Creo que
la esquizofrenia es una enfermedad idónea para un escritor, la Enfermedad del
escritor, su malestar cultural, la solitaria a la que se refiere Viagra RRosa en cartas a un novelista. Te
permite un pensamiento abierto a todas las formas de pensar y cosmovisiones. La
del esquizofrénico es una mente privilegiada y multidimensional. Fomenta la
creatividad y el pensamiento mágico. Te permite desligarte en otras personas,
tus personajes, y crear una voz interior que es la del narrador, además de
encontrarte con los múltiples yos de tu interior. Se produce una especie de
desdoblamiento interior, ideal para crear personajes complejos. También es
verdad que aquel tormentoso monologo interior llevó a Virginia Woolf a la
muerte. La vida y la obra no se pueden separar, y al igual que no hay barómetros
para crear ni reglas ni leyes universales como en la ciencia, tampoco se pueden
sistematizar y etiquetar las locuras. La
habitación propia de la Woolf a veces se vuelve un lugar angustioso en tu
cerebro del que es imposible escapar. Estoy hablando de las caréceles de los
sanatorios mentales, los centros de días (para jubilados, minusválidos y otras pestes)
y de los centros de trabajo protegido para discapacitados. Virginia oía voces
en su cabeza y las bombas de la primera guerra mundial retumbando y estallando
en su cerebro. Hay muchos ejemplos de artistas esquizofrénicos, Joyce, Oteiza,
Felini… Nietzsche y Hölderlin acabaron en psiquiátricos por ser demasiado neurasténicos
o románticos para la época. Dalí jugaba
a hacerse el loco. Hay tantos ejemplos de intelectuales locos como de cuerdos. Y
sin embargo hay una relación entre creatividad, y sicologías y sexologías
divergentes o diferentes. Ya decía Platón que había que estar algo loco para
escribir
El ingreso era involuntario,
ordenado por un juez de Madrid, al que no había visto la cara ni él la mía.
Sólo conocía su letra, agresiva y orgullosa, por las firmas de los informes que
la siquiatra iba pasando a mis padres. La siquiatra nunca me miraba a los ojos.
Si la visita era conjunta, mis padres se ponían cada uno en su silla con los
brazos cruzados y yo en medio, como una especie de chivo expiatorio o cordero
de dios. Empezaban a desahogarse delante de la siquiatra, comentando de niño
las trastadas que hacía y ya de mayor los disgustos que les daba. No me dejaban
intervenir, se interrumpían entre ellos y a la siquiatra. Me humillaban y no me
dejaban hablar. A veces no aguantaba más y tenía que marcharme de la consulta
para no seguir oyendo sus voces, hirientes, taladrando mi cabeza. En cierta
forma siempre me había sentido en esa silla de sicoanalista, en medio de los
dos. Ni siquiera era un psicoanálisis, pues eso ya no lo cubre la seguridad
social, y se reserva para los hijos edípicos de la burguesía. Lo mío era una terapia
conductista. Fuera la silla eléctrica de tortura que fuera, yo estaba en medio.
Igual que el cobre hace de canal
entre metales emisores de electricidad, yo siempre estaba en medio de sus
discusiones. En cambio, el duro hierro no deja pasar eones y electrones, es
impermeable. Algunas noches me despertaban sus discusiones y las espiaba
escondido tras la puerta. -Si hubiéramos tenido un hijo normal no nos habríamos
divorciado- Sé lo oí tantas veces a mi padre cuando hablaba con sus nuevas
amantes por el móvil que lo creí una Verdad Universal. Todas las discusiones
que recuerdo de niño tenían que ver con mi educación, si debía ser pasota o sobreprotectora,
autoritaria o permisiva, técnica o creativa. Mi madre leía aquellos libros beauvoristas
del Bernabé Tierno y siempre había en la biblioteca de la sala titulos del pelo
“cómo no ser una buena madre”, “ganar el pulso a tu hijo” Esa bipolaridad en
esas dialécticas agresivas se repetía en la escuela. La profesora excéntrica de
pelo rojo defendía la creatividad, la generación del 27 y el romanticismo. En
cambio, el religioso profesor de historia defendía el conservadurismo, la del
98 y el realismo. ¿Debían calificar mis cerditos pintados de Plastidecor y
pintura Marley según la creatividad trasgresora de los 80 o evaluarlos por su
técnica y utilidad positivista de “producto”
para prepararme así al mundo de la rentabilidad económica de los 90? Si todo su matrimonio lo habían basado en mi
educación, yo era el causante de su separación.
Así que aquella noche decidí que jamás tendría
hijos, ¿Traer a un ser a este infierno de lágrimas sin pedirle permiso siquiera?
Por unas pocas tardes felices en familia llorando con Mujercitas o jugando al
Monopoly tenías que aguantar miles de años de tortura psicológica.
El ingreso era involuntario. Y
unos enfermeros vinieron a sacarme de la cama. Yo creí que me pondrían una
camisa de fuerza, pero aquel proceso penoso trascurrió con serenidad. Me
subieron a un furgón a la parte de atrás, junto a los trastos. No podía ver el
paisaje. Y sólo supe cuando frenó la ambulancia que habíamos llegado a Vitoria.
Los conductores me habían estado dando conversación y no pegué ojo en el viaje,
estaba demasiado nervioso, aunque los ojos me pesaban de sueño. Abrieron la
verja del Centro de Rehabilitación para pacientes de sicosis refractaría. Había
un gran jardín, por el que la gente daba paseos. En la recepción me explicaron
las normas de funcionamiento y no me acuerdo de nada de aquel rollo. Luego me
llevaron a mi unidad de enfermos especiales. Lo primero que vi fue un paquete
de tabaco y cogí un cigarro. Me amonestaron; “No se roba, se pide. Aprende a
compartir”. La unidad estaba llena de posters con más normas de funcionamiento
del chiringuito. Tenían montada dentro una caseta donde las enfermeras tomaban
el café, establecían los horarios, y distribuían el tabaco y las medicaciones.
También a veces dentro te hacían revisiones médicas, tumbado en una camilla de
chiste como las de los pediatras. Había un cuarto para fumar, una especie de
patio interior y allí se pasaba la peña el 90% del día. Me acompañaron a la
habitación, estrecha celda de monja, sin ninguna mesa para escribir y solo un
armario de ropa, una pila para beber agua o mear dentro y una cama con dos
sabanas blancas y una almohada de piedra. A veces te encerraban allí, había
días que te castigaban allí bajo llave y ni te llevaban un plato de comida. Tampoco
echaba de menos la bandeja minimalista con un poco de arroz blanco del Supercor
y un hámago de filete. A veces una pera daba color a la raquítica naturaleza
muerta. Desde la habitación se oían los gritos de los demás pacientes. Había
noches en que no pegaba ojo. Siempre se oía a una vieja de la planta de arriba,
de los incurables, gritando “me muero, me muero” y así toda la santa noche. ¡a
ver cuándo se moría de una vez por todas!
Te despertaban a las 7 de la
mañana con un análisis de sangre directo a la vena. Ibas con la ropa y la
toalla a la ducha donde un enfermero controlaba nuestro chorro de agua fría. “Échate
más jabón, límpiate bien las axilas” Era humillante verme allí desnudo y
expuesto delante de todos y ver sus barrigas ocultando sus flácidas
pichas. Ya duchaditos y vestidos
pasábamos a la reunión de Buenos Días. “Buenos días, este es mi 556 día en esta
institución. Ayer hice todas las tareas, Luego comimos, salíamos a dar vueltas
al patio, fui a comer una barrita de chocolate kínder y volví a acostarme”.
Hubiera preferido rezar el padrenuestro. Y así todos los días. Había gente que
llevaba allí años, pero todos sabían perfectamente cuantos días llevaban allí
encerrados, como el preso que hace marcas de tiza en la pared de su celda. Me
habían juntado con malas compañías, de aquel psiquiátrico salías peor de lo que
entrabas o drogadicto perdido, porque todos eran delincuentes juveniles a los
que un juez progre les había rebajado la pena enviándoles aquí, en vez de a un
penitenciario para menores, quedaba de lo más guay. Allí todo el mundo se metía
de todo y rulaban porros y por eso nos hacían mear en un bote de plástico para cerciorarse
de que nos habíamos metido la droga legal farmacéutica y no la ilegal. Al
principio mear en el tubito tenía su gracia, pero luego era como si te fueran a
operar de la próstata todos los días.
Los siquiatras también eran muy progres,
guays y modernos. A mí me llevaba el más cínico de todos, que bromeaba con mi
enfermedad y si me quejaba de que una enfermera me había destruido mis dibujos
en la trituradora, él bromeaba “¿Y qué hacemos? ¿la despedíamos?” Me veía indefenso
o impotente ante sus humillaciones de intelectual con peluca de ilustrado.
Una vez sin venir a cuento, al
volver de un café, me desnudaron en la sala de castigos y me quitaron los
papeles que llevaba encima como si fuera marihuana. Abrieron la habitación, y
se llevaron mis dibujos y mi diario. Aquello me dolió más que si me hubieran
torturado físicamente. Por la noche traté de recuperar aquellas páginas que
habían escrito mis lágrimas. ¡Hubiera sido un documento tan valioso para
entender lo que hacen a los minusválidos psíquicos...! A la altura testimonial
del diario de Ana Frank. Pero, aunque me agaché para rescatarlo de la basura,
en nocturnidad y alevosía, saltaron las alarmas. Y vinieron los enfermeros que
me agarraron con brutalidad de Gestapo y me ataron a la cama, cerrando el
cuarto. Aquella noche el “me muero, me muero” de la vieja de arriba me acunaba
el insomnio.
Si dicen que dormir es como un
ensayo del morir, despertar allí era como si sujetaran tus ojos con pinzas
en el infierno mientras te clavan cuchillos e inyectan agujas. Desde la ventana de mi habitación se veía un
trozo del patio marrón y también la cabina de los enfermeros. Había un
enfermero que se pasaba el día en la misma posición. No movía ni el gesto.
Podían pasar horas y horas y él seguía en la misma postura. Era un buen
funcionario. De 8 a 2 de la tarde cumplía su función. A las 2 se levantaba y se
iba. ¡Qué gran persona!
No era como las enfermeras
histéricas que unas veces hacían de madres crueles, y fatales, y montaban
escándalos por todo. Las venas de su cuello se iban hinchando con aquellos
berridos y chillidos que molestaban a todos los pacientes. Las mirábamos con
miedo, pero sobre todo con pena. Eran como niñas, con algún elogio cariñoso se
las calmaba. En el fondo eran mujeres entrañables, que asentían en todo al
doctor pero que no podían evitar mirarnos maternalmente cuando nos daban el
tabaco diario.
La comida era horrible. Bandejas
de plástico con la comida establecida en diferentes espacios, como en cualquier
hospital. En los cafés traficábamos con los cigarros y los cambiábamos por algo
de comida que nos habíamos guardado en la servilleta, pues los más gordos
necesitaban comer doblemente y los delgados nos alimentamos sólo del aire del
tabaco. No dejaban repetir y tampoco podías dejar el plato lleno, había que
morder con asco la pera, aunque luego la escupieras al suelo.
Odiaba cada vez que me mentaban los
siquiatras progres la película “Una mente prodigiosa” por quinta vez. A veces
nos ponían documentales de cómo debíamos tomarnos la medicación, era todo un
arte saber digerirla bien y no guardársela en la mano o esconderla entre los
dientes. Y sobre todo, no mezclarlas con droga, decían, mientras nos suministraban
nuestros dos paquetes de tabaco diario. Como éramos enfermos mentales debíamos
tragarnos documentales sobre tabaquismo, insomnio, anorexia, la situación en
Cuba, el alcoholismo o los derechos de los trans. Daba igual, todo era la misma
mierda, debían de pensar cuando juntaban a deficientes intelectuales con
discapacitados psíquicos. ¿Qué tendría que ver un síndrome de Down con un
esquizofrénico? Me han advertido que no meta metasicología en mis relatos, que
no hable de bipolares, maniacodepresivos, trastornados psíquicos de la
personalidad, limites, esquizo- afectivos, esquizo-típicos, esquizo-paranoicos.
No lo meto por pedantería psicoanalítica.
Al contrario. Yo no entiendo qué quieren decir con cada uno de estos
nuevos diagnósticos, enfermedades nuevas que han ido saliendo en los últimos
años a la par que las nuevas medicinas balsámicas y sanadoras. Para mí un
esquizoafectivo debe ser un esquizofrénico al que le faltan unos arrumacos
afectivos y el típico debe ser más normal. No sé quién se inventa estos nombres
absurdos.
No quiero hablar de Freud, un
cocainómano adicto a los puros que murió de cáncer a los 80, padre de una gran
prole de niños sin Edipo y símbolo del hetero patriarcado modélico. Cuando
querían ver algo fálico en los habanos que se fumaba les decía a los
periodistas; “a veces un puro sólo es un puro” Este hombre misógino y homófobo
es el fundador de la psicología y su obra ocupa dos estanterías completas en la
consulta de mi tía, la loquera.
A la mujer le falta un pene que
llevarse a la boca para completarse, y de ahí su envidia al pene del varón. Y
el gay es un enfermo libidinoso que no ha superado su fase edípica, se ha
quedado en su inmadurez de niño de 10 años y en la fase anal. ¡claro, él
retiene sus heces en el baño de niño y por eso de adulto se vuelve una persona
retentiva y acumuladora y con Diógenes! Y como está en la fase anal y también
le falta pene, le gusta que le completen por el trasero.
Paseaba por aquel recinto. Las antiguas
paredes se habían pintado de colores estridentes, porque esto daba una imagen
más progresista al sitio. Era lo mismo, pero con colores naranjas y sillas ergonómicas.
Nos obligaban a aquellas absurdas tareas para completar la jornada diaria y así
rellenar sus informes. Responder a test psicotécnicos, test de rochar (el de
las sombras), crucigramas, completar laberintos, detectar el triangulo en una
serie de cuadrados, sopas de letras del País… Todo cabía en aquellos juegos
absurdos. Adivinar el titular de una noticia. Detectar las diferencias en las
fotos de los periódicos. Inventar el final de un cuento del Barco de Vapor.
Hacer un resumen del libro que nos obligaran a leer. Cada vez que nos ponían
otro de esos documentales infumables había que hacer un comentario. Si nos
llevaban a ver cuatro fotos en una casa de cultura; comentario. Si salíamos a
pasear por la ciudad; comentario. Sólo nos dejaban libertad para cagar en paz.
Eso cuando no nos metían el tubo de mear a través de la puerta.
Al principio sólo nos dejaban
salir por el recinto. Ir hasta la cafetería a pedir un café aguado y fumar
junto a los viejos que veían expectantes a Belén Esteban. ¡Me daba tanta pena
ver aquellas momias que nunca leerían ni viajarían ni se moverían de sus sillas!
Les dejaban morir en vida. Cuanta más clarividencia tuvieran esto más
insoportable se volvería aquello. Pero hasta las viejas de la sala de incurables,
que babeaban un chorro de saliva y tenían la cabeza ida, tenían momentos de
lucidez, en los que se palpaban las venas de sus brazos decrépitos y veían horrorizadas
los barrotes de las ventanas. Había un viejo que danzaba por la sala,
molestando a los demás, pidiéndoles cigarros que chupaba ansiosamente y a veces
le prestaban algo de atención para reírse de su deficiencia. Era el bufón de
los locos. Había una señora arrugada muy
digna ella, con una boina parisina que le tapaba los ojos. Era como si hubiera
decidido cerrar los ojos a todo aquello y perderse por sus recuerdos o a otros
mundos mejores.
Luego ya me dejaron pasear por el
jardín. Había una señora pesadísima que venía a visitar a su hija, aunque la
loca era ella. Estaba empeñada en arreglarnos un matrimonio. Una boda entre locos
le parecía ideal, pues ambos compartíamos las mismas aficiones; vomitar del
exceso de tabaco y medicación y ver juntos documentales en la sala de
proyección del manicomio. Pero la reina
del jardín para mí era una señora cincuentona, con gafas de culo de vaso, que
tenía los brazos escritos y llevaba un vestido confeccionado de recortes de
periódico y notas que se auto escribía. Aquella mujer lo apuntaba absolutamente
todo. Todas las conversaciones que teníamos las registraba. Cuando veía los
documentales les entregaba a los enfermeros una trascripción completa y al pie
de la letra de la película con sus diálogos. Se sabía libros enteros de memoria
como en Fahrenheit y a veces componía ripios con su letra perfecta de
esquizofrénica. Aquella señora era para mí la escritora. por antonomasia.
La señora me lo explicaba muy
claro; “Yo no oigo voces ni duendes que me digan que queme un arbolito. Yo lo
que oigo son todos los insultos que he recibido y que me han escupido toda mi
vida. Yo lo que oigo es gorda, maricona, loca, bollera, vieja, pirada. Y lo
oigo muy clarito, todas las noches. Y además esas voces me las dicen personas a
las que identifico muy bien la cara. Tengo mucha memoria y nunca olvido. No te
hablo del perdonar cristiano o el no perdonar.” Aquella señora tenía sin duda
una mente privilegiada. Tenía tanta memoria que se sabía fechas históricas,
biografías de personajes famosos mejor que la Wikipedia británica. Te podía
calcular cifras astronómicas en un instante. Podía argumentar la no existencia
de Dios citando filósofos hasta el infinito. La dialéctica terminaba con su
agotamiento físico. Tenía un cuaderno de flores en los que dibujaba corazones y
mándalas. “Claro, la diferencia con un cuerdo es que yo no puedo parar mi
pensamiento, ni decirles que ¡ya vale! a esas voces insomnes. Pero el que se
considera sano oye una voz interior, un monologo continuo, y lo llama mente e
incluso a veces lo llama Dios. ¿Quién dicta lo que es racional y lo que no?” Los
locos son los Otros.
Luego ya me dejaron pasear por la
ciudad de Vitoria. Venía a visitarme mi tía, era tal la liberación de salir del
hospital de Las Nieves que me daba igual pasear que tomar un café o ir al cine.
Me veía todas las películas de estreno. Me hice adicto al café. Robaba libros
en las bibliotecas y librerías y los iba guardando en la taquilla. No se me
ocurrió continuar con los estudios que la enfermedad había interrumpido, ni
siquiera se me pasó por la cabeza la posibilidad de estudiar a distancia. Sin
embargo, seguí cultivando mi educación autodidacta en aquellas sesiones de cine
y esos libros robados. Cada vez que me dejaban libre me sentía un diletante
paseando por el París arbolado del parque y cada café irlandés era para mí Le
Flore.
Algunos fines de semana volvía a
mi domicilio a comprobar que mis padres no se habían desecho de mi biblioteca.
Pero ya no sentía esa nostalgia y ganas de verlos que tenía al final de los
campamentos scout de niño. En el campamento de verano había un domingo en que
los padres te visitaban y hacíamos un campin y luego nos desprendían cruelmente
de ellos. Pero ahora sólo sentía indiferencia por unos seres que me habían llevado
a aquel horror. Claro que volver al sanatorio era peor. Toda aquella
racionalizacion de tabaco, los castigos en la habitación sin comida, el pasear
por un patio vacío una y otra vez… Era tan absurdo dar vueltas en circulo en
torno a un patio cerrado que algunos chutaban una pelota de goma. Ni siquiera
era Cross, era sólo dar vueltas. Así que me ponía a hablar de filósofos
situacionistas, algo tan absurdo como dar patadas a un balón de cuero. El paseo
peripatético era un monologo, pues no había Platón que me respondiera, sólo
aquellas enfermeras custodiándonos día tras día y que escondían la cicuta en el
armario prohibido. Las enfermeras hacían memorias e inventarios de todo, no
sólo del tabaco, y hacían listas de premios-castigos, apuntaban nuestras reacciones-acciones,
nuestros comportamientos, y hacían tablas de Excel con nuestras evoluciones.
Era imposible escapar de allí
porque si te rebelabas era peor. Un chico se subió a una mesa y dándoselas de
Lenin nos empezó a arengar y nos hablaba de una revolución, de libertad, de
derechos. Y nos sonaba a chino. Parecía un discurso de Castro, pues nunca
terminaba, y con el puño en alto. No sé qué tendrá que ver el comunismo en todo
esto, pero cada vez que Panero salía de Mondragón levantaba el puño, igual que
los terroristas de ETA. Aquel chico fue
atado en un colchón y lo llevaron arrastrando el colchón al cuarto de castigo.
Dicen que le practicaron un electroshock, aunque está prohibido, y a todos nos
vino a la cabeza la Naranja mecánica. El chico salió cabizbajo, pero corregido,
arrepentido y dispuesto a disculparse ante todos en su 877 reunión de Buenos Días.
Una vez me escapé del
psiquiátrico. No fue algo premeditado ni la fuga de Alcatraz. No iba acumulando
cucharillas para escarbar un túnel ni bajé por un nudo de sabanas por la
ventana del sanatorio de Santander como Leonora Carrington. (¡qué maravillosas son
sus Memorias de Abajo, en el peor de los mundos podemos inventarnos otro de
Fantasía!) No, simplemente abrí la puerta y salí. ¡Si hubiera sabido que era
tan fácil…! Claro que me encontraron al poco tiempo. Otra vez se me ocurrió
trepar por la verja del jardín, para ir a un ciber a chatear por internet con
una chica que conocí, y luego volví para cenar. Tenía hambre. Ese día había
venido a verme mi madre. Había fines de semana en los que estaba castigado
dentro, y tenía todo el patio para mí. Y me moría de asco. Y así un día como
otro cualquiera, me dieron el alta.
Creo que ha sido la peor experiencia
de mi vida. mucho peor que los que van al ejército. El ejercito te hace hombre,
pero allí yo no maduré un ápice, ¿Madurar como la diosa manzana que le cayó a
Newton de tan podrida ya? Yo la manzana del pecado la pondría encima de la
cabeza de mi progenitor y disparar mis flechas de Guillermo Tell. Y que todos
los árboles del pecado, de la ciencia y de la vida se incrustaran en su cráneo.
Y así, edípico perdido y en mi fase anal, fui de un psiquiátrico a otro. unos
mejores, otros peores. En algunos te dejan fumar en la cama. Allí teníamos
conversaciones filosóficas y como me veían con gafas me pedían discursos
políticos. Allí hice el amor con una actriz enloquecida y con la pierna
vendada. Y fue algo frustrante y penoso. En los demás psiquiátricos encontré
más libertad. Pronto pasaba de hacer los ejercicios establecidos, la gimnasia o
el taller de peluquería y me pasaba el día en la biblioteca. Me daba por
apuntar todos los titulos de las estanterías. Aquella manía de escribirlo todo
me la había contagiado la escritora esquizofrénica, la diosa del jardín. También
lo de guardar recortes de periódicos culturales. En la cafetería bebíamos una
bomba explosiva que era mezclar coca cola con café. Estuve deambulando de psiquiátrico
en psiquiátrico un par de años. Son los años perdidos de mi vida, la nada, el vacío
sideral entre las galaxias, el silencio de los tiempos.
Ahora todos me ven mejor, no
saben que sigo loco. Los análisis de sangre han salido perfectos, aunque voy
guardando las pastillas en una caja de nácar y cuando no me entra el sueño me tomo
media.
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