jueves, 7 de junio de 2018

EL DESASTRE DEL PRESTIGE


El 13 de noviembre de 2002, el petrolero Prestige vierte 77 000 toneladas de fuelóleo y petróleo frente a la Costa da Morte de Galicia. Durante tres días intentaron alejarlo de la costa, pero se acabó hundiendo, provocando una de las mayores catástrofes medioambientales que se recuerdan. El “chapapote” llegó hasta Portugal por un lado y hasta las Landas francesas por el otro. Constituyó una vulneración del Objetivo de Desarrollo Sostenible número 14 de la ONU; el respeto a la vida submarina y la biodiversidad oceánica. La ONU, en su principio número ocho, se ha propuesto como meta proteger con responsabilidad el medio ambiente

 

El helicóptero Helimer Galicia sobrevolaba ese día el cielo entre las nubes, mientras un barco iba evacuando a la tripulación del Prestige. El cielo se había despejado después de la tormenta. No llovía ya, pero el ambiente seguía cargado y las olas furiosas y salvajes. El equipo de salvamento fue rescatando a los 24 navegantes, que aún no se creían lo que acababa de pasar, y trasladándoles a Vigo y la Coruña. Ninguno estaba herido, ni un rasguño, pero todos estaban emocionalmente muy afectados. En el barco aún quedaba el primer oficial, el jefe de máquinas, y el capitán que se llevaba las manos a la cabeza pensando no en la catástrofe ecológica sino en la pérdida económica en la que se iba a traducir todo esto. Varios navíos de rescate surcaron el mar aquella tarde, salpicados fuertemente por las olas. El capitán no quería abandonar el barco hasta que no se negociara la indemnización económica por la perdida y se negó a obedecer a las autoridades de salvamento. Se le había metido la obsesión de que podía salvar el barco anclándolo en el puerto, si las olas no acababan de romperlo por completo. Pero se desechó la idea de remolcar el barco hasta la dársena de la Coruña para allí verter controladamente el fuel. El puerto no podía estar cerrado un año entero, que es lo que creían que tardarían en vaciar el buque. El gobierno lo culpó de todo, lo convirtió en un chivo expiatorio, él había sido el responsable del hundimiento (fue un accidente) y se le acusó de poner en riesgo a su tripulación y obstruir las labores de salvamiento.  (Aunque después recibiría muchos premios porque su resistencia de salvar el barco fue meritoria).

 
“Hay que sacar ese barco de ahí de una puta vez”, se le escapó al consejero de pesca por televisión, balanceándose sobre sí mismo nervioso. Los políticos no se daban cuenta de la catástrofe medioambiental que se estaba produciendo. Sobre las tres se consiguió convencer al capitán Mangouras de que abandonara a regañadientes el barco. Se pusieron en marcha los motores para acercar el barco a la costa, a unos 6 nudos de velocidad. Al Prestige lo escoltaban cinco buques de Salvamento Marino y una fragata llamada Cataluña, un nombre extranjero para esta tierra gallega. 

 
Los políticos trataron de minimizar el relato de los daños ante los medios de comunicación. Decenas de micrófonos les apuntaban a la cara como navajas y en el gabinete de crisis no sabían cómo manejar este asunto, sin alarmar a la población ni desprestigiarse ellos mismos. El ministro de Fomento le mandaba un mensaje SMS (entonces no existía el wasap) al subdelegado de gobierno en Galicia; “¡madre de Dios! El fuel estará ya expandido a treinta y tantas millas. Como esto siga así llegará hasta Groenlandia”. La respuesta del consejero fue; “sí, mejor que vaya allí y que no se quede aquí”. Nadie supo cómo se filtró esta conversación, pero se hizo viral en las redes sociales, corrió por la red con esa velocidad e inmediatez con la que se propagan los rumores y cotilleos en esto que llaman ahora post verdad. 

 
El capitán Mangouras no estaba acostumbrado a que unos policías guardias civiles le pusieran unas esposas. Él no era un criminal. Lo detuvieron al llegar al aeropuerto de Coruña. Su avión no llegó a despegar. Su delito era no cooperar con los equipos de salvamento.  No sabía que le esperaban tres meses de prisión, y tres años de cárcel (de lo que se libró pagando una fianza de tres millones de euros).
El Prestige seguía manando una marea negra que llegaba hasta Finisterre. Antiguamente se pensaba que allí acababa la tierra, cuando se pensaba que la tierra era plana. Imaginaban que el marinero que se perdía en aquel mar caería al vacío de repente. Esta tragedia también les parecía a algunos el fin del mundo. Por entonces Rajoy, vicepresidente de gobierno, gestionaba este gabinete de crisis. El martes el barco, partido en dos, finalmente se hundió; la popa por la mañana, y la proa por la tarde. Las autoridades seguían negando el problema. Aún siguen ahí la proa y la popa, como un recuerdo cruel de la tragedia. Mucho petróleo se había quedado adherido al barco, era imposible quitarlo. 

 
A partir de ahí empezó la historia humana de solidaridad. Marino era uno de los pescadores que se asociaron en la cofradía de Pontevedra de la Junta de Galicia para limpiar las playas. Con sus propias manos, enfundadas en guantes, iba limpiando las playas del Sardiñeiro y A concha, la de Doñinos en el Ferrol, o las de la Coruña. Les ayudaban buques anticontaminación que venían de Francia y Holanda. ¡Otra vergüenza nacional!; los barcos que fueron a ayudar eran todos extranjeros, pues la marina española de salvamento no estaba preparada para algo así. Había que evitar una pandemia internacional, la mancha amenazaba extenderse por todo el Cantábrico. De repente ya no eran 5 playas, sino 164 las contaminadas. Esa mancha inmensa e infinita no respetaba ni siquiera los parques naturales como el de Corrubedo. Esa mancha era negra como la noche, y espesa, y se iba solidificando sobre la Costa da Morte, pues ella misma lo cubría todo de muerte. Fueron doce mil toneladas de chapapote las que se intentaron limpiar, separando manualmente el residuo denso y negro de la fina y blanca arena.  

 


Doscientas mil personas se manifestaban aquella tarde soleada en Santiago de Compostela. Gritaban “Nunca Maix”, como aquel cuervo de Allan Poe que repetía “Nunca más” para atormentar al poeta, asesino de su esposa. Era el mismo remordimiento, el de una sociedad que se preguntaba sí el fin lucrativo podía garantizar los medios de cargarse el ecosistema. Maruxa estaba en aquella concentración, levantando la pancarta, agitando los brazos y pidiendo a gritos responsabilidades. El rey había dicho que los españoles debían arrimar el hombro y unirse todos a una como Fuenteovejuna. Hubo gente a la que no le hizo gracia la metáfora.  Cientos de pescadores o marisqueros dejaron de faenar todos aquellos meses. Rajoy prometió que no llegaría la mancha hasta las Rías Bajas, pero llegó. Siete mil personas, 800 barcos se coordinaron para ayudar. No se había visto tanta solidaridad improvisada y espontanea en mucho tiempo. Las señoras mayores de los pueblos rezaban a sus ancestros o pedían a las meigas que todo acabara.  

 
La mancha seguía extendiéndose, amenazando a los puertos de Cantabria (75 playas afectadas), de Asturias (42 playas), y del País Vasco (5 playas) La pesadilla, este mal sueño, parecía no tener fin. Algunos recordaron el desastre de Doña Ana. El 6 de diciembre, coincidiendo con el día de la Constitución, se logró el mayor número de colaboración. Se juntaron ese día veinte mil voluntarios como Marino, de Pontevedra de toda la vida, o los de diferentes asociaciones ecologistas. Hasta el ejercito tuvo que intervenir. Rajoy seguía negando que hubiera una grieta en el barco escollado. 

Pero el barco continuaba vertiendo 125 toneladas de chapapote al día. El PSOE lo aprovechó oportunistamente para criticar duramente al gobierno en vísperas a las elecciones (que ganaría Zapatero). El PP nos había metido en la guerra. La Unión Europa también mandó cooperantes a la zona. Hubo huelgas de hambre para pedir más ayudas económicas. Leticia, la actual reina, fue enviada por la redacción de TVE para cubrir la información. Incluso el museo del artista Man de Camelle se llenó de chapapote. Al poco murió, y dicen que de pena. 

 
Los peces eran los que menos culpa tenían y fueron envenenados. A veces los voluntarios se encontraban aves muertas en la arena, con las alas rotas, que ya nunca más se desplegarían. A Maruxa le impresionó mucho encontrarse un caparazón de tortuga y se lo llevó como recuerdo a Santiago. Toda la playa olía a azufre. Además de los guantes, los cooperantes debían llevar máscaras, botas especiales y unos trajes específicos en que se enfundaban y que parecían chubasqueros. Fueron 115 mil personas las que se movilizaron. Marino tenía experiencia en el mar y les daba consejos a todos. Para él aquello ya era una cuestión personal. Para Rajoy aquello sólo eran “hilillos y regueros solidificados con aspecto de plastilina”, de esa con la que juegan los niños. Pero esto era algo más que un juego, que se les había escapado de las manos. Para todos los marineros como Marino o para los voluntarios de ONGS y asociaciones como Greenpeace fue mucho más. El gobierno censuró mucha información a los periodistas, no se daban a conocer los resultados de las investigaciones y hasta Saramago manifestó su disgusto con todo esto, como portavoz del grupo de artistas Burla negra. Esta vez no vimos a Manuel Fraga, presidente de la Junta de Galicia, bañándose en la playa para demostrar que no estaba contaminada, como hizo en el tardofranquismo. Los políticos se habían ido a esquiar. Se pidió la dimisión de todos, y no dimitió ninguno. A Rajoy, que sobrevolaba la zona en un helicóptero privado, pero sin bajar a pie de playa, le parecía que hoy la costa estaba “más limpia y esplendorosa que nunca”. Los políticos incluso relacionaban la plataforma Nunca Maix con ETA.  Tendrá que pasar mucho tiempo para que olvidemos estos tristes sucesos. Solo fueron “errores de precisión”, decía Aznar en televisión, mientras Maruxa y Marino seguían recogiendo chapapote de la playa, limpiándose el sudor de la frente con sus guantes negros de petróleo.

 

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