La pobreza no
es un mal que afecte sólo a países tercermundistas. La pobreza se instala también
en las afueras y extrarradios de nuestras ciudades, en los barrios dormitorios en
que viven muchas familias de inmigrantes obligadas a atravesar la ciudad en metro de
punta a punta para ir a sus trabajos. A veces la pobreza se guarece debajo de
los soportales de un casco viejo bilbaíno, como en este relato sobre “Los
Vagabundos”.
Hoy es el cumpleaños de
Isabel. Hoy comemos con Isabel. Por lo que puedan pensar he de aclarar que no
se trata de una cena de gala con la señorita Isabel Presley para celebrar su
efeméride, para eso ya tiene a otros escritores. Esta Isabel es algo más
modesta en su glamur. Isabel cumple hoy 54 años. Es una mujer grande, obesa, a
la que siempre le aqueja la espalda y otros dolores. Tiene una cara mofletuda y
graciosa, algo infantil. Los ojos son de un color verde intenso, aunque les
asoman pequeñas arrugas en forma de afluentes. Siempre se está riendo por todo,
parece una niña. Su sonrisa es bonita, aunque la estropean unos dientes
demasiado grandes, demasiado sucios y algo rotos y unas paletas como de ratón.
A pesar de su pobreza, Isabel siempre se está riendo por todo.
Isabel vende mecheros y
paraguas en la plaza nueva de Bilbao. La había visto antes en alguna ocasión,
pero tampoco había dado importancia a su persona. Allí en medio de la noche
esta mujer se encorva para vender mecheros a los transeúntes. Pero su figura no
me conmovía antes de conocerla, pasaba desapercibida entre los cientos de caras
que podemos ver durante el día sin que los prestemos atención. Mi mente
racional y cartesiana ha aprendido a no conmoverse por los cientos de pobres
que he visto y veré en mi vida. Ella sólo era una cara más, guardada en algún
recóndito lugar de mi memoria donde desplazamos las cosas insignificantes, en
las que ni siquiera pensamos.
Una amiga mía me la
presentó una noche. Salíamos de un recital de poesía en un bar cercano, como
todos los primeros miércoles de mes. A Nuria se le ocurrió pasar por la plaza
nueva y en uno de los soportales oscuros se paró a hablar con esta mujer.
Isabel estaba apoyada en una silla plegable de esas de playa, que parecía vencerse
por su peso. En la fría losa del suelo había extendido una manta, una alfombra
de Aladino. Quizá le hubiera gustado que tuviera los mismos poderes mágicos
para poder sobrevolar esta ciudad de Bilbao y su cielo gris, plomizo y siempre
llorica de sirimiri. Quizá Isabel volaba todas las noches hacía mundos de
fantasía que su imaginación creaba para sobreponerse a una realidad tan
prosaica y aburrida.
Isabel tomó la iniciativa
y me estampó dos besos marcando la sombra de su pintalabios rojo chillón en mi
moflete. Había otras personas alrededor de ella. Claudio era un señor mayor que
se paseaba por aquel puesto improvisado de mecheros, con las manos en la
espalda como un filosofo y que de vez en cuando sentenciaba un chiste malo como
si fuera la más profunda de las verdades universales. Claudio miraba siempre al
suelo, al principio pensé que era por timidez, pero lo hacía para rastrear los
cigarrillos que aún se podían fumar. Recogía colillas del suelo y se las fumaba
nerviosamente una tras otra. También recogía vasos de
la calle, encontrarse una cerveza o un cubata a la mitad le llenaba de una
alegría inmensa, sobre todo cuando encontraba latas de cerveza sin abrir. Es
increíble la cantidad de bebida alcohólica que uno puede beber gratis, pues se
dejan vasos completamente llenos. Quizá los abandonan en los bancos cuando van
a entrar a una discoteca. Mis amigos me advierten de los peligros de esta
costumbre que Claudio me ha contagiado; los vasos pueden contener droga. Pero no tendría ningún
sentido poner algún tipo de substancia alucinógena para reírse del que la beba
cuando los que lo han vertido allí el mejunje ya ni siquiera están presentes.
Se pueden contagiar enfermedades, pero la mayoría de ellas no se contagian por
la saliva y quiero creer que el 90% de los que dejan esas bebidas no tienen ninguna
herpes labial o cosa parecida.
Claudio animaba aquella
improvisada reunión de amigos, porque Ignacia no era el alma de la fiesta
precisamente. Era una mujer de etnia gitana con los ojos muy pequeños y
llorones, bastante mayor y siempre triste. El otro día le robó la bolsa de los
pinchos a Memón, y buena se armó. Memón los había dejado junto a su esterilla
de dormir, cubierta la bolsa con unas mantas. Ella se los arrebató. Se lio una
tremenda porque Ignacia le amenazó con que al día siguiente vendría su marido
con la vara a darle una paliza.
Memón era un vagabundo
árabe que dormía en la calle. Siempre ponía sus mantas para dormir debajo de la
tienda de golosinas y del bar Bilbao, lugar en que Isabel situaba los mecheros
y a ambos les gustaba fastidiar al otro y la polémica. Claudio tenía muchas
ganas de pegarle una paliza al árabe, pero tenía un miedo irracional a que la
policía lo acusara de racismo. Memón había marcado su territorio, como los
gatos cuando orinan en su zona de confort, o como Hitler con su teoría del
espacio vital. Ya decía Woody Allen que si escuchas mucho a Wagner te dan ganas
de invadir Polonia. Memón no se hablaba con
el resto de los vagabundos de la plaza, que le habían condenado a un ostracismo
molesto. Ponía la música del radio
casete a pilas muy alto, le hacía compañía y nos miraba como un perro rabioso
lleno de odio. A veces se fumaba un porro y la soledad se le hacía menos
pesada. Otras veces venía al puesto de Isabel a increparla y molestarnos.
-Habéis meado en la zona dónde duermo. Lo sé. Lo hacéis todas las noches- En
realidad, aquella mancha era agua, que tiraban como resultado del fregado del
bar antes de cerrar. Una vez tuvimos que llamar a la policía. Esta acudió
presurosa imaginando un altercado de sangre y violencia y se encontró con una
disputa baladí e infantil por un trozo de acera. -La policía no está para estas
tonterías-, nos advirtió.
En aquel grupo también
estaba Carlos, que acababa de ser padre y constantemente nos enseñaba fotos por
el móvil de su hija. “-Ha sacado la mala ostia del padre. Tiene un carácter que
le vas a dar dos besos y te muerde” Carlos quería ser un padrazo ya desde el
día que nació su niña y lo grabó todo con el móvil. De su mujer no hablaba
bien, pues se desahogaba con nosotros, la mujer podía echarle una bronca de
espanto y al día siguiente despertarles a besos del sofá donde había desterrado
esa noche a su marido. Cuando había discusión en casa, Carlos venía aquí a
oxigenarse y desahogarse. Carlos, a pesar de sus 23 años, presumía ya de ser
padre. ¿Cómo se podía ser padre tan joven? Eso me hacía sentir mayor. Siempre
me incomodan las personas con un nivel cultural inferior al mío pues me parece
que han vivido más que yo. Hay una ley no escrita que nos obliga a disfrutar de
la vida, reñida con el leer o estudiar. Decía Fitse; leer es no vivir y vivir
es no leer. En aquella noche lo que triunfaba eran los gestos chabacanos, la
inmanente levedad de las cosas, las actitudes obscenas; el pedo, el eructo y el
griterío. Un conjunto de furia y ruido, de nadería, que nada significa, y que
no persigue la belleza sublime, pero de eso es de lo que se constituye la mayor
parte de la vida. También había en aquel
cenáculo extraño un árabe que apenas hablaba. Estos eran los curiosos
personajes que aquella noche me fueron presentados
Los empecé a llamar desde
entonces “los vagabundos” no preocupándome de la aporofobia que este término
puede entrañar si no se expresa cariñosamente como yo lo hacía. Les llamaba “los
vagabundos” igual que denominaba “el psicólogo” a mi amigo estudiante de
sicología o “filosofo” al hombre que me daba clases gratuitas de pensamiento en
distintos cafés. Tampoco era gramaticalmente correcto llamarles vagabundos; de
aquel grupo sólo el árabe dormía en la calle. Los demás eran pobres, pero
percibían una RGI (renta de garantía de ingresos), unos 600 e al mes y vivían
en pisos de alquiler compartidos, todos ubicados en el casco viejo. Eran
vagabundos en alma, si presuponemos un espíritu cosmopolita a esta figura idealizada
del trotamundos.
Después de conocerlos siempre
que pasaba por la plaza nueva me paraba a saludarles. Como si tuviera una deuda
de honor con ellos. No podía librarme de la necesidad de saludarles o pararme
un rato a hablar y así de alguna forma visibilizarlos. A veces se establece una
relación curiosa entre el que pide en la calle y el ejecutivo o funcionario que
todas las mañanas pasa por esa rue para ir a la cafetería cercana en su minuto
de descanso. Se establece un trato a veces incomodo, como si el pobre ya te
conociera y de alguna forma te obligara con su mirada delatora acusadora e
inquisitiva a dejarle unas monedas. En mi caso, lo que se fraguó fue una
amistad que no entendía de clases sociales.
No sé cómo acabé ahí esa
noche. Nuria propuso ir al cumpleaños de Isabel y yo la seguí como un perro
faldero. La plaza nueva estaba vacía esa noche, nunca la había visto tan oscura
pues las farolas tenían su cristal roto. Era una noche cerrada y fría, el cielo
lloraba como nunca, pero aquellos soportales me guarecían como si estuviera bajo
muchas mantas en mi cama calentito y la lluvia picoteando la ventana. En verano
el tiempo invitaba a esas tertulias, pero en invierno tampoco eran del todo
desagradables, la lluvia refrescaba el parterre. Las parejas se despedían en
los portales de su noche de besos. Los bancos lagrimeaban lluvia como niños pobres
a los que se les caen los mocos. Los bares habían bajado sus persianas. Y un
borracho se balanceaba apoyado en la pared. Deseé no cruzármelo, pero el hombre
bebido se sumó al grupo de “los vagabundos”.
Los bares estaban ya
cerrando. Recogían las sillas. Los camareros vinieron con una bolsa llena de
pinchos. A veces los del bar lo dejaban todo revuelto en una bolsa de plástico
y parecía vomito. O los metían en una caja en la que se mezclaba la tortilla
con las gambas o el huevo. Aun así, se lo llevaban a sus bocas sucias como si
no hubieran comido nunca. A mí me daba pena que el camión de la basura cogiera
la caja y la tiraba al contenedor que volcaba en su furgón, porque de aquella
caja comía toda la plaza nueva. Pronto el circulo se fue ensanchando. No sé si
estaba borracho, pero de repente desfilaban ante mí un montón de personajes
literarios, quiero decir, un montón de caracteres y personalidades que bien
podrían protagonizar o secundar mis cuentos.
Isabel se había sentado
en el borde de la calzada, delante de la tienda de chinos. En aquella tienda de
golosinas se habían reído de mi cuando arrastraba bolsas cargadas de libros. Me
los regalaban en un puesto los domingos, se deshacían de los que no habían
conseguido vender endilgándomelos a mí. Estaba muy malito por esa época y los recogía
porque eran gratis y eran libros. Me apenaba que los tiraran. Un amigo dice que
idealizo los libros, no deja de ser letra impresa y muerta. Los libros sin
portada me daban menos pena, eran libros sin alma, al menos exterior. Debe ser
como los vegetarianos que sienten pena por los pobres corderitos o vacas, pero
no por los mariscos, en especial si es langosta. Asesinaban libros. No podía
verlos en los contenedores. De ahí a recoger basura había solo un paso, una
débil frontera que uno puede traspasar si se descuida. Por eso no me parecía
raro que los camareros dejaran aquellas bolsas de pinchos tiradas en la acera
para que los cogiéramos. A veces venían con bandejas elegantes y pinchos
separados. Ellos lo comían sin escrúpulo, aunque lo sirvieran mezclados. Lo que
más me chocaba de todo eran las relaciones de poder que se establecían en torno
a este regalo. Quería hacer un experimento sociológico o político. Nos han inculcado
el sentido de propiedad, nos han enseñado desde niño que las cosas tienen su
precio, que por todo hay que pagar algo, que nada es gratis ni dan duros por
una peseta. De pronto aquellos pinchos desbarataban todas esas teorías
neocapitalistas que parecían inherentes a la condición humana. Quizá lo
inherente sea el trueque, el intercambiar cosas, no el capitalismo como está
ahora montado. Y en el trueque siempre hay un elemento comunista y no
consumista que es el compartir, algo tan cristiano en el fondo…Sobre esto
reflexionaba en aquel momento, mientras os vagabundos se llenaban la boca de
mahonesa y crema Cheedar.
No sé si estaba borracho,
pero todo aquello tenía la sustancia de la que están hechos los sueños. Esa
atmosfera etérea, irreal, me hacía creer que estaba soñando. Los personajes
eran demasiado literarios para ser reales. Isabel estaba alegre porque hoy
había vendido tres mecheros a los viandantes y se había sacado 3 euros y quizá
por eso se había permitido comer tanto, se estaba dando el premio de llevarse
un burrito mexicano a la boca. También estaba contenta por su cumpleaños, pero
eso era lo de menos. Sin embargo, aquel cumpleaños lo estropearon los
aguafiestas de la policía que la reprendieron por vender mecheros en un puesto
ilegal. “Haré que no he visto nada, que usted no está vendiendo nada y no
tomaré parte del asunto. Pero si la vuelvo a ver me veré obligado a llevarme
toda la mercancía” La policía no estaba para tonterías, pero sí para estropear
cumpleaños.
A mí siempre me ha
parecido que su negocio de vender mecheros era una tapadera. Demasiada
coincidencia que se pusiera a venderlos justo a las 11 de la noche, que
cerraban los bares y dejaban lo sobrante en bolsas. A esa hora no hay tanta
gente dispuesta a comprarte un mechero como a plena luz del día o de la tarde. Isabel
no estaba obsesionada con recoger los pinchos, si se los daban bien, pero sí no
se compraba unas patatas fritas y una lata de coca cola de los chinos y pasaba
la noche igual, sin abandonar nunca su sonrisa. Creo que él que me obsesioné
con aquellos pinchos, ese grial tan disputado, era yo, tan proclive a mis
obsesiones de toda índole.
Después de esa noche hubo
más noches en las que comprobé que ese ritual culinario se repetía. Claro, por
eso estaba tan gorda la señora. Ella,
sonriendo en todo momento, nos hablaba del curso que estaba haciendo para
Lanbide. La obligaban a hacer cursos en
vez de buscarla trabajo. Los cursos de informática de nada la iban a servir si nadie
la contrataba. Sentado en un banco de la plaza, comenté en bromas que estábamos
haciendo la esquina.
En esos momentos, como
llamada por la broma de la esquina, apareció una prostituta real, no como las
imaginaba en mi mente mistificadora de escritor. Le faltaba algún diente, y era
fea, pero el cuerpo no estaba mal. Era lo que mis colegas de la universidad
llamarían una M.I.L.F o una mujer madurita pero que aún se podía follar. Mis compañeros
clasificaban a las mujeres en dos; las que se podían follar y las que no,
porque eran feminazis. Había algo de infantil en esa definición inventada, en
ese neologismo de feminazi, una forma ingenua de referirse a la mujer que te
supera y no comprendes. La prostituta no parecía prostituta, supe mucho después
que lo era. No sé cómo no me di cuenta. Tenía un rostro escuálido, estaba muy
delgada, después me pregunté si tendría alguna enfermedad venérea o sexual, si aquella
mujer desgarbada podría conducir a la sífilis y a la locura a sus amantes. Sus
gestos eran vulgares y su actitud muy frívola, por su boca solo salían insultos
y palabras mal sonantes. Estaba también ella algo borracha y se iba sujetando
en la pared. Se balanceaba de un lado a otro.
No sé si era el pedo que
llevaba, pero aquella situación con los vagabundos lejos de incomodarme me
divertía. Carlos nos puso el video del parto de su hija por octava vez, mis
padres ni siquiera se acordaban del día que nací salvo porque celebraba los
cumpleaños siempre en la misma fecha. En cierta forma me daban envidia aquellas
vidas tan básicas y sencillas, sin preocupaciones intelectuales metafísicas.
Hablaban de la mili y de sus gamberradas en los campamentos. Era una parte de
la vida que me había perdido. La prostituta empezó a tirarle a Carlos bolas de
papel y se pusieron ambos a jugar como chiquillos. Yo me subí a un alto de la
pared, escalando unos pilotes. Hoy era el cuerpo y no la mente el que hablaba. El
día de su cumpleaños ningún bar se acercó a ofrecernos pinchos, aunque Isabel había
dispuesto una mesa y unos vasos y platos de plástico, como en los cumpleaños de
los niños. Se pusieron a bailar coplas y sevillanas y sacaron muchas fotos.
Isabel estaba más sonriente que nunca, aunque había suspendido el examen de
Lanbide. Era la nadería en mitad de la noche, pero toda aquella felicidad
improvisada debía ser escrita.
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