miércoles, 17 de mayo de 2017

SIMONE DE BEAVOUR



SIMONE BEAVOUR  1908 86 
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Es un icono y referente por su obra el segundo sexo. Era una mujer coherente con lo que hacía Tuvo un final muy chungo, y es un mito del feminismo. Pertenecía a una familia de la alta burguesía tradicional católica. Desde joven era la oveja negra. Si hubiera sido hija de hypies seria creyente. La familia estaba apegada la familia a costumbres. Ella resultó atea y a la contra. Estudia filosofía en la Sorbona. Hace oposiciones con 20 años. Esta toda su vida unida a Sartre. Se conocen a 1921. Sartre consigue el puesto primero y ella el segundo, (al revés hubiera sido mejor para la causa feminista. Seguramente era un tribunal de hombres.) Se juntaron en torno a ellos intelectuales del existencialismo, como Albert Camus. Durante la segunda guerra mundial, no destacaron por su activismo sino por mantenerse al margen durante la ocupación nazi. No se caracterizaron por ningún tipo de acción. Camus perteneció a la resistencia. Margarite duras pertenecía a resistencia. El marido estuvo en Auschwitz. Sartre y Simone no simpatizaban con los nazis, pero no son activistas. Fundaron la revista tiempos modernos, portavoz del existencialismo. Ella se declaró más novelista o ensayista que filosofa. Ella comentaba que lo suyo no era la novela de ficción imaginación. Sus novelas reflejan su vida e ideas filosóficas. A Sartre se le conoce más por sus ensayos filosóficos. A ella se la conoce por el segundo sexo que es ensayo de filosofía y de no de fácil lectura como la habitación propia de Woolf. No es un libro árido. La tesis principal es que la mujer es un invento cultural, no nace, sino que se hace. Los atributos unidos a lo femenino no tienen que ver con la naturaleza, sino que es cultural. Hace un acercamiento filosófico a esto. No son delgados tampoco los libros de la náusea y el ser y la nada de Sartre. Expone una visión existencialista de la libertad humana. El hombre se separa de los vínculos con lo religioso. El segundo sexo es del año 49-. El hombre, para los existencialistas, es libre y tiene la maldición y la condena de ser libre. Ser libre es estar obligado a hacer elecciones vitales y esto le provoca angustia, característica del hombre del siglo xx. No hay sendas marcadas, tiene que decidir por que senda seguir. Puede seguir las huellas de la gente y ser esclavo en otros caminos. Ellos plantean el ansia de la libertad. La mujer sigue caminos trazados por el hombre. Ser libre no la libera de responsabilidades propias Traslada la visión moral del existencialismo al ámbito de la mujer. A un hombre no se le ocurriría escribir sobre el lugar que ocupan los machos. El es objeto, lo absoluto. Ella es lo otro, el objeto, el segundo sexo que se manifiesta de forma concreta al proyectar su dependencia.
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La mujer busca su superación por otras libertades. Se expande su futuro de posibilidades. La existencia la reducen a la contingencia. Se convierte en opresión el trato del hombre hacía ella. La existencia es la inmanencia. Todos la hemos leído, pero no sé si todos la hemos entendido. Simone escribe por una moral de la ambigüedad, y la vejez, En estos ensayos defiende la continuación de la libertad en cualquier edad. En Un hombre y dulce habla de la vejez de su madre y suya propia a partir de su muerte. Luego escribe ¿hay que quemar a Sade? Reflexionando sobre los límites de la libertad sexual. El Segundo sexo lo escribe en el 49, 4 años después de la guerra mundial. La Iglesia lo coloca entre el índice de libros prohibidos y catálogos de lo sacrílego. Después escribe la trilogía biográfica; memorias de una joven formal comprometida. La mujer rota. Una muerte muy dulce. Su novela más conocida es los mandarines 54, premio Goncourt. También escribe La invitada
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Frente a la pareja tradicional fruto del patriarcado dominante, Sartre y ella planean un tipo de relación libre que romperá con esto; el sexo libre. Se trataban de usted, el usted en Francia es más suave que en español. No viven juntos, sino en casas separadas. Duraron más de lo habitual. (Es importante no vivir juntos para mantener una pareja, pero hay que tener dinero.) Pone en cuestión la naturaleza maternal de la mujer y el concepto de fidelidad. Era una pareja abierta, cada uno tenía sus amantes, hacían una distinción entre amantes contingentes accesibles y el amor entre ellos. Tenían un contrato de amor sexual o Poliamor. Sus amantes eran hombres o mujeres. Hacen una ruptura con el modelo establecido que predomina, el único reconocido y moral. La sociedad era más represiva que ahora. Beauvoir tuvo amantes hombres y mujeres. Sartre no, solo mujeres. Nelson Algren era un novelista americano, el amante de Simone que más le duró y con quien más estuvo. El venía a Francia a verla y ella iba a EEUU, pero la relación acabó mal. También mantuvo una larga relación con el francés. Claude Lanzmann, intelectual existencialista que se separa del grupo enseguida. Ella se lo contaba a Sartre. Intercambian amantes ocasionales. Eran amantes compartidos, muchos eran estudiantes suyos. A los estudiantes existencialistas les fascinaban estos iconos y modelos de trasgresión y libertad. (Macron está casado con su profesora 30 años mayor). Ellos potenciaban esa relación. Querían ser una pareja distinta. Ella lo vendían así. La intimidad o relación con otra persona era algo público y político para ellos.  Promulgaban una revolución moral de las costumbres. Ponen en el calderero publico algo así. Todos tienen su intimidad. Lo venden como algo trasformador. Se han recuperado las cartas de los amantes a Simone, libros escritos por esos amantes. Sobre todo la biografía de Sartre, historia de la pareja de editorial lumen. Hacen una documentación sobre la pareja, sacando su parte oscura. La pareja repartía dinero a sus amantes. A tres mujeres le jodieron la vida. Era un poco el juego de las amistades peligrosas. Todos somos contradictorios. La hipocresía es común en el ser humano. Algunos amantes intentaron suicidarse. El americano quería una relación seria, pero rompe con ella porque es una de sus obras aireo las cartas que le había escrito o partes de si diario. Sartre le pedía ayuda para hacer una de sus ensayos y ella le dejaba todo por ir a verle.  Era dependiente de Sartre. No era una relación de igual a igual. Dominaba el hombre. Lo hemos visto ya en las mujeres del 27 que tenían las ideas claras pero cuando se relacionan con el hombre dejaban de escribir por cuidar la casa y él era el creador. A Simone Sartre la llamaba y ella salía pintando a Francia. Llegaba y él se había ido con una amante. La pareja acabó mal. Las dos amaban a esos jóvenes, pero se ponían celosos el uno del otro. lo del amor libre no funcionaba. Han aparecido muchos libros sobre su vida privada. El segundo sexo está en el ranquin de libros más vendidos, es un referente mundial y no debe eclipsarse por los datos de su relación amorosa. El libro es un icono en la lucha de sexos. Los hombres han oprimido a las mujeres. El feminismo es la revolución más importante del siglo. Es un movimiento trasgresor. La mujer quiere ser persona. La existencia precede a la esencia. 
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La concepción del segundo sexo debería ser igual al hombre. No nace la mujer, se hace.  Hay una influencia de H Laurence. A la mujer la hacen esposa puta madre, pero no debe ser sirviente de o estar con sino ser algo. No se la ve como sujeto sino como objeto. La mujer no debe explotarse. Es un título irónico para un panfleto, segundo sexo, pero hay que feminizar las palabras. El feminismo va más allá de buscar la paridad en el parlamento. Simone recibió el premio Goncourt con su obra los mandarines, sátira de los intelectuales del ambiente parisino. Simone es socialista, pero es consciente de que los de izquierda tratan mal a la mujer también. Muchos amantes han aireado su vida íntima. Sartre y Simone nunca se casaron ni tuvieron hijos. Simone era bisexual y al final de su vida llevaba turbante. Se separaban y se juntaban. Es posible quererse aun siendo de sexos diferentes. El feminismo es la única revolución lograda. Mi novia trabaja, así no me da la vara y trae dinero a casa
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texto de Rosa Montero:

Una de sus jóvenes amantes, Nathalie, dijo de ella que era como un reloj dentro de una nevera. Nathalie se sentía despechada porque Simone de Beauvoir no le daba todo el amor que ella pedía, pero aun así se diría que atinó con el símil. Simone, el Castor, la inmensa Simona que gravitó sobre generaciones de mujeres con su rotundo ejemplo de fuerza e independencia, era al parecer así en su vida privada: laboriosa, precisa, congelada. Implacable en la construcción de su vida y en su relación con los demás.

Nació en 1908 en París en una familia de alta burguesía con ínfulas de rancia aristocracia. También Simone, como tantos otros escritores, probó en su infancia el sabor de la decadencia. En su caso fue espectacular y muy literaria, con un abuelo banquero que declaró una bancarrota fraudulenta y que pasó quince meses en la cárcel, con el medio burgués dándole la espalda a la familia, con Simone y sus padres mudándose a un piso miserable que ni tan siquiera tenía agua corriente y en el cual hubieron de prescindir, horror, de la servidumbre. El padre era un tipo derechista y frustrado que inculcó en sus dos hijas un ridículo sentimiento de superioridad, el patético desdén por la humanidad del aristócrata más pobre que una rata. Con el tiempo Simone se rebeló contra los valores burgueses de su entorno, pero siempre conservó ese sentido elitista de la existencia.

Porque Simone era altiva y se creía superior a casi todo el mundo. No a Sartre, por supuesto, a quien veneraba probablemente muy por encima de sus merecimientos. Cuando se presentaron los dos, ella con veintiún años, él con veinticuatro, al examen final de filosofía, Sartre sacó el primer puesto y Simone el segundo, pero los miembros del tribunal estaban convencidos de que «la verdadera filósofa era ella». Sartre siempre fue mucho más creativo, Simone más rigurosa. Probablemente ella hubiera debido dedicarse más al ensayo que a lnarrativa (sus novelas son muy flojas), pero, en una de sus pocas debilidades tradicionalmente femeninas, siempre consideró que la grandeza del pensamiento le correspondía a Sartre y que ella ocupaba un lugar subsidiario.

Una vez, estando en pleno y ardiente romance con Nelson Algren, el escritor norteamericano que fue su gran amor de la madurez, Simone le dejó plantado para volverse a Francia: Sartre quería que le ayudara a corregir el manuscrito de uno de sus libros filosóficos. Nada, ni tú, ni mi vida, ni mi propia obra, está por encima de la obra de Sartre, le dijo entonces Simone al estupefacto Algren. Y regresó a París, para encontrarse allí con que Sartre se había ido de vacaciones con su amante de turno. En su entrega, en su aceptación del papel sustancial del hombre elegido (el hombre como el sol, la mujer un planeta), Simone cumplió su herencia cultural, las antiguas normas de su sexo. Pero lo formidable en su caso, lo que hizo que se convirtiera en un nuevo símbolo para la mujer, fue su capacidad para construirse como persona. Se acabaron los antiguos sacrificios femeninos, las ceremonias de autodemolición como la llevada a cabo por Zenobia, la mujer de Juan Ramón Jiménez (también premio Nobel, como Sartre): Simone enseñó que la mujer podía ser por sí misma, además de estar con.

Sin duda Beauvoir dio ese salto gracias a su ingente voluntad, a su disciplina y a su esfuerzo (de ahí le vino el sobrenombre de Castor: un animalito diligente que no cesa de trabajar y construir), pero también pudo darlo gracias a las condiciones de su época. Simone vivió su adolescencia en los años veinte, después de una guerra, la Primera Mundial, que había acabado con la sociedad del XIX. En Rusia los bolcheviques parecían estar inventándose el futuro, el mundo era un lugar vertiginoso, la revolución tecnológica cambiaba la faz de la Tierra como un viento de fuego. En medio de toda esa mudanza había aparecido un nuevo tipo de mujer, la chica emancipada y liberada, dos palabras de moda. Se acabaron los corsés, las enaguas hasta los tobillos, los refajos; las muchachas se cortaban el pelo a lo garçon, llevaban las piernas al aire, eran fuertes y atléticas, jugaban al tenis, conducían coches descapotables, pilotaban peligrosas avionetas. Eran los febriles y maravillosos años veinte, los crispados e intensos años treinta, tiempos de renovación en los que la sociedad se pensaba a sí misma, buscando nuevas formas de ser. Había que acabar con la tradicional moral burguesa y en el ardor de aquellos años se pusieron en práctica todos los excesos que luego volverían a ensayarse, como si fueran nuevos, en los años sesenta: el amor libre, las drogas, la contracultura.

El pulso de la época se manifestaba con toda su intensidad en Montparnasse, el barrio parisino en donde Simone residió toda su vida: por allí habíanpasado Trotski, Lenin, Modigliani; por allí anduvieron los cubistas, con Picasso a la cabeza, y los surrealistas (Breton, Aragon), una tropa bárbara y risueña que se dedicaba a reventar funciones teatrales y a darse de mamporros contra los biempensantes en cenas y actos públicos: practicaban una suerte de terrorismo urbano. La cocaína corría por los bares, se experimentaba con a psicodelia (Sartre se inyectó mescalina en 1935 y anduvo medio loco durante un par de años: decía que le perseguía una langosta por la calle), se tomaban anfetaminas, se bebía mucho. De hecho, el abrupto y prematuro envejecimiento de Sartre debió de tener mucho que ver con sus excesos: desde muy joven se atiborró de anfetaminas y sedantes, todo regado de buen vino. También Simone se excedió con las píldoras estimulantes y sobre todo con el alcohol: cuando murió a los setenta y ocho años tenía cirrosis.

Con todo, y en medio de tanta turbulencia, el mundo era aún muy inocente. Beauvoir y Sartre, por ejemplo, tuvieron siempre claro que querían ser famosos («yo era muy consciente de ser el joven Sartre, de la misma manera que uno dice el joven Berlioz o el joven Goethe») y dedicarse a «salvar el mundo a través de la literatura». ¿Quién podría hoy creer, en su sano juicio, que la literatura sirva para salvar el mundo, o siquiera que el mundo pueda ser susceptible de ser salvado de ningún modo? La puerilidad del empeño sólo tiene parangón con el nivel de megalomanía que supone. Y es que, en efecto, Sartre y Simone fueron en esto almas gemelas: narcisistas, egocentristas, elitistas, insufriblemente megalómanos. En su novela La invitada Simone dice de sus protagonistas, que son el calco exacto de Sartre y ella (Beauvoir padecía una absoluta, asombrosa falta de imaginación, y siempre, incluso en sus novelas, hablaba de su propia vida), que ambos «estaban juntos en el centro del mundo, mundo que debían explorar y revelar como misión prioritaria de sus vidas».

Esa misión se desarrollaba a través de laspalabras. Pocas veces he visto a dos seres tan dependientes de la palabra, tan construidos por y para ella, como Simone y Sartre. Escribieron y hablaron incesantemente desde muy jóvenes, un inacabable torrente de sílabas. Palabras pronunciadas en los bares de Montparnasse, o en las clases de instituto que ambos impartieron, o en agotadoras veladas con sus numerosísimos amantes, chicos y chicas tan ansiosos de hacer el amor con ellos como de escucharlos. Palabras escritas en una infinidad de libros, ensayos, artículos, y en una correspondencia maniática e interminable. Grandes palabras maravillosas con las que construyeron mundos (lo mejor de la obra de Beauvoir son sus volúmenes de memorias, los libros sobre la muerte y la vejez y, por supuesto, el fundamental ensayo feminista El Segundo Sexo) y también palabras mezquinas, banales, mentirosas; indecentes y crueles palabras que han salido a la luz, tras la muerte de ambos, con la publicación de sus cartas y diarios íntimos.

Y es que hay dos Simones, dos Sartres, dos interpretaciones de esa pareja insólita. La primera versión se ajusta a la mirada pública, a la imagen que ellos quisieron ofrecer, o sobre todo ella, porque fue Simone, obsesiva memorialista, siempre escribiendo y razonando sobre el monotema de sus experiencias íntimas, quien intentó edificar su personalidad (y por añadidura la de Sartre) como un logro literario e histórico. Se narró a sí misma, o se tradujo.

Según esta versión más ortodoxa, Simone y Sartre fueronfueron esos grandes intelectuales que todos conocemos, iconoclastas y comprometidos (a menudo vidriosamente comprometidos: fueron prosoviéticos en épocas tardías y bastante bochornosas), agudos pensadores capaces de sintetizar ideas fundamentales para su época: el feminismo de Beauvoir o el existencialismo de ambos, con el cual se propugnaba una nueva moral atea, la libertad y responsabilidad absoluta del ser humano en la construcción de su propio destino. Más atractiva aún era su extraordinaria relación: se trataban entre ellos de usted, nunca habían vivido juntos sino en cuartos contiguos de hoteles o en apartamentos en el mismo barrio, habían tenido los dos diversos amantes contingentes, o sea, importantes y apasionados pero secundarios. Vista desde fuera, esa insólita pareja parecía maravillosa e indestructible (duró cincuenta y un años), un ejemplo de otras formas posibles de convivencia.Ellos, por su parte, no hacían más que hablar dehonestidad y transparencia, sus palabras tótem como existencialistas y como amantes. Pero luego están la Simone y el Sartre privados, que han ido emergiendo, como una sucia espuma, con la publicación póstuma de los papeles íntimos. Hemos sabido así que Sartre era un donjuán compulsivo y patético que necesitaba conquistar absolutamente a todas las mujeres, a las cuales inundaba de cartas amorosas de torpe énfasis, «mi amor absoluto, mi pequeña pasión, mi gran amor para siempre jamás», repetitivas frases escritas el mismo día en misivas distintas para las diversas amantes que simultaneaba de forma clandestina. Y es que la honestidad y la transparencia sólo la usaron Simone y Sartre entre ellos mismos, para comentarse el uno al otro cínicamente los más escabrosos detalles de sus amoríos.

Tanto Simone como Sartre parecían necesitar una corte de rendidos admiradores. Resulta curioso constatar que tuvieron pocos amigos (y poquísimos amantes) de su edad: preferían reinar como felices budas sobre lo que ellos llamaban la familia, un grupo de jóvenes alumnos y discípulos que les bañaban de amor y reverencia y a quienes ellos pagaban los alquileres o las facturas del médico, arrastrándoles por la vida sin soltar nunca la cuerda umbilical con la que les mantenían débiles y dependientes de su brillo. La bisexual Simone estableció con Sartre varios tríos: compartieron, por ejemplo, a sus alumnas Olga y Louise, que apenas si tenían dieciocho años cuando se enamoraron de la también joven Beauvoir (la edad de las chicas terminó siendo problemática: la madre de Nathalie denunció en 1943 a Simone por corrupción de menores y Beauvoir fue expulsada de la enseñanza). El tinglado emocional en que estaban metidos Sartre y Simone, en fin, era tan tontamente complicado y tan risible como un mal vodevil.

Durante la guerra, por ejemplo, Simone mantenía al mismo tiempo relaciones clandestinas con Bost, un alumno de Sartre; con Nathalie, con Louise y con Olga, y sólo Sartre sabía de la existencia de todos ellos; lo cual no sería necesariamente censurable y ni siquiera raro (¿quién no ha pasado en algún momento de su vida por épocas locas?) si no fuera por el tono insufriblemente superior, cruel y frívolo ue Beauvoir y Sartre usan en sus cartas. «Wanda tiene el cerebro de un mosquito», decía Sartre a Beauvoir, refiriéndose a una amante a la que prometía encendido amor eterno; y de otra comenta: «Es una tía muy maciza que chupó mi lengua con la potencia de una aspiradora eléctrica». Ambos, después de jurar pasiones arrebatadas a la pobre Louise que los dos compartían («quiero que sepas que te amo apasionadamente y para siempre»), la despellejaban con total frialdad, planificando las mentiras que le dirían «para que sea feliz sin darmucho la lata». Uno de los comentarios más viles de Beauvoir es respecto a esta Louise: se queja de que la chica tiene un olor corporal apestoso que hace «penoso» el encuentro sexual (aunque no por eso dejaba Simone de acostarse con ella).

La lectura de las cartas y los diarios íntimos de ambos termina dibujando un retrato un tanto espeluznante: en el peor de los casos parecen colegas de cuartel compartiendo la sucia gloria de las conquistas; en el mejor, entomólogos fríos y feroces capaces de diseccionar todas las vidas como mera materia literaria. «Tengo el convencimiento de que soy un cerdo», decía de cuando en cuando Sartre; y Beauvoir se apresuraba a convencerle de lo contrario: puras palabras huecas que se devoraban a sí mismas. «Cuando veo todos esos fracasos y a todas estas personitas amables y débiles como Louise u Olga, etcétera, me agrada pensar lo sólidos que somos nosotros, usted y yo», le dice Simone a Sartre, embriagada de autocomplacencia. Eso es lo que parece buscar Beauvoir en los demás: el espejo de su propia grandeza. Y así, de Nathalie dice: «Me quiere por lo menos tanto como Louise me ha querido». Una frase sin duda reveladora de su manera de relacionarse con los demás: porque ante un nuevo amor uno suele resaltar las propias emociones (le amo más que a nadie), no hacer mercantiles cómputos comparativos sobre las cantidades de cariño que has recibido.

Ese uso implacable y entomológico del corazón del otro tuvo sus costes. Olga, que estuvo tan trastornada durante los dos años que duró el triángulo que terminó apagándose cigarrillos en las manos, se encontró a su vejez con las cartas íntimas de Sartre, publicadas por Beauvoir tras la muerte de él; y el horror de Olga fue tal al ver cómo se referían a ella que rompió con Simone y murió pocos meses después sin haberse reconciliado. En cuanto a Nelson Algren, el escritor norteamericano, falleció a los setenta y dos años de un infarto tras agarrarse un berrinche ante un periodista recordando el mal uso que Simone había dado a su relación: la había contado en la novela Los Mandarines y en sus memorias; la había publicado «impúdicamente» incluyendo párrafos de las cartas de Algren, y esto es algo que él no había podido perdonarle.

Tal vez Sartre no fue capaz de amar de verdad a nadie; Simone, sin embargo, sí: amó fielmente a Sartre, o al menos amó profundamente el amor que ella inventó para él. Quiero decir que, dentro de ese férreo empeño de Beauvoir en hacerse a sí misma, también había diseñado un lugar para un amor perfecto. Por eso le aguantó a Sartre sus caprichos y sus desaires; y fue Simone quien sostuvo la historia a través del tiempo, incluso cuando mantenía intensas relaciones con otras personas, como con el periodista Claude Lanzmann, diecisiete años menor que ella, que fue el único hombre con quien convivió.

Pero la vida es a menudo cruel y no hay voluntad humana, por muy poderosa que sea, capaz de resistir los vientos del azar. Con el tiempo, Simone y Sartre se fueron alejando el uno del otro. Ambos acabaron sus vidas con mujeres a quienes llevaban más de treinta años: Arlette en el caso de Sartre, Sylvie en el caso de Beauvoir. Ambos las adoptaron legalmente, cada cual su propia hija; y, poco a poco, se fueron construyendo cada uno un mundo de relaciones que ya no era común. Los siete últimos años de Sartre fueron los peores: el filósofo estaba ciego y tal vez mentalmente afectado. Se echó en brazos de un grupo maoísta, empezó a publicar reflexiones de poco nivel que Simone no conocía y que no compartía. Era la traición última: habían dejado de ser dos cuerpos con una sola cabeza. Simone contó a sus biógrafos Francis y Gontier los últimos instantes de Sartre: estaba en la cama del hospital y, sin abrir los ojos, dijo: «La amo mucho, mi querida Castor», y le ofreció los labios, que ella besó; y luego se durmió y murió. Conmovedora escena, perfecta culminación literaria de una vida de amor, que Francis y Gontier publicaron en su estupendo libro creyéndola cierta. Pero al parecer no sucedió así: fue Arlette quien estaba con Sartre cuando éste murió. Simone llegó después e intentó meterse en la cama con el cadáver.

El patetismo de esta mentira de Simone no hace sino rubricar lo patético de sus siguientes actos. Porque Arlette era y es la heredera legal de Sartre, la albacea de todos sus escritos (tremenda, insoportable crueldad la de Sartre con Beauvoir al hacer esto); de modo que, para reconducir de nuevo la historia al marco diseñado por su voluntad, Simone escribió La ceremonia del adiós, su estremecedor libro sobre los últimos años de Sartre; y cuando Arlette publicó los manuscritos póstumos del filósofo, ella publicó las cartas que él le había mandado: palabras y palabras, palabras como lazos para anudar la imagen de Sartre a la suya propia. Beauvoir sólo sobrevivió seis años a su mítica pareja: murió en 1986. Y en 1990, Sylvie, su hija adoptiva, sacó la edición íntegra de esas cartas personales de Beauvoir tan turbias y tan míseras. ¿Por qué decidiría publicarlas? ¿Por amor al recuerdo de Simone? ¿Por dinero? ¿Por venganza? Nada se sabe de la relación de Sylvie con Beauvoir, que se extendió durante los últimos veintitrés años de la vida de la escritora y que Simone comparó a veces con su relación con Sartre; pero lo cierto es que la publicación de sus papeles privados ensució el mito de Beauvoir. Ella, que tanto aireó impúdicamente las intimidades de los demás, se convirtió de pronto en objeto de impúdico cotilleo: tal vez fuera un caso de justicia poética. Sea como fuere, ahora su imagen es más compleja y más humana: porque todos tenemos vergüenzas e incoherencias que ocultar en nuestra vida privada. Y al final, entre tanta gloria y tanta miseria, lo que queda es la magnífica proeza de haber sido libre y responsable de su propio destino. Para bien y para mal, Beauvoir se hizo a sí misma.
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Este texto de Rosa Montero parece la de alguien que se ha desencantado con el mito de Simone. La veían pura y santa defensora del feminismo, pero a la escritora se le viene abajo el mito. La des idealiza. Se ceba por un amor perdido como es su amor por esta escritora. Ellos tomaron su relación íntima como modelo. No era parte de su vida privada sino pública. Pusieron su relación como un modelo feminista, igualitario y libre. Lo que está claro es que las relaciones con sus amantes escondían una relación de poder. Ellos les superaban por edad, por condición, por madurez. Eso es acoso. Simone de Beauvoir es fría y analítica cuando habla de las cosas, incluso del amor. 
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Muerte muy dulce    la madre murió de cáncer
La noche anterior algo se había descompuesto en la botella de goteo; hubo que sacar la aguja y volver a pinchar la vena; la enfermera había tanteado y el líquido le había corrido bajo la piel produciendo mucho dolor a mamá. Le habían envuelto en vendajes el brazo enorme y azul. El aparato estaba ahora conectado al brazo derecho; tenía las venas cansadas y soportaba más o menos el suero, pero el plasma le arrancaba quejidos. Por la noche fue presa de angustia: tenía miedo de la noche, de un nuevo accidente, del dolor. Con los rasgos contraídos, suplicaba: "¡Vigilen bien la botella de goteo!" Al mirar su brazo en el que se vertía una vida que no era más que malestar y tormento, volví a preguntarme: ¿por qué?
En la clínica no tenía tiempo de hacerme preguntas. Había que ayudar a mamá a escupir, darle de beber, arreglarle las almohadas o la trenza, correrle la pierna, regar las flores, abrir y cerrar la ventana, leerle el diario, contestar sus preguntas, dar cuerda al reloj que descansaba sobre su pecho, colgando de un cordón negro. Se complacía de esta dependencia y reclamaba sin cesar nuestra atención. Pero cuando volví a casa, toda la tristeza y el horror de los últimos días me cayeron sobre los hombros. A mí también me devoraba un cáncer: el remordimiento. "No dejen que la operen." Y yo no había impedido nada. A menudo, en casos de enfermos que sufrían largos martirios, me había indignado la inercia de sus parientes: "Yo lo mataría". A la primera prueba, yo había cedido: vencida por la moral social, había renegado de mi propia moral. "No —me dijo Sartre—, usted fue vencida por la técnica: era fatal." En efecto. Uno está dentro de un engranaje y es impotente ante el diagnóstico de los especialistas, sus previsiones y sus decisiones. El enfermo se ha convertido en propiedad de ellos: ¡vaya uno a quitárselo! El miércoles pasado no había más que una alternativa: operación o eutanasia. Con un corazón sólido y vigorosamente reanimada, mamá hubiera resistido mucho tiempo a la oclusión intestinal viviendo en un infierno, puesto que los médicos habrían rechazado la eutanasia. Hubiera tenido que estar allí a las seis de la mañana. Y aun así, ¿me habría atrevido a decide a N.: "Déjela extinguirse"? Es lo que le sugería cuando pedí "No la atormente", y me contestó de mal modo, con la altivez de quien está seguro de su deber. Me habrían dicho: "Tal vez usted la priva de varios años de vida", y yo hubiera estado obligada a ceder. Estas reflexiones no me tranquilizaban. El porvenir me aterraba. 
Su madre era muy tradicional y católica y su muerte volvió a unirlas y “reconciliarlas”
¿Qué habría ocurrido si el médico de mamá hubiera detectado el cáncer desde los primeros síntomas? Seguramente se lo habría combatido con rayos y mamá habría vivido dos o tres años más. Pero ella habría sabido o por lo menos sospechado la naturaleza de su mal y hubiera pasado el fin de su existencia en medio de la angustia. Lo que lamentamos es que el error del médico no nos engañara también a nosotros; de otra manera nuestra preocupación primordial hubiera sido la felicidad de mamá. Los inconvenientes de Jeanne y de Poupette durante el verano se habrían subsanado. Yo la hubiera visto más seguido y le hubiera inventado placeres.
¿Cabe o no lamentar que los médicos la hayan reanimado y operado? Ella, que no quería perder ni un solo día, "ganó" treinta; éstos le dieron alegrías, pero también ansiedades y sufrimientos. Puesto que se salvó del martirio al que yo le creía a veces condenada, yo no sabía decidir en su nombre. Para mi hermana, perder a mamá el mismo día en que volvía a encontrarla, hubiera sido un golpe del que le habría costado recuperarse. ¿y yo? Esas cuatro semanas han dejado en mí imágenes, pesadillas y tristezas que no habría conocido si mamá se hubiera apagado aquel miércoles por la mañana. Pero no puedo medir la sacudida que habría experimentado, puesto que mi dolor estalló de un modo que no había previsto. De ese aplazamiento obtuvimos un beneficio indudable: nos ha salvado —o casi— del remordimiento. Cuando desaparece un ser querido, pagamos el pecado de existir con mil añoranzas desgarradoras. Su muerte nos devela su singularidad única; se torna vasto como el mundo que su ausencia hace desaparecer para él, y que su presencia hacía existir en su totalidad; nos parece que hubiera debido ocupar un lugar más importante en nuestra vida: en última instancia ocuparla  totalmente. Nos desprendemos de ese vértigo: no era más que un individuo entre tantos. Pero como nunca se hace todo lo que se puede hacer, por nadie —aun dentro de los límites, contestables, que nos hemos fijado—, nos quedan todavía muchos reproches por hacernos. Estos últimos años, sobre todo, nosotras éramos culpables, respecto a mamá, de negligencias, de omisiones, de abstenciones. Nos pareció haberlas compensado con las jornadas que le dedicamos, con la paz que le daba nuestra presencia, con las victorias libradas contra el miedo y el dolor. Sin nuestra vigilancia empecinada, ella habría sufrido mucho más.
Pues en efecto, en comparación, su muerte ha sido dulce. "No me dejen librada a las fieras." Yo pensaba en todos aquellos que no pueden hacer a nadie ese pedido: la angustia de sentirse un objeto indefenso, enteramente a la merced de médicos indiferentes y enfermeras agotadas. Sin una mano en la frente cuando los posee el terror; sin un calmante cuando el dolor los tortura; sin una charla engañadora para colmar el silencio de la nada. "Ella ha envejecido cuarenta años en veinticuatro horas." También esa frase me había obsesionado. En la actualidad existen todavía —¿por qué?-agonías horribles. Y además, en las salas colectivas, cuando se aproximan los últimos momentos, se rodea con un biombo la cama del moribundo; éste ha visto al mismo biombo rodeando las camas que al día siguiente estaban vacías: sabe la verdad. Me imaginaba a mamá cegada por ese sol tenebroso que nadie puede mirar de frente: el horror de sus ojos desmesuradamente abiertos, con las pupilas dilatadas. Tuvo una muerte muy dulce, una muerte privilegiada.

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