loco. Me han dejado sólo en la oficina como a un triste actor
monologando. Pero prefiero esta soledad de ahora que la presencia amenazante de
las personas. La oficina parece espectral, tiene la luz de una nave espacial,
de un ovni de Mar Attac y los
rascacielos son como torres de Babel hiriendo al cielo. Parecen las chimeneas
negras de Blade Runner. Mi mente está
llena de novelas de Asimov, de películas de marcianos, de clones, de la guerra
de las galaxias, Indepence Day y hombres
de negro doblándose a lo Matrix, y
descubriendo realidades paralelas. Mi mente se ha llenado de estos virus del
cine. Siento que roban mis ideas igual que en mi ordenador pinchado e
interceptado por los servicios secretos de espionaje. Es como si me robaran mi
propio pensamiento y una especie de esquizofrenia se adueña de mí.
No puedo dejar de pensar en todos los
trabajadores que se arrojaron aquel día por la ventana. el mundo se destruirá,
es cuestión de tiempo. aunque puede que no. Cuando iba a llegar el año 1000 los
medievales creían que el mundo acabaría en una especie de Apocalipsis Nown, también hay otros chalados que aún esperan la
segunda venida de Jesús. Y otros afirman que nunca existió. Hay locuras para
todos los gustos. Cuando llego el año 2000 todos pensábamos que iba a haber un
apagón informático y que desaparecerían todos nuestros archivos del ordenador.
En cierta forma deseábamos que fuera así y perder todos los documentos que nos
habían llevado años componer y que nos esclavizaban en nuestros trabajos. Pero
no pasó nada. Por mucho que lo anunciara Nostradamus, no pasó nada. Ahora
tampoco tiene por qué pasar nada. Quizá todo esto sean alucinaciones mías.
Detrás de las cortinas creo distinguir una cámara de video, sé que la empresa
pone cámaras de video para espiar el trabajo de sus empleados. Todo el edificio
está lleno de cámaras de vigilancia. Si hubieran detectado algo vendrían en mi
ayuda. Nadie puede subir hasta mi despacho saltándose las medidas de seguridad.
Y sin embargo, la puerta estaba abierta y los papeles en el suelo, algo se
movía en el sofá y en el armario. Me siento en el sofá, con mi pistola, y la
acarició, siento miedo de mí mismo.
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