martes, 19 de junio de 2018

DE JUGAR A JUGARSELA

De jugar a jugársela.

Uno sabe que ha caído en la adicción cuando se pasa de jugar a jugársela. Según la Organización Internacional del Trabajo, la mayoría de personas que caen en el problema social del juego están en paro o en condiciones económicas precarias. El juego parece la salvación a sus problemas económicos, y se ve como una forma rápida y fácil de ganar mucho dinero en poco tiempo. La realidad es que el juego ha llevado a situaciones de mayor pobreza a muchas personas y se ha convertido en una adicción tan fuerte como la de la droga. El abuso sexual a menores también está denunciado por la ONU, pero no bastan sus directrices consultivas y no vinculantes, sino que desde el sistema penal se deben castigar estos abusos y educar a la población para que denuncie y no sea cómplice de este tipo de situaciones. De estos dos temas trata el cuento de Norberto.

 

Norberto me había llevado al casino que había en el hotel Bilbao. Para entrar pasabas por recepción, unas cortinas blancas servían de acceso al lugar. Al entrar había una barra de bar donde Norberto me abandonó tras pedirle un café con leche al camarero. Yo removía nervioso la cuchara en la taza y constantemente giraba la cabeza por sí veía a mi amigo. Había desaparecido, ni rastro de él. Dos cucharillas de azúcar y la leche templada, como me gusta. Abandoné el café sin terminar y empecé a buscarle entre las máquinas tragaperras. En el centro había una gran mesa donde se jugaba al póker y se hacían apuestas. Una especie de crupier repartía las cartas y las fichas. Pensé que Las Vegas sería lo mismo, pero con más máquinas. No, lo de las Vegas debía ser algo monstruoso. Todos aquellos locales con luces de colores y paneles luminosos. Cada casino estaba decorado de una forma diferente y pensé en todas las imágenes de las películas de Hollywood. Azafatas y azafatos vestidos de egipcios, de payasos, de pingüinos, según fuera el ambiente del lugar.

Norberto me había dicho que era su cumpleaños y que por eso venía a jugarse algo de dinero que le habían regalado sus padres en las máquinas. Pero Norberto parecía cumplir años todas las semanas, incluso todos los días. Siempre que quedábamos era para ir a casinos, bares con tragaperras, bingos y locales así. Cuando le conocí me pareció un chico normal. Era mayor que yo, tenía poco pelo y lo llevaba engominado hacía un lado. Intentaba disimular las calvas, pero le queda francamente mal, parecía un peluquín. Sí que note desde el primer día cosas raras en él, y manías, por ejemplo, su adicción bestial al tabaco. Norberto encendía un cigarrillo con la mecha del anterior. Siempre le recuerdo fumando, lo mismo negro que rubio. Luego descubrí en su coche negro de paredes tintadas que también era adicto a la cocaína. Casi siempre speed, porque la cocaína es más cara, pero a veces ganaba algo de dinero en las maquinas y se la podía permitir.
 

Su coche por dentro estaba horteramente decorado y lo utilizaba de picadero. Norberto era homosexual, pero yo nunca le atraje, me veía como un amigo o más bien como a alguien con el que desahogarse y quejarse del mundo y sobre todo del juego. Él solía preferir chavalines más jóvenes. Ha tenido varios casos de perversión de menores. Debía creer que el dinero lo compra todo y les ofrecía dinero o regalos a los adolescentes a cambio de una noche de sexo con él en el coche. Norberto parecía el típico violador de las películas sensacionalistas que se ponen los sábados por la noche para intranquilizar a los padres y a las señoras mayores. La típica persona de la que no te puedes fiar y del que las madres tienen miedo cuando dejan a sus hijos en el colegio. No te fíes de los extraños es la moraleja de caperucita roja y él en todo, en su físico y en su forma de ser recordaba a un lobo. Me lo imaginaba a las puertas de los colegios ofreciendo chucherías a los niños. No quería imaginarlo. No sé cómo he podido ser amigo de una persona así.

En su coche le había visto esnifar la papelina con polvo blanco. Alguna vez me había ofrecido, pero mi torpeza había provocado que se cayera la sustancia al suelo. Y entonces Norberto se ponía como una furia. Jamás le había visto así. “¿sabes lo que vale esta mierda? Y me has puesto perdido el Peugot”. Yo me empecé a cansar de que siempre que quedábamos fuera para ir a estos sitios.

Aquella noche de su cumpleaños sí que debió ganar mucho dinero. Había apostado poco y ganó mucho. Pero la mayoría de las veces perdía. Él decía que las maquinas estaban trucadas, que las hacían así para que no tocara. Y que los chinos que rondaban la zona tenían de misión espiar las jugadas de los que apostaban y calcular cuanto dinero había escupido la maquina y cuanto le tocaría al siguiente, si es que le tocaba algo. Aquellas maquinas le atraían despertando en él un instinto primario de jugar. El demonio le llamaba en medio de un aquelarre y era atraído hipnóticamente hacía él. Entonces los ojos se le ponían rojos. Había algo ancestral en aquel ritual del que no podía desembarazarse. La maquina le llamaba con sus lucecitas, con sus colores estridentes, con el sonido del dinero cayendo y aquellos ruidos cada vez que coincidían las tres estrellas o los tres símbolos de dólar. La maquina lo hipnotizaba y le encantaba magnéticamente hacía ella. Podía pasarse horas echando una moneda tras otra. El tiempo se paraba y se condensaba eterno en aquel ambiente cargado de humo de tabaco, sudor y nervios. 

Las noches de sábado yo quería bailar, beber algo e ir a discotecas. Pero él se pasaba la noche entera en aquellos sitios. A veces también le acompañaba a los cibercafés donde se ponía a chatear con desconocidos y a buscar sexo. Norberto tenía 40 años, pero buscaba un perfil muy concreto de adolescentes de 16 años con aspecto de niños. No sabía cómo podían irse con él, no sólo por la edad sino porque a mí no me parecía nada atractivo. Norberto me compraba unas chucherías y tenía que estar allí sentado en una silla al lado de la suya, mirando como abría perfiles falsos e interceptaba adolescentes. En cierta forma yo era cómplice de sus delitos y aquello me excitaba. Él se ponía distintos seudónimos. La red permitía que uno dejara de ser el que es para convertirse en un Nick. Y así mandaba fotos de modelos fibrados. ¿Qué sentirían aquellos niños al ver que aquel cuerpazo que se habían imaginado no era más que una foto robada de la nube Google por la mente perversa de mi conocido?  Entonces no daba cuenta de que me encontraba con un pervertidor de menores, una especie de violador en serie, pues, aunque esos chicos accedían libremente a las citas, no tenían la madurez suficiente para elegir con qué desconocido se acostaban. Él lo arreglaba todo con dinero. Me sacaba un café, incluso a veces un croissant, y yo me moría de asco esperando que dejara de chatear o de jugar en las máquinas.


Luego la cosa empeoró pues ya ni siquiera quedábamos. Me llamaba muy apenado, muy deprimido, aunque también había mucho de teatro en su voz. “He perdido 10 millones de euros”, me iba lloriqueando, su voz iba bajando de cadencia, hasta hacerse casi un lamento de tragedia griega. “Estoy arruinado. Necesito dinero. Solo 20 e. es justo lo que necesito para recuperar. Esta vez sí, lo tengo todo calculado, ya sé la maquina que toca”. Yo intentaba explicarle que no había ninguna matemática, ningún calculo racional, con el que pudiera establecer cuando ganaría con la máquina. Pero entonces el me hablaba de la familia de los Pelayos y como habían logrado poner en jaque a todos los casinos de España. Él pensaba que había una formula secreta que le permitirá ganar por fin todo el dinero que había perdido.

Había perdido casi 20 millones de las antiguas pesetas en el juego. Eso era cierto. Se había arruinado y había arruinado de paso a su padre, a su familia y a la empresa familiar; una imprenta en Zorrozaude. Norberto no tenía estudios, empezó a estudiar empresariales para cumplir con el gusto paterno, pero lo dejó al primer año. Creo que no aprobó ni una. Su padre quería que tuviera la formación que él nunca tuvo.
Su padre había fundado y dirigía una empresa modesta y familiar allí en Deusto, pero se había hecho así mismo sin ningún tipo de titulación. La empresa había prosperado relativamente, aún ya empezada la crisis, pero todo eso se fue al traste con las deudas por juego del hijo. Norberto trabajaba allí en la empresa, pero le habían puesto como a un florero, pues no hacía nada, simplemente pasaba las horas chateando en los chats o buscando páginas pornográficas. Debía de tener un cargo importante en la empresa, pero él ni siquiera tenía contacto con los trabajadores de la imprenta. Llegaba a las 10 de la mañana a su despachito, decorado con un florero y un mapa del mundo, y se sentaba en el sillón, encendía el ordenador y así dejaba pasar las horas muertas hasta la hora de comer que volvía a casa. Ningún banco ya quería hacerles ningún tipo de préstamo. El padre tuvo que pagar las deudas del hijo que no tenía ningún tipo de ingresos. Al principio le quitaba una parte de su sueldo para pagarlas, luego le congeló completamente el sueldo. Las deudas llegaron hasta un punto que el padre tuvo que responder con todos sus ahorros y con el capital invertido en la imprenta. Hubo EREs en la empresa y algunos empleados fueron despedidos. Todo esto a Norberto le daba igual.

 
Norberto solía pedir dinero prestado a sus amigos y vecinos del barrio para seguir jugando. Y algunos incluso se lo prestaron. Norberto debía dinero a todo el mundo. Ya nadie se fiaba de él y mucha gente quería pegarle si le veían por el barrio. Así que el padre le tuvo que alejar un tiempo de la casa familiar, porque la presión de sus acreedores era tal que le habían hecho pintadas en la pared del edificio o rayaduras en la puerta de su casa. Le compró una casa en Sopuerta, alejado de todo, y todo se llevó en secreto. A las deudas de su hijo se sumaba la crisis que atravesaba la empresa familiar, y la hipoteca de aquella casa. Para Norberto fue ideal irse vivir allí, pues ya no necesitaba su coche como lugar de sus encuentros sexuales. El coche se lo había regalado su padre cuando se sacó el carnet de conducir.
 
Ahora disponía de una casa entera para llevar allí a los adolescentes medio engañados. Norberto ni siquiera se atrevía a quedar conmigo por el barrio y su nueva casa quedaba muy lejos para mí. Después de aquella cantinela de quejas, lloriqueos y blasfemias contra dios y el mundo, cambiaba de tono de voz y me contaba que estaba viviendo con un jovencito bisexual y el mucho sexo que tenía con él. A veces me llamaba a las tantas de la noche, bien para pedirme dinero o bien para desahogarse. El jovencito bisexual debía tener una novia y esto le llenaba de celos a Norberto. Después de tener sexo con él sentía que el otro lo había hecho a desgana o coaccionado. El chaval no tardó en irse de la casa y le dejó solo, a solas con su alma, sus remordimientos y su sentido de culpa.

Norberto era muy religioso, pero porque tenía una imagen antropomórfica de dios. Dios era otra persona a la que llamar a las tantas de la noche para desahogarse, liberarse de su culpa o buscar un cómplice a sus delitos. A Dios también le pedía dinero. Le rezaba cada vez que metía una moneda en la máquina y accionaba la palanca. Norberto de niño iba obligado por sus padres a la misa de la parroquia de los jesuitas de Deusto. Luego dejó de ir porque le parecía una chapa. Dios para él era una forma de absolver sus pecados, de buscar una aprobación a su conducta, como si descargara en él el juicio moral de sus acciones. Norberto me enseñaba su cadenita en el cuello terminada en una cruz de oro o las figuritas religiosas de las que tenía lleno el coche, pero luego era capaz del peor de los pecados sin apenas sentir remordimientos éticos.
 
Además, Norberto había tenido problemas por el tabaco. Le habían descubierto una especie de enfisema. Pero no dejaba de fumar, ni de fumar porros. Tenía todas las adiciones, y no me hubiera extrañado descubrir que también le daba a la heroína. El dinero que disponía para el día se lo gastaba a primera hora de la mañana en el paquete de tabaco y en las 7 cervezas que podía beberse a lo largo del día.
Sus padres le habían restringido el dinero del que ponía disponer, pero no sé cómo se las arreglaba para seguir apostando. A veces me llevaba al bingo. Aquello estaba lleno de amas de casa y viejecitas. Algunas venían en cuadrilla y pedían cafés con leche o incluso bebidas alcohólicas. La camarera servía las copas a las distintas mesas, y de su bandeja pasaba un cupón a las mesas que se lo pedían. Norberto iba rasgando las casillas según las bolas salían del bingo y el número que cantaran. De repente alguna señora al fondo gritaba bingo y todos girábamos la vista hacía ella, que se acercaba a la mesa para recoger su premio. Nunca le vi a Norberto ganar en este tipo de apuestas. A mi me gustaba ir al bingo y tomar el café con leche, era como cualquier bar de no ser por las conversaciones tan a gritos que se me hacían tan pesadas. Me gustaba ir a aquel bingo porque tenían libros en una estantería y a veces hojeaba uno, aquel juego de las abuelas me aburría soporíferamente.

Norberto no había aguantado ni dos días en la psicóloga de la seguridad social, ni tampoco en los numerosos sicoanalistas privados a los que sus padres le llevaron. Él se escapaba de las consultas o directamente no iba. Los padres siempre echaban la culpa a esos psicólogos y siquiatras y no a su hijo, al que cada vez era más difícil amar. Yo le recomendé una asociación de ludópatas de mi pueblo, más que nada porque lo habían fundado los padres salesianos y mis abuelos cuando eran jóvenes. De niño había asistido a alguna de esas sesiones, aunque fuera desde el vestíbulo donde esperaba a mi abuela. Me solían dar unos cacahuetes y aquello me divertía. Norberto tampoco duró nada en este lugar. No le ayudaban los testimonios de otras personas que a veces se echaban a llorar tras confesar su adicción.
 
El presidente de la asociación era un señor que había perdido todo con el juego. Me tocó entrevistarle para un reportaje que hice en la universidad. Me contó que su mujer le había dejado y se había llevado a los niños, su familia se había roto. Había perdido su trabajo y la mayoría de sus amistades. Él empezó a acudir a esta asociación y acabó haciéndose el mayor de los militantes por la causa. Ahora desde hacía dos años era el presidente y para él cada persona que lograba superar su adicción suponía una conquista personal.  Pero con Norberto no pudieron. Sé que su padre hizo que le prohibieran la entrada en muchos casinos, pero siempre había nuevos casinos que Norberto descubría con el coche.

Siento no poder contar cómo acabó esta historia. borré todo contacto con él. Me costó eliminar su número de teléfono pues yo también había recaído en una adición peor, que es la de engancharse a ciertas personas toxicas que solo nos hacen sufrir, pero de las que nos cuesta desprendernos, quizá por pena o por deseo de redimirlas. No sé cómo acabó o acabará esta historia, ni si ha encontrado a un nuevo adolescente como amante. No sé si el tabaco y la droga se llevará su vida, si ha ganado o perdido, si ha conseguido saldar sus deudas. Alguna vez le he visto en la entrada de algún bar, pero he cambiado de acera. Una vez le vi en el parque de doña Casilda, donde se suele hacer cruisin y los homosexuales se reúnen a altas horas de la noche para tener encuentros sexuales. Norberto cuando pasaba con el coche por la zona se había referido a estas personas de los parques como enfermos. No creo que sea la persona más indicada para juzgar y diagnosticar enfermedades. Siento no poder dar un final feliz a esta historia, pero si que le concedo el beneficio de la duda, deseándole el arrepentimiento de su conducta o la cura a su enfermedad.  



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