El 13 de noviembre de
2002, el petrolero Prestige vierte 77 000 toneladas de fuelóleo y
petróleo frente a la Costa da Morte de Galicia. Durante tres días intentaron
alejarlo de la costa, pero se acabó hundiendo, provocando una de las mayores
catástrofes medioambientales que se recuerdan. El “chapapote” llegó hasta
Portugal por un lado y hasta las Landas francesas por el otro. Constituyó una
vulneración del Objetivo de Desarrollo Sostenible número 14 de la ONU; el
respeto a la vida submarina y la biodiversidad oceánica. La ONU, en su
principio número ocho, se ha propuesto como meta proteger con responsabilidad
el medio ambiente
El helicóptero Helimer Galicia sobrevolaba ese día el cielo entre las nubes, mientras un barco iba evacuando a la tripulación del Prestige. El cielo se había despejado después de la tormenta. No llovía ya, pero el ambiente seguía cargado y las olas furiosas y salvajes. El equipo de salvamento fue rescatando a los 24 navegantes, que aún no se creían lo que acababa de pasar, y trasladándoles a Vigo y la Coruña. Ninguno estaba herido, ni un rasguño, pero todos estaban emocionalmente muy afectados. En el barco aún quedaba el primer oficial, el jefe de máquinas, y el capitán que se llevaba las manos a la cabeza pensando no en la catástrofe ecológica sino en la pérdida económica en la que se iba a traducir todo esto. Varios navíos de rescate surcaron el mar aquella tarde, salpicados fuertemente por las olas. El capitán no quería abandonar el barco hasta que no se negociara la indemnización económica por la perdida y se negó a obedecer a las autoridades de salvamento. Se le había metido la obsesión de que podía salvar el barco anclándolo en el puerto, si las olas no acababan de romperlo por completo. Pero se desechó la idea de remolcar el barco hasta la dársena de la Coruña para allí verter controladamente el fuel. El puerto no podía estar cerrado un año entero, que es lo que creían que tardarían en vaciar el buque. El gobierno lo culpó de todo, lo convirtió en un chivo expiatorio, él había sido el responsable del hundimiento (fue un accidente) y se le acusó de poner en riesgo a su tripulación y obstruir las labores de salvamiento. (Aunque después recibiría muchos premios porque su resistencia de salvar el barco fue meritoria).
“Hay que sacar ese barco de ahí de una puta vez”,
se le escapó al consejero de pesca por televisión, balanceándose sobre sí mismo
nervioso. Los políticos no se daban cuenta de la catástrofe medioambiental que
se estaba produciendo. Sobre las tres se consiguió convencer al capitán
Mangouras de que abandonara a regañadientes el barco. Se pusieron en marcha los
motores para acercar el barco a la costa, a unos 6 nudos de velocidad. Al
Prestige lo escoltaban cinco buques de Salvamento Marino y una fragata llamada
Cataluña, un nombre extranjero para esta tierra gallega.
Los políticos trataron de minimizar el relato de
los daños ante los medios de comunicación. Decenas de micrófonos les apuntaban
a la cara como navajas y en el gabinete de crisis no sabían cómo manejar este
asunto, sin alarmar a la población ni desprestigiarse ellos mismos. El ministro
de Fomento le mandaba un mensaje SMS (entonces no existía el wasap) al
subdelegado de gobierno en Galicia; “¡madre de Dios! El fuel estará ya expandido
a treinta y tantas millas. Como esto siga así llegará hasta Groenlandia”. La
respuesta del consejero fue; “sí, mejor que vaya allí y que no se quede aquí”.
Nadie supo cómo se filtró esta conversación, pero se hizo viral en las redes
sociales, corrió por la red con esa velocidad e inmediatez con la que se
propagan los rumores y cotilleos en esto que llaman ahora post verdad.
El capitán Mangouras no estaba acostumbrado a que
unos policías guardias civiles le pusieran unas esposas. Él no era un criminal.
Lo detuvieron al llegar al aeropuerto de Coruña. Su avión no llegó a despegar. Su
delito era no cooperar con los equipos de salvamento. No sabía que le esperaban tres meses de
prisión, y tres años de cárcel (de lo que se libró pagando una fianza de tres millones de euros).
El Prestige seguía manando una marea negra que
llegaba hasta Finisterre. Antiguamente se pensaba que allí acababa la tierra,
cuando se pensaba que la tierra era plana. Imaginaban que el marinero que se
perdía en aquel mar caería al vacío de repente. Esta tragedia también les
parecía a algunos el fin del mundo. Por entonces Rajoy, vicepresidente de
gobierno, gestionaba este gabinete de crisis. El martes el barco, partido en
dos, finalmente se hundió; la popa por la mañana, y la proa por la tarde. Las
autoridades seguían negando el problema. Aún siguen ahí la proa y la popa, como
un recuerdo cruel de la tragedia. Mucho petróleo se había quedado adherido al
barco, era imposible quitarlo.
A partir de ahí empezó la
historia humana de solidaridad. Marino era uno de los pescadores que se
asociaron en la cofradía de Pontevedra de la Junta de Galicia para limpiar las
playas. Con sus propias manos, enfundadas en guantes, iba limpiando las playas
del Sardiñeiro y A concha, la de Doñinos en el Ferrol, o las de la Coruña. Les
ayudaban buques anticontaminación que venían de Francia y Holanda. ¡Otra
vergüenza nacional!; los barcos que fueron a ayudar eran todos extranjeros,
pues la marina española de salvamento no estaba preparada para algo así. Había
que evitar una pandemia internacional, la mancha amenazaba extenderse por todo
el Cantábrico. De repente ya no eran 5 playas, sino 164 las contaminadas. Esa
mancha inmensa e infinita no respetaba ni siquiera los parques naturales como
el de Corrubedo. Esa mancha era negra como la noche, y espesa, y se iba
solidificando sobre la Costa da Morte, pues ella misma lo cubría todo de
muerte. Fueron doce mil toneladas de chapapote las que se intentaron limpiar,
separando manualmente el residuo denso y negro de la fina y blanca arena.
Doscientas mil personas se manifestaban aquella
tarde soleada en Santiago de Compostela. Gritaban “Nunca Maix”, como aquel
cuervo de Allan Poe que repetía “Nunca más” para atormentar al poeta, asesino de
su esposa. Era el mismo remordimiento, el de una sociedad que se preguntaba sí
el fin lucrativo podía garantizar los medios de cargarse el ecosistema. Maruxa
estaba en aquella concentración, levantando la pancarta, agitando los brazos y pidiendo
a gritos responsabilidades. El rey había dicho que los españoles debían arrimar
el hombro y unirse todos a una como Fuenteovejuna. Hubo gente a la que no le
hizo gracia la metáfora. Cientos de
pescadores o marisqueros dejaron de faenar todos aquellos meses. Rajoy prometió
que no llegaría la mancha hasta las Rías Bajas, pero llegó. Siete mil personas,
800 barcos se coordinaron para ayudar. No se había visto tanta solidaridad
improvisada y espontanea en mucho tiempo. Las señoras mayores de los pueblos
rezaban a sus ancestros o pedían a las meigas que todo acabara.
La mancha seguía extendiéndose, amenazando a los
puertos de Cantabria (75 playas afectadas), de Asturias (42 playas), y del País
Vasco (5 playas) La pesadilla, este mal sueño, parecía no tener fin. Algunos
recordaron el desastre de Doña Ana. El 6 de diciembre, coincidiendo con el día
de la Constitución, se logró el mayor número de colaboración. Se juntaron ese
día veinte mil voluntarios como Marino, de Pontevedra de toda la vida, o los de
diferentes asociaciones ecologistas. Hasta el ejercito tuvo que intervenir.
Rajoy seguía negando que hubiera una grieta en el barco escollado.
Pero el barco continuaba vertiendo 125 toneladas
de chapapote al día. El PSOE lo aprovechó oportunistamente para criticar
duramente al gobierno en vísperas a las elecciones (que ganaría Zapatero). El PP
nos había metido en la guerra. La Unión Europa también mandó cooperantes a la
zona. Hubo huelgas de hambre para pedir más ayudas económicas. Leticia, la
actual reina, fue enviada por la redacción de TVE para cubrir la información. Incluso
el museo del artista Man de Camelle se llenó de chapapote. Al poco murió, y
dicen que de pena.
Los peces eran los que menos culpa tenían y
fueron envenenados. A veces los voluntarios se encontraban aves muertas en la
arena, con las alas rotas, que ya nunca más se desplegarían. A Maruxa le impresionó
mucho encontrarse un caparazón de tortuga y se lo llevó como recuerdo a Santiago.
Toda la playa olía a azufre. Además de los guantes, los cooperantes debían
llevar máscaras, botas especiales y unos trajes específicos en que se
enfundaban y que parecían chubasqueros. Fueron 115 mil personas las que se
movilizaron. Marino tenía experiencia en el mar y les daba consejos a todos. Para
él aquello ya era una cuestión personal. Para Rajoy aquello sólo eran “hilillos
y regueros solidificados con aspecto
de plastilina”, de esa con la que juegan los niños. Pero esto era algo más que
un juego, que se les había escapado de las manos. Para todos los marineros como
Marino o para los voluntarios de ONGS y asociaciones como Greenpeace fue mucho
más. El gobierno censuró mucha información a los periodistas, no se daban a
conocer los resultados de las investigaciones y hasta Saramago manifestó su
disgusto con todo esto, como portavoz del grupo de artistas Burla negra. Esta
vez no vimos a Manuel Fraga, presidente de la Junta de Galicia, bañándose en la
playa para demostrar que no estaba contaminada, como hizo en el tardofranquismo.
Los políticos se habían ido a esquiar. Se pidió la dimisión de todos, y no dimitió
ninguno. A Rajoy, que sobrevolaba la zona en un helicóptero privado, pero sin
bajar a pie de playa, le parecía que hoy la costa estaba “más limpia y
esplendorosa que nunca”. Los políticos incluso relacionaban la plataforma Nunca
Maix con ETA. Tendrá que pasar
mucho tiempo para que olvidemos estos tristes sucesos. Solo fueron “errores de
precisión”, decía Aznar en televisión, mientras Maruxa y Marino seguían
recogiendo chapapote de la playa, limpiándose el sudor de la frente con sus
guantes negros de petróleo.
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