miércoles, 27 de junio de 2018

HISTORIAS DEL SIQUIATRICO

Creo que la esquizofrenia es una enfermedad idónea para un escritor, la Enfermedad del escritor, su malestar cultural, la solitaria a la que se refiere Viagra RRosa en cartas a un novelista. Te permite un pensamiento abierto a todas las formas de pensar y cosmovisiones. La del esquizofrénico es una mente privilegiada y multidimensional. Fomenta la creatividad y el pensamiento mágico. Te permite desligarte en otras personas, tus personajes, y crear una voz interior que es la del narrador, además de encontrarte con los múltiples yos de tu interior. Se produce una especie de desdoblamiento interior, ideal para crear personajes complejos. También es verdad que aquel tormentoso monologo interior llevó a Virginia Woolf a la muerte. La vida y la obra no se pueden separar, y al igual que no hay barómetros para crear ni reglas ni leyes universales como en la ciencia, tampoco se pueden sistematizar y etiquetar las locuras.  La habitación propia de la Woolf a veces se vuelve un lugar angustioso en tu cerebro del que es imposible escapar. Estoy hablando de las caréceles de los sanatorios mentales, los centros de días (para jubilados, minusválidos y otras pestes) y de los centros de trabajo protegido para discapacitados. Virginia oía voces en su cabeza y las bombas de la primera guerra mundial retumbando y estallando en su cerebro. Hay muchos ejemplos de artistas esquizofrénicos, Joyce, Oteiza, Felini… Nietzsche y Hölderlin acabaron en psiquiátricos por ser demasiado neurasténicos o románticos para la época.  Dalí jugaba a hacerse el loco. Hay tantos ejemplos de intelectuales locos como de cuerdos. Y sin embargo hay una relación entre creatividad, y sicologías y sexologías divergentes o diferentes. Ya decía Platón que había que estar algo loco para escribir
 
El ingreso era involuntario, ordenado por un juez de Madrid, al que no había visto la cara ni él la mía. Sólo conocía su letra, agresiva y orgullosa, por las firmas de los informes que la siquiatra iba pasando a mis padres. La siquiatra nunca me miraba a los ojos. Si la visita era conjunta, mis padres se ponían cada uno en su silla con los brazos cruzados y yo en medio, como una especie de chivo expiatorio o cordero de dios. Empezaban a desahogarse delante de la siquiatra, comentando de niño las trastadas que hacía y ya de mayor los disgustos que les daba. No me dejaban intervenir, se interrumpían entre ellos y a la siquiatra. Me humillaban y no me dejaban hablar. A veces no aguantaba más y tenía que marcharme de la consulta para no seguir oyendo sus voces, hirientes, taladrando mi cabeza. En cierta forma siempre me había sentido en esa silla de sicoanalista, en medio de los dos. Ni siquiera era un psicoanálisis, pues eso ya no lo cubre la seguridad social, y se reserva para los hijos edípicos de la burguesía. Lo mío era una terapia conductista. Fuera la silla eléctrica de tortura que fuera, yo estaba en medio. 

Igual que el cobre hace de canal entre metales emisores de electricidad, yo siempre estaba en medio de sus discusiones. En cambio, el duro hierro no deja pasar eones y electrones, es impermeable. Algunas noches me despertaban sus discusiones y las espiaba escondido tras la puerta. -Si hubiéramos tenido un hijo normal no nos habríamos divorciado- Sé lo oí tantas veces a mi padre cuando hablaba con sus nuevas amantes por el móvil que lo creí una Verdad Universal. Todas las discusiones que recuerdo de niño tenían que ver con mi educación, si debía ser pasota o sobreprotectora, autoritaria o permisiva, técnica o creativa. Mi madre leía aquellos libros beauvoristas del Bernabé Tierno y siempre había en la biblioteca de la sala titulos del pelo “cómo no ser una buena madre”, “ganar el pulso a tu hijo” Esa bipolaridad en esas dialécticas agresivas se repetía en la escuela. La profesora excéntrica de pelo rojo defendía la creatividad, la generación del 27 y el romanticismo. En cambio, el religioso profesor de historia defendía el conservadurismo, la del 98 y el realismo. ¿Debían calificar mis cerditos pintados de Plastidecor y pintura Marley según la creatividad trasgresora de los 80 o evaluarlos por su técnica y  utilidad positivista de “producto” para prepararme así al mundo de la rentabilidad económica de los 90?  Si todo su matrimonio lo habían basado en mi educación, yo era el causante de su separación.

 Así que aquella noche decidí que jamás tendría hijos, ¿Traer a un ser a este infierno de lágrimas sin pedirle permiso siquiera? Por unas pocas tardes felices en familia llorando con Mujercitas o jugando al Monopoly tenías que aguantar miles de años de tortura psicológica. 

El ingreso era involuntario. Y unos enfermeros vinieron a sacarme de la cama. Yo creí que me pondrían una camisa de fuerza, pero aquel proceso penoso trascurrió con serenidad. Me subieron a un furgón a la parte de atrás, junto a los trastos. No podía ver el paisaje. Y sólo supe cuando frenó la ambulancia que habíamos llegado a Vitoria. Los conductores me habían estado dando conversación y no pegué ojo en el viaje, estaba demasiado nervioso, aunque los ojos me pesaban de sueño. Abrieron la verja del Centro de Rehabilitación para pacientes de sicosis refractaría. Había un gran jardín, por el que la gente daba paseos. En la recepción me explicaron las normas de funcionamiento y no me acuerdo de nada de aquel rollo. Luego me llevaron a mi unidad de enfermos especiales. Lo primero que vi fue un paquete de tabaco y cogí un cigarro. Me amonestaron; “No se roba, se pide. Aprende a compartir”. La unidad estaba llena de posters con más normas de funcionamiento del chiringuito. Tenían montada dentro una caseta donde las enfermeras tomaban el café, establecían los horarios, y distribuían el tabaco y las medicaciones. También a veces dentro te hacían revisiones médicas, tumbado en una camilla de chiste como las de los pediatras. Había un cuarto para fumar, una especie de patio interior y allí se pasaba la peña el 90% del día. Me acompañaron a la habitación, estrecha celda de monja, sin ninguna mesa para escribir y solo un armario de ropa, una pila para beber agua o mear dentro y una cama con dos sabanas blancas y una almohada de piedra. A veces te encerraban allí, había días que te castigaban allí bajo llave y ni te llevaban un plato de comida. Tampoco echaba de menos la bandeja minimalista con un poco de arroz blanco del Supercor y un hámago de filete. A veces una pera daba color a la raquítica naturaleza muerta. Desde la habitación se oían los gritos de los demás pacientes. Había noches en que no pegaba ojo. Siempre se oía a una vieja de la planta de arriba, de los incurables, gritando “me muero, me muero” y así toda la santa noche. ¡a ver cuándo se moría de una vez por todas!

Te despertaban a las 7 de la mañana con un análisis de sangre directo a la vena. Ibas con la ropa y la toalla a la ducha donde un enfermero controlaba nuestro chorro de agua fría. “Échate más jabón, límpiate bien las axilas” Era humillante verme allí desnudo y expuesto delante de todos y ver sus barrigas ocultando sus flácidas pichas.  Ya duchaditos y vestidos pasábamos a la reunión de Buenos Días. “Buenos días, este es mi 556 día en esta institución. Ayer hice todas las tareas, Luego comimos, salíamos a dar vueltas al patio, fui a comer una barrita de chocolate kínder y volví a acostarme”. Hubiera preferido rezar el padrenuestro. Y así todos los días. Había gente que llevaba allí años, pero todos sabían perfectamente cuantos días llevaban allí encerrados, como el preso que hace marcas de tiza en la pared de su celda. Me habían juntado con malas compañías, de aquel psiquiátrico salías peor de lo que entrabas o drogadicto perdido, porque todos eran delincuentes juveniles a los que un juez progre les había rebajado la pena enviándoles aquí, en vez de a un penitenciario para menores, quedaba de lo más guay. Allí todo el mundo se metía de todo y rulaban porros y por eso nos hacían mear en un bote de plástico para cerciorarse de que nos habíamos metido la droga legal farmacéutica y no la ilegal. Al principio mear en el tubito tenía su gracia, pero luego era como si te fueran a operar de la próstata todos los días. 

Los siquiatras también eran muy progres, guays y modernos. A mí me llevaba el más cínico de todos, que bromeaba con mi enfermedad y si me quejaba de que una enfermera me había destruido mis dibujos en la trituradora, él bromeaba “¿Y qué hacemos? ¿la despedíamos?” Me veía indefenso o impotente ante sus humillaciones de intelectual con peluca de ilustrado. 

Una vez sin venir a cuento, al volver de un café, me desnudaron en la sala de castigos y me quitaron los papeles que llevaba encima como si fuera marihuana. Abrieron la habitación, y se llevaron mis dibujos y mi diario. Aquello me dolió más que si me hubieran torturado físicamente. Por la noche traté de recuperar aquellas páginas que habían escrito mis lágrimas. ¡Hubiera sido un documento tan valioso para entender lo que hacen a los minusválidos psíquicos...! A la altura testimonial del diario de Ana Frank. Pero, aunque me agaché para rescatarlo de la basura, en nocturnidad y alevosía, saltaron las alarmas. Y vinieron los enfermeros que me agarraron con brutalidad de Gestapo y me ataron a la cama, cerrando el cuarto. Aquella noche el “me muero, me muero” de la vieja de arriba me acunaba el insomnio.   

Si dicen que dormir es como un ensayo del morir, despertar allí era como si sujetaran tus ojos con pinzas en el infierno mientras te clavan cuchillos e inyectan agujas.  Desde la ventana de mi habitación se veía un trozo del patio marrón y también la cabina de los enfermeros. Había un enfermero que se pasaba el día en la misma posición. No movía ni el gesto. Podían pasar horas y horas y él seguía en la misma postura. Era un buen funcionario. De 8 a 2 de la tarde cumplía su función. A las 2 se levantaba y se iba. ¡Qué gran persona! 

No era como las enfermeras histéricas que unas veces hacían de madres crueles, y fatales, y montaban escándalos por todo. Las venas de su cuello se iban hinchando con aquellos berridos y chillidos que molestaban a todos los pacientes. Las mirábamos con miedo, pero sobre todo con pena. Eran como niñas, con algún elogio cariñoso se las calmaba. En el fondo eran mujeres entrañables, que asentían en todo al doctor pero que no podían evitar mirarnos maternalmente cuando nos daban el tabaco diario. 

La comida era horrible. Bandejas de plástico con la comida establecida en diferentes espacios, como en cualquier hospital. En los cafés traficábamos con los cigarros y los cambiábamos por algo de comida que nos habíamos guardado en la servilleta, pues los más gordos necesitaban comer doblemente y los delgados nos alimentamos sólo del aire del tabaco. No dejaban repetir y tampoco podías dejar el plato lleno, había que morder con asco la pera, aunque luego la escupieras al suelo. 

Odiaba cada vez que me mentaban los siquiatras progres la película “Una mente prodigiosa” por quinta vez. A veces nos ponían documentales de cómo debíamos tomarnos la medicación, era todo un arte saber digerirla bien y no guardársela en la mano o esconderla entre los dientes. Y sobre todo, no mezclarlas con droga, decían, mientras nos suministraban nuestros dos paquetes de tabaco diario. Como éramos enfermos mentales debíamos tragarnos documentales sobre tabaquismo, insomnio, anorexia, la situación en Cuba, el alcoholismo o los derechos de los trans. Daba igual, todo era la misma mierda, debían de pensar cuando juntaban a deficientes intelectuales con discapacitados psíquicos. ¿Qué tendría que ver un síndrome de Down con un esquizofrénico? Me han advertido que no meta metasicología en mis relatos, que no hable de bipolares, maniacodepresivos, trastornados psíquicos de la personalidad, limites, esquizo- afectivos, esquizo-típicos, esquizo-paranoicos. No lo meto por pedantería psicoanalítica.  Al contrario. Yo no entiendo qué quieren decir con cada uno de estos nuevos diagnósticos, enfermedades nuevas que han ido saliendo en los últimos años a la par que las nuevas medicinas balsámicas y sanadoras. Para mí un esquizoafectivo debe ser un esquizofrénico al que le faltan unos arrumacos afectivos y el típico debe ser más normal. No sé quién se inventa estos nombres absurdos.

No quiero hablar de Freud, un cocainómano adicto a los puros que murió de cáncer a los 80, padre de una gran prole de niños sin Edipo y símbolo del hetero patriarcado modélico. Cuando querían ver algo fálico en los habanos que se fumaba les decía a los periodistas; “a veces un puro sólo es un puro” Este hombre misógino y homófobo es el fundador de la psicología y su obra ocupa dos estanterías completas en la consulta de mi tía, la loquera.
A la mujer le falta un pene que llevarse a la boca para completarse, y de ahí su envidia al pene del varón. Y el gay es un enfermo libidinoso que no ha superado su fase edípica, se ha quedado en su inmadurez de niño de 10 años y en la fase anal. ¡claro, él retiene sus heces en el baño de niño y por eso de adulto se vuelve una persona retentiva y acumuladora y con Diógenes! Y como está en la fase anal y también le falta pene, le gusta que le completen por el trasero. 

Paseaba por aquel recinto. Las antiguas paredes se habían pintado de colores estridentes, porque esto daba una imagen más progresista al sitio. Era lo mismo, pero con colores naranjas y sillas ergonómicas. Nos obligaban a aquellas absurdas tareas para completar la jornada diaria y así rellenar sus informes. Responder a test psicotécnicos, test de rochar (el de las sombras), crucigramas, completar laberintos, detectar el triangulo en una serie de cuadrados, sopas de letras del País… Todo cabía en aquellos juegos absurdos. Adivinar el titular de una noticia. Detectar las diferencias en las fotos de los periódicos. Inventar el final de un cuento del Barco de Vapor. Hacer un resumen del libro que nos obligaran a leer. Cada vez que nos ponían otro de esos documentales infumables había que hacer un comentario. Si nos llevaban a ver cuatro fotos en una casa de cultura; comentario. Si salíamos a pasear por la ciudad; comentario. Sólo nos dejaban libertad para cagar en paz. Eso cuando no nos metían el tubo de mear a través de la puerta. 

Al principio sólo nos dejaban salir por el recinto. Ir hasta la cafetería a pedir un café aguado y fumar junto a los viejos que veían expectantes a Belén Esteban. ¡Me daba tanta pena ver aquellas momias que nunca leerían ni viajarían ni se moverían de sus sillas! Les dejaban morir en vida. Cuanta más clarividencia tuvieran esto más insoportable se volvería aquello. Pero hasta las viejas de la sala de incurables, que babeaban un chorro de saliva y tenían la cabeza ida, tenían momentos de lucidez, en los que se palpaban las venas de sus brazos decrépitos y veían horrorizadas los barrotes de las ventanas. Había un viejo que danzaba por la sala, molestando a los demás, pidiéndoles cigarros que chupaba ansiosamente y a veces le prestaban algo de atención para reírse de su deficiencia. Era el bufón de los locos.  Había una señora arrugada muy digna ella, con una boina parisina que le tapaba los ojos. Era como si hubiera decidido cerrar los ojos a todo aquello y perderse por sus recuerdos o a otros mundos mejores. 

Luego ya me dejaron pasear por el jardín. Había una señora pesadísima que venía a visitar a su hija, aunque la loca era ella. Estaba empeñada en arreglarnos un matrimonio. Una boda entre locos le parecía ideal, pues ambos compartíamos las mismas aficiones; vomitar del exceso de tabaco y medicación y ver juntos documentales en la sala de proyección del manicomio.   Pero la reina del jardín para mí era una señora cincuentona, con gafas de culo de vaso, que tenía los brazos escritos y llevaba un vestido confeccionado de recortes de periódico y notas que se auto escribía. Aquella mujer lo apuntaba absolutamente todo. Todas las conversaciones que teníamos las registraba. Cuando veía los documentales les entregaba a los enfermeros una trascripción completa y al pie de la letra de la película con sus diálogos. Se sabía libros enteros de memoria como en Fahrenheit y a veces componía ripios con su letra perfecta de esquizofrénica. Aquella señora era para mí la escritora. por antonomasia. 
 La señora me lo explicaba muy claro; “Yo no oigo voces ni duendes que me digan que queme un arbolito. Yo lo que oigo son todos los insultos que he recibido y que me han escupido toda mi vida. Yo lo que oigo es gorda, maricona, loca, bollera, vieja, pirada. Y lo oigo muy clarito, todas las noches. Y además esas voces me las dicen personas a las que identifico muy bien la cara. Tengo mucha memoria y nunca olvido. No te hablo del perdonar cristiano o el no perdonar.” Aquella señora tenía sin duda una mente privilegiada. Tenía tanta memoria que se sabía fechas históricas, biografías de personajes famosos mejor que la Wikipedia británica. Te podía calcular cifras astronómicas en un instante. Podía argumentar la no existencia de Dios citando filósofos hasta el infinito. La dialéctica terminaba con su agotamiento físico. Tenía un cuaderno de flores en los que dibujaba corazones y mándalas. “Claro, la diferencia con un cuerdo es que yo no puedo parar mi pensamiento, ni decirles que ¡ya vale! a esas voces insomnes. Pero el que se considera sano oye una voz interior, un monologo continuo, y lo llama mente e incluso a veces lo llama Dios. ¿Quién dicta lo que es racional y lo que no?” Los locos son los Otros. 

Luego ya me dejaron pasear por la ciudad de Vitoria. Venía a visitarme mi tía, era tal la liberación de salir del hospital de Las Nieves que me daba igual pasear que tomar un café o ir al cine. Me veía todas las películas de estreno. Me hice adicto al café. Robaba libros en las bibliotecas y librerías y los iba guardando en la taquilla. No se me ocurrió continuar con los estudios que la enfermedad había interrumpido, ni siquiera se me pasó por la cabeza la posibilidad de estudiar a distancia. Sin embargo, seguí cultivando mi educación autodidacta en aquellas sesiones de cine y esos libros robados. Cada vez que me dejaban libre me sentía un diletante paseando por el París arbolado del parque y cada café irlandés era para mí Le Flore.  

Algunos fines de semana volvía a mi domicilio a comprobar que mis padres no se habían desecho de mi biblioteca. Pero ya no sentía esa nostalgia y ganas de verlos que tenía al final de los campamentos scout de niño. En el campamento de verano había un domingo en que los padres te visitaban y hacíamos un campin y luego nos desprendían cruelmente de ellos. Pero ahora sólo sentía indiferencia por unos seres que me habían llevado a aquel horror. Claro que volver al sanatorio era peor. Toda aquella racionalizacion de tabaco, los castigos en la habitación sin comida, el pasear por un patio vacío una y otra vez… Era tan absurdo dar vueltas en circulo en torno a un patio cerrado que algunos chutaban una pelota de goma. Ni siquiera era Cross, era sólo dar vueltas. Así que me ponía a hablar de filósofos situacionistas, algo tan absurdo como dar patadas a un balón de cuero. El paseo peripatético era un monologo, pues no había Platón que me respondiera, sólo aquellas enfermeras custodiándonos día tras día y que escondían la cicuta en el armario prohibido. Las enfermeras hacían memorias e inventarios de todo, no sólo del tabaco, y hacían listas de premios-castigos, apuntaban nuestras reacciones-acciones, nuestros comportamientos, y hacían tablas de Excel con nuestras evoluciones. 

Era imposible escapar de allí porque si te rebelabas era peor. Un chico se subió a una mesa y dándoselas de Lenin nos empezó a arengar y nos hablaba de una revolución, de libertad, de derechos. Y nos sonaba a chino. Parecía un discurso de Castro, pues nunca terminaba, y con el puño en alto. No sé qué tendrá que ver el comunismo en todo esto, pero cada vez que Panero salía de Mondragón levantaba el puño, igual que los terroristas de ETA.  Aquel chico fue atado en un colchón y lo llevaron arrastrando el colchón al cuarto de castigo. Dicen que le practicaron un electroshock, aunque está prohibido, y a todos nos vino a la cabeza la Naranja mecánica. El chico salió cabizbajo, pero corregido, arrepentido y dispuesto a disculparse ante todos en su 877 reunión de Buenos Días.

Una vez me escapé del psiquiátrico. No fue algo premeditado ni la fuga de Alcatraz. No iba acumulando cucharillas para escarbar un túnel ni bajé por un nudo de sabanas por la ventana del sanatorio de Santander como Leonora Carrington. (¡qué maravillosas son sus Memorias de Abajo, en el peor de los mundos podemos inventarnos otro de Fantasía!) No, simplemente abrí la puerta y salí. ¡Si hubiera sabido que era tan fácil…! Claro que me encontraron al poco tiempo. Otra vez se me ocurrió trepar por la verja del jardín, para ir a un ciber a chatear por internet con una chica que conocí, y luego volví para cenar. Tenía hambre. Ese día había venido a verme mi madre. Había fines de semana en los que estaba castigado dentro, y tenía todo el patio para mí. Y me moría de asco. Y así un día como otro cualquiera, me dieron el alta. 

Creo que ha sido la peor experiencia de mi vida. mucho peor que los que van al ejército. El ejercito te hace hombre, pero allí yo no maduré un ápice, ¿Madurar como la diosa manzana que le cayó a Newton de tan podrida ya? Yo la manzana del pecado la pondría encima de la cabeza de mi progenitor y disparar mis flechas de Guillermo Tell. Y que todos los árboles del pecado, de la ciencia y de la vida se incrustaran en su cráneo. Y así, edípico perdido y en mi fase anal, fui de un psiquiátrico a otro. unos mejores, otros peores. En algunos te dejan fumar en la cama. Allí teníamos conversaciones filosóficas y como me veían con gafas me pedían discursos políticos. Allí hice el amor con una actriz enloquecida y con la pierna vendada. Y fue algo frustrante y penoso. En los demás psiquiátricos encontré más libertad. Pronto pasaba de hacer los ejercicios establecidos, la gimnasia o el taller de peluquería y me pasaba el día en la biblioteca. Me daba por apuntar todos los titulos de las estanterías. Aquella manía de escribirlo todo me la había contagiado la escritora esquizofrénica, la diosa del jardín. También lo de guardar recortes de periódicos culturales. En la cafetería bebíamos una bomba explosiva que era mezclar coca cola con café. Estuve deambulando de psiquiátrico en psiquiátrico un par de años. Son los años perdidos de mi vida, la nada, el vacío sideral entre las galaxias, el silencio de los tiempos.
Ahora todos me ven mejor, no saben que sigo loco. Los análisis de sangre han salido perfectos, aunque voy guardando las pastillas en una caja de nácar y cuando no me entra el sueño me tomo media.



  
 

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