miércoles, 27 de junio de 2018

DON INSEGURINI TRAS EL 11 S

El miedo a la amenaza terrorista, sobre todo del fundamentalismo islámico, se ha convertido en la principal causa de preocupación en los países del primer mundo, además del miedo a caer en la locura. Esto sólo es un exponente más del pánico que se ha instalado en nuestras conciencias y del que los poderes del capital o el estado se han aprovechado para aumentar sus medidas de seguridad, cámaras de vigilancia y control ciudadano y también las aduanas en los aeropuertos. El 11 s fue el fatídico comienzo de nuestro siglo XXI, una época cargada de incertidumbre e inestabilidad más mental que real. Las enfermedades psicológicas como la paranoia o la esquizofrenia han aumentado como nunca en la historia, también los índices de suicidio. El otro pasa a ser visto como una amenaza potencial, un enemigo. Esto ha aumentado el racismo, que no es otra cosa que miedo al diferente. El muro de Trump es un muro de la vergüenza, tanto como el muro de Berlín.  Las personas van a llorar a este muro de las lamentaciones, pues nos sentimos más solos e incomunicados que nunca a pesar de vivir en la era de la comunicación sobre informada. Es la paranoia de la seguridad colectiva. Un estado debe abrir sus fronteras a la inmigración sin que esta suponga una amenaza. Sólo calificar como eje del mal a los países árabes ya nos dice mucho sobre cómo hemos demonizado al enemigo del Otro. La ONU no puede ser ni es ajena a estos miedos de sus ciudadanos en todas sus políticas.  
 
 
 
Tras el 11 s, tras toda la tragedia, Nueva York ha vuelto a la normalidad. Relativamente. En el metro noto las caras de pánico de todos. Nadie lee una novela, todos se remueven nerviosamente en su asiento y escuchan con terror cada parada que anuncia el metro. Hay ejecutivos consultando su reloj de mano. Todos tienen prisa, como el conejo de Alicia, todos llegan tarde. Parecen cuervos negros con trajes y maletines negros. Los inmigrantes miran al suelo como si estuvieran en un tren de deportados hacía un campo de exterminio. Una pareja de ecuatorianos se ha quedado dormida a la vez, compartiendo el mismo sueño. Otros bostezan invitando a bostezar a los demás, como si sobre aquel vagón se hubiera posado el sueño centenario del hechizo de la bella durmiente. 
 
En el asiento de al lado una especie de monja masculla como oraciones de un libro negro que parece la Biblia. Un punki de pelo azul eléctrico me mira agresivamente, con dentadura y baba de rottweiler fiero. Estas nuevas generaciones no respetan nada. Quizá los mismos salmos que a la religiosa le parecen palabra dulce del señor sean para este psicópata en potencia unos mensajes apocalípticos geniales para escribir con sangre de victima degollada en la pared. Me siento mal conmigo mismo por desconfiar de este adolescente que quizá se dirija a leer poesía anarquista en una casa okupa. Pero no confío en nadie. Cada vez que veo a un árabe meto la mano a mi bolsillo para comprobar que sigue mi móvil en el bolso en el que le dejé. Luego pienso en el terrorista potencial que en su maleta puede guardar una bomba. Abro el periódico y el titular sensacionalista me da aún más miedo. ¡Una nueva amenaza del dictador coreano de usar sus armas de destrucción masiva! Imagino cómo sería la destrucción de este mundo. Incluso de la monja que me sonríe con su mirada limpia dulcemente. Todo será destruido como en una nueva Sodoma y Godoma. ¿Y si hay veinte hombres inocentes? ¿Y si hay un solo hombre justo en el mundo? (que por supuesto soy yo) “Entonces no destruiré el mundo, tranquilo”, prometía ese dios mentiroso e hipócrita. Pero Dios provocó el diluvio universal, y sólo se preocupó de salvar especies animales. Y a Noe y a su mujer, como unos nuevos Adán y Eva. 

Aquel Dios amor era en realidad un dios castigador y belicoso, un dios vengativo al que no le tembló el pulso para matar a su propio hijo en la cruz, que había castigado al pueblo judío, desde el éxodo y la diáspora hasta ya en el siglo XX con el holocausto. ¡Y menos mal que era el elegido, que sí no llega a serlo…! Trump se estaba cargando todos los acercamientos de Obama con Cuba, seguí ojeando el periódico, el problema de oriente medio, de nuevo. Aún me dolía en el estomago el kebab que había comido hoy al salir del trabajo. Me había recorrido todos los restaurantes de la gran Manzana, pero todos los menús eran demasiado caros y al final había encontrado un kebab de dos euros. Tenía calagera, me gritaba el estómago. Los kebabs son la venganza de oriente hacía los occidentales. Nosotros les hemos robado su vida, su cultura, hemos provocado guerras internas para seguir explotando su petróleo. Las multinacionales de armas en áfrica se frotan las manos cada vez que se desata una nueva guerra tribal. Todos aquellos niños armados y esas victimas inocentes eran sólo cifras aumentando sus negocios. Podía llegar a comprender intelectualmente a los integristas islámicos, pero no por ello dejaba de tener menos miedo cada vez que veía a un árabe. A un amigo le gustaban las chicas árabes, decía que tenían una boca más sensual que la de los occidentales, pero yo era racista incluso en el sexo. Me parecían sucios y oscuros. Cada vez que pisaba un mercadillo de antigüedades y segunda mano me daba la paranoia de que los árabes se pasaban objetos robados de mano en mano y que luego lo metían en el saco de la vieja que me estaba vendiendo.
 
Invadido por estos recuerdos ha llegado mi parada. Pero en cuanto subo las escaleras del metro y veo los altos rascacielos el miedo aumenta. Aquellas torres que hemos creído eternas parecen tambalearse y amenazan caer sobre nuestras cabezas. El lamento de los edificios eternos, lo llamaba Seneca, que se cortó las venas en la caída del Imperio Romano. Me gustó la película las invasiones bárbaras, ponía en jaque nuestros valores occidentales. Los nuevos barbaros son estos extranjeros que nos quitan el poco trabajo que hay aquí. Antes llegaban diariamente a América en grandes barcos, las grandes migraciones de los años 20, esperando una ciudad de jazz y fiestas continuo y encontrándose con lo que se encontraban. Pero ahora el muro no les deja pasar. Ni siquiera los turistas que llegan a Nueva York pueden permanecer en el país más de tres meses. 

 
Cuando llegué a Nueva York hace ya 23 años soñaba con ocupar una de esas buhardillas de artistas en Greenwich Village y encontrarme a Woody Allen en un banco con Any Hall y a Paul Auster perdido en la suerte de calles laberínticas. Pero cuando mi avión aterrizó la estatua de la libertad me pareció un monstruo fálico con un dedo señalando mi parcela en el cielo de la nada. Me perdí en Central Park que es el pulmón cancerígeno por el que respira el monstruo. Me iba fijando en las vagabundas con pareos hipiosos, ¿Sería yo también otro de esos nómadas de los cubos de basura? Los veía recogiendo comida del suelo y dormir entre cartones. Por la sexta avenida yo era uno más. Podía ponerme un saco en la cabeza o caminar desnudo y nadie se fijaría en mí. Todos parecían fantasmas errantes de un dantesco paraíso. En Tiffany me miré en los escaparates intentado que el espejo me devolviera el rostro de Audrey Hepburn con un collar de perlas engazándola el cuello. Por la calle había músicos y teatro improvisado, y el jazz me acompañaba ya en mi cabeza como un ritmo del que no podía desasirme. No conocía los bares cool, los pubs de lujo a los que irían los entendidos después de sus cenas en restaurantes de precios prohibitivos. No conocía a nadie en la ciudad. Ni siquiera era un turista al que enseñar cuatro lugares de postal y subir a unos rascacielos programados. 

 
Sería un artista más en la ciudad. Pero la ciudad me frustraría y acabaría vendiendo salchichas en un fast food, librando por la noche para ir a una obra de teatro hipter mala y escribir de madrugada unos versos creyéndolos mejores que los de Thomas Wolfes. Acabaría arrastrando el carro de perritos calientes del de la conjura de los necios, para luego suicidarme, como su autor. Luego otro autor escribió la conjura contra América. Y es que realmente creo que hay una conjura árabe contra los EEUU, una conjura judío- masónica. Nada de todo esto que imaginé pasó, ni triunfé en la literatura ni acabé de vagabundo o vendiendo pizzas. Fui contratado por una empresa modesta y hasta hoy.  Pero allí era el hispano, ellos también me veían con el mismo racismo que yo veía a los árabes. Hacía años que me hacían mobbing en la empresa porque yo sobraba y era una amenaza a sus trabajos.
 
Caminando he llegado a mis oficinas. Llamo al ascensor. El ascensor es de estos viejos, con verjas de hierro. Primero he de abrir una puerta, luego otra reja y llega el ascensor. Tengo la sensación de precipitarme al abismo, pero entro en él. Dentro del ascensor un botones de cara pálida de payaso siniestro del Mc Donald me pregunta a qué piso me dirijo, aunque me ve llegar todas las mañanas. Los segundos se hacen eternos. Comentamos en el ascensor lo bonito que ha amanecido hoy la ciudad que nunca duerme. La luz del botón se enciende, mi piso. Salgo del ascensor. mi despacho es muy modesto, no se esperen ahora al entrar ver uno de esos de las películas.

 
La puerta de mi despacho está abierta. No recuerdo sí la dejé abierta. Creo que alguien ha entrado en mi despacho. Por el suelo hay papeles desperdigados, aunque este desorden es normal en mí. La ventana está abierta y la cortina se mece fantasmal. En el cenicero esta una colilla aún reciente, sin apagar. Alguien ha entrado. Saco mi pistola, calibre del 36. Hay alguien tras el sofá de recepción, sombras que se mueven. Disparo a la nada, y mi mente se puebla de las imágenes de tiroteos que he visto en las películas de acción yanquis. Un gato sale con el rabo entre las piernas de su escondrijo. Rebusco entre los papeles de la oficina. Faltan papeles. El mismo miedo que me hacía desconfiar de todos los viajeros del metro irrumpe de nuevo en mi frente, mareada y sudorosa. Algo se mueve en el armario. El monstruo que todos llevamos dentro. ¿Por qué he tenido que disparar? Les he anunciado mi presencia. Estoy en las de perder si los ladrones son varios y armados. En la alfombra aparece mi cuerpo rodeado de una mancha de sangre, intento borrar esa imagen de mi cabeza. ¿Por qué estoy jugando a Sherlock Holmes con su lupa buscando pistas? Odiaba a esos personajes entrometidos como Miss Marple que se creen más listos que la policía y querían investigarlo todo ellos mismos. 

Por la ventana entra una brisa fuerte que vuela mis papeles como una bandada de palomas. El silencio es la única respuesta a todo esto. Tampoco está la secretaría en su despacho. La oficina está vacía y sí me mataran nadie oiría mis gritos y tardarían tiempo en encontrarme. Mis dedos tiemblan y soy incapaz de llamar a la policía, aunque tengo su número guardado varias veces en la agenda del teléfono. Me asomo a la ventana. Wall Street sigue con sus coches rugiendo salvajes en la selva urbana y con sus caminantes zombis.  Mi rascacielos no es de los más altos, pero la altura es suficiente para matarme si me asomo demasiado. Me dan miedo las alturas y a mi mente acuden suicidas tirándose aquella tarde de horror. El gotelé de la pared parece una mancha de sangre, como si dentro hubiera muertos emparedados que gritan de agonía. Hasta el ordenador parece ahora una amenaza. ¿Y sí han cortado los cables? ¿Y si han borrado todos mis discos duros? 
 
Me llena de terror la silla ergonómica en la que me balanceaba como un yupi de los negocios. Ahora se columpia como el asesino con la peluca de su madre de Sicosis. Me asusta mi propia imagen reflejada en el espejo. ¿Por qué me he convertido en un ejecutivo de un aspecto tan amedrentador? Lo primero que compré al llegar a EEUU fue esta pistola. Aquí es un objeto de necesidad diaria, tanto como el cepillo de dientes. No es la américa sureña de A sangre fría, pero nunca sabes lo que te puedes encontrar paseando por las oscuras calles del Bronx. De noche han robado carteras, han violado, y han asesinado sin piedad, ya fueras un estudiante o una viejecita. 

Sé que hay gente que desea mi muerte, sé que espían mis llamadas telefónicas, que me tienen interceptado el ordenador, a veces hasta la cuenta de email me señala que estoy en seguimiento. Tiene que ver con unos informes secretos que son más valiosos que mi propia vida. A veces siento que soy una amenaza para el Sistema y que ellos saben todo de mí. Cuantas más claves pongo en mi ordenador más inseguro me siento. Tampoco me dan seguridad los policías uniformados que hay a la entrada de mi edificio. ¿Quién te dice que no sean miembros disfrazados de una mafia américo-italiana? He visto demasiadas veces el Padrino.
 
Consigo encender el móvil, tengo 500 mensajes de diferentes grupos de wasap. Pero todos son videos de gatos o de chistes de televisión y programas musicales, Operación Pufo. Desde el móvil entro a mi correo atestado de mensajes publicitarios. Nadie de mi familia me ha escrito y aquí en Nueva York no tengo a nadie. Si me muriera mi muerte pasaría desapercibida, como otra alma más perdida en el barco sin rumbo de Caronte que a nadie le importa. Me siento solo cada vez que llego a mi apartamento. Hace años que no hablo con nadie después del trabajo. Y cuanto más quiero comunicar al mundo más solo me descubro. Quizá sea mejor que destruya mi móvil, porque si me lo roban tengo dentro todos mis datos bancarios. Llamo a la dirección de la empresa, para denunciar que han entrado en mi oficina, pero comunica. Al cabo de varias llamadas me sale la música de espera, es la quinta sinfonía de Beethoven. Dicen que siga en espera, que me pasan con la secretaria. Pero tarda tanto que corto la llamada. Me tiembla el móvil entre los dedos. Tengo miedo. Sigo teniendo la pistola en la mano, pero me siento como un arlequín en medio de un escenario sujetando un plátano.  Creo que esas películas del oeste y de Jon Wayne me han afectado el coco. La cabeza me va a explotar. Siento como se desintegran mis neuronas y mi cerebro. Lo de calibre del 36 me recuerda a la guerra.
 
¡Qué ridícula me parece toda esta situación! Mi sicoanalista diría que la pistola es un símbolo fálico, igual que la estatua de la libertad, y me volverá a hablar del patriarcado. No me ayuda. Me paso las dos horas de sesión confesándole mis miedos, mis angustias, pero, aunque me tiemble la voz, ella nunca me interrumpe y me asiente a todo como a los locos. Ella nunca habla, solo mueve la cabeza y apunta todo en sus malditas libretitas de color morado. Me deja hablar y luego me pasa la factura cada mes. Yo la hablo de lo sólo que me siento, me gustaría tener pareja, de mi miedo al compromiso. A veces le hablo de los informes secretos, pero ella piensa que todo es una paranoia. Igual que lo de ir tantas veces al médico, dice que soy hipocondriaco, pero es que aquí la sanidad no es como en España…He visto cómo tenían que esperar en lista de espera gente que estaba muy grave, no daban abasto y he visto llevar a gente en camillas con disparos en la sien y el cerebro volado. Y yo no quiero morir, aunque mi vida sea una farsa. El móvil se ha apagado, no duran nada estas baterías de ahora. El móvil se despide con la maldita sintonía de siempre. Y un dibujito de un gato sonriente. 
 
Me estoy volviendo loco, o quizá siempre he estado loco. Me han dejado sólo en la oficina como a un triste actor monologando. Pero prefiero esta soledad de ahora que la presencia amenazante de las personas. La oficina parece espectral, tiene la luz de una nave espacial, de un ovni de Mar Attac y los rascacielos son como torres de Babel hiriendo al cielo. Parecen las chimeneas negras de Blade Runner. Mi mente está llena de novelas de Asimov, de películas de marcianos, de clones, de la guerra de las galaxias, Indepence Day y hombres de negro doblándose a lo Matrix, y descubriendo realidades paralelas. Mi mente se ha llenado de estos virus del cine. Siento que roban mis ideas igual que en mi ordenador pinchado e interceptado por los servicios secretos de espionaje. Es como si me robaran mi propio pensamiento y una especie de esquizofrenia se adueña de mí.
 
No puedo dejar de pensar en todos los trabajadores que se arrojaron aquel día por la ventana. el mundo se destruirá, es cuestión de tiempo. aunque puede que no. Cuando iba a llegar el año 1000 los medievales creían que el mundo acabaría en una especie de Apocalipsis Nown, también hay otros chalados que aún esperan la segunda venida de Jesús. Y otros afirman que nunca existió. Hay locuras para todos los gustos. Cuando llego el año 2000 todos pensábamos que iba a haber un apagón informático y que desaparecerían todos nuestros archivos del ordenador. En cierta forma deseábamos que fuera así y perder todos los documentos que nos habían llevado años componer y que nos esclavizaban en nuestros trabajos. Pero no pasó nada. Por mucho que lo anunciara Nostradamus, no pasó nada. Ahora tampoco tiene por qué pasar nada. Quizá todo esto sean alucinaciones mías. Detrás de las cortinas creo distinguir una cámara de video, sé que la empresa pone cámaras de video para espiar el trabajo de sus empleados. Todo el edificio está lleno de cámaras de vigilancia. Si hubieran detectado algo vendrían en mi ayuda. Nadie puede subir hasta mi despacho saltándose las medidas de seguridad. Y sin embargo, la puerta estaba abierta y los papeles en el suelo, algo se movía en el sofá y en el armario. Me siento en el sofá, con mi pistola, y la acarició, siento miedo de mí mismo.  

 

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