Según el
sexto principio de la ONU acordado en el pacto mundial de la red de empresas,
en las que participaron las españolas, estas deben apoyar la abolición de las
prácticas de discriminación en el empleo y la ocupación. El acoso laboral es un
problema grave que dificulta la productividad y rentabilidad de la empresa y
que el profesional haga un buen trabajo, pero sobre todo atenta contra la dignidad
de esa persona. Muchos individuos ven sus rutinas laborales como un infierno y se
convierte en una tortura ir cada día a trabajar. A través de humillaciones,
bromas crueles, micromachismos, discriminaciones por cualquier razón (en este
cuento por su enfermedad mental o su nivel intelectual) se puede obligar a una persona a dimitir de su
trabajo o a ser despedida de forma improcedente. Si educamos a los niños para
que no marginen a otros ni hagan bullyng estaremos más cerca de evitar estas
prácticas de mobbing o acoso laboral.
Estaba tan contento Miguel que
iba a explotar de alegría. Por fin era periodista. Tenía un título. Un diploma firmado por el rey le había llegado
a casa y su madre lo enmarcó en la sala, presidiéndolo todo, encima del
televisor. Ya tenía algo decente que poner en el currículo y se sintió por
primera vez adulto. Aunque no hubiera conseguido trabajo, podría decir “Miguel
Barroso, periodista por la universidad de Deusto”. A lo de periodista él podría
añadir periodista cultural, que le daba más categoría. Y lo de Deusto era un
puntazo, no era la pública. Aunque guardaba muy mal recuerdo de aquella clases
tan teóricas y llenas de filosofías bautizadas por los jesuitas. En la carrera
sólo había hecho dos reportajes y ni siquiera había pisado un plató de
televisión o un estudio de radio. No había habido ni una clase sobre periodismo
del corazón o deportivo, que era a lo que quería dedicarse el 90% de su
promoción, lo que daba dinero, aunque a él eso le daba igual porque aborrecía
el fútbol y la prensa rosa.
Si algo había sacado en
conclusión de su carrera es que la comunicación humana es imposible. Por muchas
razones; la insuficiencia del lenguaje para expresar el interior de una
persona, la falta de empatía con el receptor y el que este no se preste a
recibir el mensaje, las interferencias en el canal, el ruido de la sobre
información, la vacuidad de los contenidos (tan frívolos y superficiales), la
espiral del silencio que se crea en la mayoría de conversaciones reduciéndolas
a expresiones fáticas de contacto (o dicho de otra forma, en la mayoría de
conversaciones ni siquiera se da pie a mensajes intelectuales o de contenido
sentimental pues se reducen a comentar el fútbol y el master chef) Era un
periodista sin vocación, porque él sólo soñaba con ser escritor, pero aún no
había una carrera especifica para ello. La comunicación es imposible, un
dialogo de sordos y besugos, se decía sin escucharse así mismo.
“Pero lo de Deusto es un punto,
es un punto”, seguía repitiéndose. La leyenda decía que en los periódicos
cuando buscaban periodistas ponían “abstenerse los licenciados de Lejona”.
Podría poner su título en la solapa de los libros que escribiría, éxitos
mundiales todos ellos. Si los niños soñaban con ser los nuevos Messis desde que
daban el primer chute a un balón, él soñaba con ser escritor. Pero no un
escritor cualquiera. Todas las señoras de aquellos grupos poéticos se
autopublicaban sus poemarios y se peleaban por ser ellas las que presentaran su
libro esa tarde en la tertulia del café Lago. Aquellas poetas del Inserso y la
pasarela Cibeles decían en las entrevistas lo mucho que les había llegado
Rosalía de Castro y entrevista hecha. No, por publicar se publica hasta el BOE,
él quería pasar a la historia de la literatura.
No quería ser uno de esos poetas cuarentones fracasados que presentan un
poemario en la casa del libro y van a verle cuatro amigos y la abuela y la tía,
sus únicas e incondicionales fans. Un público que ha conseguido ofreciendo cuatro
pinchos y unas cervezas. Como decía Benavente; “el público son tres señoras” y
estas no le erigirían en el limbo de los escritores inmortales. No, él sería un
escritor de masas y se pelearían por su libro en Elkar, “yo lo he visto antes.
Quita tus sucias manos de mi libro, lagarta”
Miguel Barroso soñaba con su
éxito y tan abstraído iba que no se dio cuenta del charco con el que se acababa
de resbalar. “Empezamos bien”, pensó. No tenía ningún sentido escribir para uno
mismo y dejarlo en un cajón muerto de asco, porque sí él escribía era para que le
reconocieran, le amaran, ya que nadie le quería en su vida personal. Le habían
hecho bullyng desde niño. Por eso odiaba a aquella profesora del taller de
literatura femenina o feminista que le había dicho; “bueno, sí te sirve de
terapia y como hobby…” Él no escribía solo para descargar sus traumas, existen
loqueros para ello. Si no le leían era como si no hubiera existido. Miguel
parecía echarse a volar de un momento a otro con su mochila que le daría
propulsión y a la que le saldrían alas. Miguel levitaba más que andar por las
tristes aceras de Miranda.
Se había trasladado toda su
familia a este pueblo de Burgos sin pensarlo, en cuanto Miguel encontró
trabajo. Una prima de su madre les había dejado la casa de verano que tenía
ella allí y a la que ya no iban sus hijos, que habían crecido. Toda la familia
se había movilizado hasta Miranda para que no tuviera que coger el autobús
todos los días, era el primer trabajo del niño. Bueno, tampoco era un trabajo
sino unas prácticas allí en la radio, en una desconexión provincial de la Ser.
Pero tal y como está la cosa podía darse con un canto en los dientes, pensó
cuando tropezó con el charco y casi mordió la roca del suelo. Si el periodismo
siempre había tenido problemas de colocación, ahora más que nunca. Si ya
estaban en crisis allá en los 70 ahora la cosa era penosa.
La puerta se abrió
automáticamente y se sorprendió de lo pequeña que era la emisora. Nunca había
visto una redacción de periódico o cosa parecida, nunca la habían visitado a lo
largo de los cinco años de carrera. Él siempre había imaginado por las
películas que una redacción de periódico o una emisora de radio sería inmensa,
llena de mesas con ordenadores y un montón de chupatintas trabajando. Pero
aquello era casi tan pequeño como su habitación. Todo estaba sucio, cubierto de
telarañas, no habían pasado una fregona al suelo en años y las paredes
descorchadas pedían a gritos una mano de pintura que disimulara un poco las
grietas.
Un señor con corbata le estrechó
la mano educadamente. Había algo servil en su figura, constantemente
reverenciándose como si él fuera alguien importante o el mismo Papa que venía a
visitar el estudio. Cuando no era más que un triste becario. “Le presentaré a
la gente, le enseñaré el estudio”. Lo de enseñar el estudio fue muy corto. Un
par de ordenadores, un equipo de radio y una mesa con cuatro sillas y varios
micrófonos. Lo de presentarle al resto de periodistas fue más breve aún, pues
eran tres personas las que trabajaban allí. Una mujer de mediana edad y pelo
rubio se limaba las uñas y como si ni notara su presencia sigió mirando su
Facebook. A veces despegaba la vista del ordenador para mirar el wasap. Era la secretaria
o la de recursos humanos o coach o “pachulí mía”, o como la llamara el jefe
cuando la daba la palmadita en el culo. Un hombre barbudo, cincuentón, le estrechó
la mano tan fuertemente que le hizo daño y le costó retirarla. Un chico joven le
hizo un gesto con la cara, tapada por una gorra, parecía un hola. Le devolvió
el saludo, pero los auriculares en su oreja sugerían que estaba enfrascado en
alguna música extraña de reggaetón.
Miguel abrió la mochila y fue
disponiendo sobre su nueva mesa de trabajo todos sus bártulos. Su ordenador
portátil estaba sucio e iba muy lento, pues lo tenía lleno de novelas. Pensó
que aquella redacción era un lugar tan bueno como otro cualquiera para seguir
escribiendo cuentos, cuando él jefe no le mirara. Un taco de folios sobre la
mesa era el trabajo para aquel primer día. Eran noticias de la agencia EFE que
él debía seleccionar, extractar y convertir en noticias radiofónicas. La
montaña de folios iba creciendo pues la secretaría a medida que los escupía la
impresora se los iba dejando encima, hasta que se hizo tan grande el montón que
él pensó que ni con un soplido de molino se derribaría aquella barricada
improvisada. Nadie habló con él aquella tarde y el tiempo se le hacía eterno,
el maldito reloj se había quedado parado
Hacía bochorno de verano y el
sudor que le caía de la frente le empapaba la camiseta. Se entretuvo mirando
las musarañas de la pared. Aquella noche volvió muy cansado a casa, y su
monologo interior siguió atormentándole el paseo hasta la residencia dónde
ahora vivía. Se metió en la piscina de la casa de veraneo y nadó un poco a lo
perro. Quiso hundir todo su cabezón para así no pensar y cuando se hizo el
muerto en el agua deseó serlo de verdad. Salió de la piscina, más cansado aún,
como si aún cargara la mochila con todos los informes de su nuevo trabajo. Se
secó con la toalla y se metió en la cama.
Al día siguiente el despertador
le taladró los oídos. Otra vez lo mismo. Bueno, se trata de la Ser, aunque sea
una delegación, poner en tu currículo que has trabajado para la Ser es otro
puntazo. En su camino al trabajo no podía evitar seguir comiéndose la cabeza.
Se acordó de cómo consiguió estas prácticas. Había seleccionado las empresas en
las que quería trabajar, pero su nota de corte no era alta ni baja, más bien en
la media mediocre. Así que sólo le llamaron del Correo. Le tuvieron esperando
casi tres cuartos de hora en un sofá muy cómodo y de estampado negro. La
oficina del correo era minimalista y lujosa. Tenían hasta portero en la puerta.
Aquella entrevista de trabajo no pudo salir peor. Salió de ella a los diez
minutos, con la sensación de haber quedado como un idiota. Él les había dicho
que no quería ser periodista sino escritor. Era como si te presentas a una
tienda de frutas diciendo que siempre has querido ser taxista. Muchos escritores
habían empezado así. A él no le pasaría lo que a su prima Amalia, con cuatro
carreras, el Ega, el Ferst y ganando 600 e en contratos temporales. Por estas
practicas no le pagaban, pero es que los comienzos siempre son así, duros.
Los siguientes días sus
compañeros de trabajo empezaron a considerar que aquella persona que habían
colocado en la mesa de al lado tenía vida humana, era un florero nuevo, pero
que al menos hablaba. Desde que le encontraron un libro de Dostoievski en el
cajón, el de barbas empezó a llamarle “el intelectualillo”. Notaba que le
trataba con paternalismo, que le explicaba las cosas como a un niño o como si
fuera síndrome de Down. ¿Sabrían ellos la enfermedad mental que tenía? No había
querido ponerla en el currículo, pero cada vez que iba a la máquina del café su
cuerpo se estremecía porque aquello era un autentico mentidero de rumores y
cotilleos. Él podía tener su discapacidad, pero no era subnormal ni sordo. Oía
perfectamente los comentarios que murmuraban de él. “El nuevo esto, el nuevo lo
otro”. La chica rubia le hacía comentarios de su chándal, qué si lo había
encontrado en un mercadillo de gitanos. También se metía con su peinado, con su
forma de andar. Le ridiculizaba constantemente y cuando él la hablaba ella
entornaba los ojos al cielo, pensando en otra cosa. Nadie le escuchaba, su
opinión no contaba. Cuando coincidía con alguien en el ascensor para subir a la
hemeroteca, todos miraban hacía otro lado en mutismo. El chico de la gorra le
vacilaba y se reía de él, lo ridiculizaban cada vez que leía un anuncio por el
micrófono. Todos los temas que proponía para la agenda setting eran rechazados,
incluso antes de que los terminara de explicar. Proponer entrevistar a Bernardo
Atxaga se lo rechazaban porque era demasiado vasco. No podía hablar de nada
interesante en el programa, sino limitarse a leer spots publicitarios, cuñas y
redactar noticias de dos líneas; un camión se empotra en la carretera tal..
A final de mes tuvo una cena de
empresa. En la cena se había sentido mirado por todos mientras comía. Y dentro
de su mente paranoica se preguntaba que estaban pensando de él. Si no se
llevaba la cuchara a la boca le decía la rubia “come algo, que pareces un
esparrago” y si comía él creía que daba la impresión de no haber comido nunca
langostinos. Cuando propuso un menú nadie le hizo caso. Cuando pidieron los
vinos quedó como un idiota al no saber distinguir un vino de otro. A él todos
los vinos le sabían igual y pidió una coca cola, ante las mofas de todos. En el
postre se le quedó pegado un pedazo de tarta al bigote, que parecía Unamuno.
Y en el café le echaron una mosca
de plástico para reírse de él. El humo de los puros del jefe le estaba mareando
y todos se rieron de nuevo cuando sacó un purillo, que él compraba porque eran
más baratos que el tabaco. Luego salieron todos de fiesta por los cuatro bares
que había en Miranda. Todos se rieron de su forma de bailar y de su
desconocimiento en músicas nuevas, ni le gustaba el hip hop ni la música
pachanga ni sabía bailar una salsa o distinguirla de un merengue. La rubia le sacó
a bailar y él se movía de un lado a otro nervioso como un pato mareado. Luego
la rubia, algo borracha, le dijo, con su aliento a alcohol y a tabaco; “Tú
problema, tío, es que te rayas mucho y le das vueltas. Eres todo cerebral y te
falta la vida” Y dicho esto, añadió; “tienes que sentir el cuerpo, lo real” y
le pegó una patada en los huevos para que lo sintiera. Él la sonrió
estúpidamente sin saber cómo reaccionar. Sus compañeros llegaron con una
bandeja de cubatas gritándole “Miguelito, esto es mejor que los libros”. El de
la gorra le vaciló de nuevo; “Mira, son los personajes de la literatura que han
salido de la novela un rato a bailar” Entre todos le emborracharon, para seguir
riéndose y le hicieron un corro para el que bailara en el centro mientras los
demás le aplaudían y daban palmas. Luego intentaron liarle con una gorda que
dañaba la vista de fea que era. Aquella noche volvió a su casa más abatido que
nunca y borracho perdido. Se tiró con ropa incluida a la piscina y siguió
nadando, mecánicamente, y sin dejar de pensar y pensar, hasta que se durmió en
el agua. Salió en cuanto se dio cuenta y se desmayó en la tumbona hasta el día
siguiente
Al día siguiente el sol le
golpeaba bruscamente. Se había quedado dormido y eran las 12 ya. Encima se
había quemado por el sol. Aquel verano parecía no acabar nunca. No quería
volver a aquel estudio donde le hacían mobbing. No quería volver a oír a la
rubia recomendándole Sombras de Gray, “mucho mejor que tu Dosto”, insistía.
Estaba seguro de que aquella rubia fantaseaba con hacerle su esclavo sexual, o
su juguete, como en la novela, y darle bien de latigazos vestida de dominatrix.
No quería tener al de las barbas pegado a su espalda diciéndole “¿qué os
enseñan a vosotros en la carrera? Esto lo sabemos desde que somos niños. Esto
se estudia en primero. Esto hasta tú puedes hacerlo”. No quería volver a oír al
de la gorra llamándole “pavo, tío, tronco, colega”. Él reconocía que tenía
cierto conservadurismo impropio para su edad, y que sus gustos humanísticos desentonaban
con sus 22 años recién cumplidos. Al lado del otro chaval becario se sentía “un
carroza y un pureta” y todo lo que contaba “una chapa que rayaba”.
Su jefe le citó aquella mañana en
el despacho para explicarle que había recibido quejas de los demás compañeros.
Todos calificaban de “arduo y frustrante” trabajar con él, era poco
colaborativo y no sabía trabajar en equipo. “Ha llegado hasta los oídos de la
dirección que en vez de trabajar te dedicas a leer novelas y a escribir
cuentos”. La rubia le había denunciado por acoso sexual. Decía que ella no
podía trabajar con él todo el rato mirando sus senos o espiando las fotos de su
Facebook. En definitiva, que estaba despedido. Miguel recogió sus cosas,
apático, y las metió en su mochila. Aquella gente le había expulsado del
reality show, del Gran Hermano en el que le obligaban a convivir con el
infierno de los otros. Le habían nominado y ahora le tocaba explicárselo a la
Mercedes Milá de su madre y ante el montón de público de su familia. “¡Qué
disgusto se va a llevar! ¡con lo contentos que estaban con este curro! Les he
hecho venir aquí para nada”. Él los perdonó a todos, como Jesús, porque aquellas
bromas crueles, las risas de todos y el mobbing eran entendibles. La emisora no
podía pagar más de los cuatro sueldos que ya pagaba. Y sí le hacían un contrato
fijo alguien iría a la calle. Así que
sobraba. No podían decírselo más claro. Cuando salió del edificio su cara
cambió. En el fondo estaba contento, el infierno había acabado. El infierno son
las relaciones con los otros, pero a veces el infierno somos nosotros mismos.
Él no podía dejar de pensar mientras braceaba por última vez en aquella piscina
prestada. Y tampoco podía dejar de soñar con su éxito literario.
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