SIMONE BEAVOUR 1908 86
Es un icono y referente por su
obra el segundo sexo. Era una mujer coherente con lo que hacía Tuvo un final
muy chungo, y es un mito del feminismo. Pertenecía a una familia de la alta
burguesía tradicional católica. Desde joven era la oveja negra. Si hubiera sido
hija de hypies seria creyente. La familia estaba apegada la familia a costumbres.
Ella resultó atea y a la contra. Estudia filosofía en la Sorbona. Hace
oposiciones con 20 años. Esta toda su vida unida a Sartre. Se conocen a 1921.
Sartre consigue el puesto primero y ella el segundo, (al revés hubiera sido mejor
para la causa feminista. Seguramente era un tribunal de hombres.) Se juntaron
en torno a ellos intelectuales del existencialismo, como Albert Camus. Durante la
segunda guerra mundial, no destacaron por su activismo sino por mantenerse al
margen durante la ocupación nazi. No se caracterizaron por ningún tipo de
acción. Camus perteneció a la resistencia. Margarite duras pertenecía a
resistencia. El marido estuvo en Auschwitz. Sartre
y Simone no simpatizaban con los nazis, pero no son activistas. Fundaron la
revista tiempos modernos, portavoz del existencialismo. Ella se declaró más
novelista o ensayista que filosofa. Ella comentaba que lo suyo no era la novela
de ficción imaginación. Sus novelas reflejan su vida e ideas filosóficas. A
Sartre se le conoce más por sus ensayos filosóficos. A ella se la conoce por el
segundo sexo que es ensayo de filosofía y de no de fácil lectura como la
habitación propia de Woolf. No es un libro árido. La tesis principal es que la
mujer es un invento cultural, no nace, sino que se hace. Los atributos unidos a
lo femenino no tienen que ver con la naturaleza, sino que es cultural. Hace un
acercamiento filosófico a esto. No son delgados tampoco los libros de la náusea
y el ser y la nada de Sartre. Expone una visión existencialista de la libertad
humana. El hombre se separa de los vínculos con lo religioso. El segundo sexo
es del año 49-. El hombre, para los existencialistas, es libre y tiene la
maldición y la condena de ser libre. Ser libre es estar obligado a hacer elecciones
vitales y esto le provoca angustia, característica del hombre del siglo xx. No
hay sendas marcadas, tiene que decidir por que senda seguir. Puede seguir las
huellas de la gente y ser esclavo en otros caminos. Ellos plantean el ansia de
la libertad. La mujer sigue caminos trazados por el hombre. Ser libre no la
libera de responsabilidades propias Traslada la visión moral del
existencialismo al ámbito de la mujer. A un hombre no se le ocurriría escribir
sobre el lugar que ocupan los machos. El es objeto, lo absoluto. Ella es lo
otro, el objeto, el segundo sexo que se manifiesta de forma concreta al proyectar
su dependencia.
La mujer busca su superación por
otras libertades. Se expande su futuro de posibilidades. La existencia la
reducen a la contingencia. Se convierte en opresión el trato del hombre hacía
ella. La existencia es la inmanencia. Todos la hemos leído, pero no sé si todos
la hemos entendido. Simone escribe por
una moral de la ambigüedad, y la vejez, En estos ensayos defiende la continuación
de la libertad en cualquier edad. En Un
hombre y dulce habla de la vejez de su madre y suya propia a partir de su
muerte. Luego escribe ¿hay que quemar a
Sade? Reflexionando sobre los límites de la libertad sexual. El Segundo sexo lo escribe en el 49, 4
años después de la guerra mundial. La Iglesia lo coloca entre el índice de libros
prohibidos y catálogos de lo sacrílego. Después escribe la trilogía biográfica;
memorias de una joven formal
comprometida. La mujer rota. Una muerte muy dulce. Su novela más conocida
es los mandarines 54, premio Goncourt.
También escribe La invitada.
Frente a la pareja tradicional
fruto del patriarcado dominante, Sartre y ella planean un tipo de relación
libre que romperá con esto; el sexo libre. Se trataban de usted, el usted en
Francia es más suave que en español. No viven juntos, sino en casas separadas.
Duraron más de lo habitual. (Es importante no vivir juntos para mantener una
pareja, pero hay que tener dinero.) Pone en cuestión la naturaleza maternal de
la mujer y el concepto de fidelidad. Era una pareja abierta, cada uno tenía sus
amantes, hacían una distinción entre amantes contingentes accesibles y el amor
entre ellos. Tenían un contrato de amor sexual o Poliamor. Sus amantes eran hombres
o mujeres. Hacen una ruptura con el modelo establecido que predomina, el único
reconocido y moral. La sociedad era más represiva que ahora. Beauvoir tuvo
amantes hombres y mujeres. Sartre no, solo mujeres. Nelson Algren era un novelista americano, el amante de Simone que
más le duró y con quien más estuvo. El venía a Francia a verla y ella iba a
EEUU, pero la relación acabó mal. También mantuvo una larga relación con el francés. Claude Lanzmann, intelectual existencialista que se separa del
grupo enseguida. Ella se lo contaba a Sartre. Intercambian amantes ocasionales.
Eran amantes compartidos, muchos eran estudiantes suyos. A los estudiantes
existencialistas les fascinaban estos iconos y modelos de trasgresión y
libertad. (Macron está casado con su profesora 30 años mayor). Ellos
potenciaban esa relación. Querían ser una pareja distinta. Ella lo vendían así.
La intimidad o relación con otra persona era algo público y político para
ellos. Promulgaban una revolución moral de
las costumbres. Ponen en el calderero publico algo así. Todos tienen su
intimidad. Lo venden como algo trasformador. Se han recuperado las cartas de
los amantes a Simone, libros escritos por esos amantes. Sobre todo la biografía
de Sartre, historia de la pareja de editorial lumen. Hacen una documentación
sobre la pareja, sacando su parte oscura. La pareja repartía dinero a sus
amantes. A tres mujeres le jodieron la vida. Era un poco el juego de las amistades
peligrosas. Todos somos contradictorios. La hipocresía es común en el ser
humano. Algunos amantes intentaron suicidarse. El americano quería una relación
seria, pero rompe con ella porque es una de sus obras aireo las cartas que le
había escrito o partes de si diario. Sartre le pedía ayuda para hacer una de
sus ensayos y ella le dejaba todo por ir a verle. Era dependiente de Sartre. No era una relación
de igual a igual. Dominaba el hombre. Lo hemos visto ya en las mujeres del 27 que
tenían las ideas claras pero cuando se relacionan con el hombre dejaban de
escribir por cuidar la casa y él era el creador. A Simone Sartre la llamaba y
ella salía pintando a Francia. Llegaba y él se había ido con una amante. La
pareja acabó mal. Las dos amaban a esos jóvenes, pero se ponían celosos el uno
del otro. lo del amor libre no funcionaba. Han aparecido muchos libros sobre su
vida privada. El segundo sexo está en el ranquin de libros más vendidos, es un
referente mundial y no debe eclipsarse por los datos de su relación amorosa. El
libro es un icono en la lucha de sexos. Los hombres han oprimido a las mujeres.
El feminismo es la revolución más importante del siglo. Es un movimiento trasgresor.
La mujer quiere ser persona. La existencia precede a la esencia.
La concepción del segundo sexo
debería ser igual al hombre. No nace la mujer, se hace. Hay una influencia de H Laurence. A la mujer
la hacen esposa puta madre, pero no debe ser sirviente de o estar con sino ser
algo. No se la ve como sujeto sino como objeto. La mujer no debe explotarse. Es
un título irónico para un panfleto, segundo sexo, pero hay que feminizar las palabras.
El feminismo va más allá de buscar la paridad en el parlamento. Simone recibió
el premio Goncourt con su obra los mandarines,
sátira de los intelectuales del ambiente parisino. Simone es socialista, pero
es consciente de que los de izquierda tratan mal a la mujer también. Muchos
amantes han aireado su vida íntima. Sartre y Simone nunca se casaron ni
tuvieron hijos. Simone era bisexual y al final de su vida llevaba turbante. Se
separaban y se juntaban. Es posible quererse aun siendo de sexos diferentes. El
feminismo es la única revolución lograda. Mi novia trabaja, así no me da la
vara y trae dinero a casa
texto de Rosa Montero:
Una de sus jóvenes
amantes, Nathalie, dijo de ella que era como un reloj dentro de una nevera.
Nathalie se sentía despechada porque Simone de Beauvoir no le daba todo el amor
que ella pedía, pero aun así se diría que atinó con el símil. Simone, el
Castor, la inmensa Simona que gravitó sobre generaciones de mujeres con su
rotundo ejemplo de fuerza e independencia, era al parecer así en su vida privada: laboriosa,
precisa, congelada. Implacable en la construcción de su vida y en su relación
con los demás.
Nació en 1908 en
París en una familia de alta burguesía con ínfulas de rancia aristocracia.
También Simone, como tantos otros escritores, probó en su infancia el sabor de
la decadencia. En su caso fue espectacular y muy literaria, con un abuelo
banquero que declaró una
bancarrota fraudulenta y que pasó quince meses en la cárcel, con el medio burgués dándole la
espalda a la familia, con Simone y sus padres mudándose a un piso miserable que
ni tan siquiera tenía agua corriente y en el cual hubieron de prescindir,
horror, de la servidumbre. El padre era un tipo derechista y frustrado que
inculcó en sus dos hijas un ridículo sentimiento de superioridad, el patético desdén por la humanidad del
aristócrata más pobre que una rata. Con el tiempo Simone se rebeló contra los
valores burgueses de su entorno, pero siempre conservó ese sentido elitista de
la existencia.
Porque Simone era
altiva y se creía superior a casi todo el mundo. No a Sartre, por supuesto, a
quien veneraba probablemente muy por encima de sus merecimientos. Cuando se
presentaron los dos, ella con
veintiún años, él con veinticuatro, al examen final de filosofía, Sartre sacó
el primer puesto y Simone el segundo, pero los miembros del tribunal estaban
convencidos de que «la verdadera filósofa era ella». Sartre siempre fue mucho
más creativo, Simone más rigurosa. Probablemente ella hubiera debido dedicarse
más al ensayo que a lnarrativa (sus novelas son muy flojas), pero, en una de
sus pocas debilidades
tradicionalmente femeninas, siempre consideró que la grandeza del pensamiento
le correspondía a Sartre y que ella ocupaba un lugar subsidiario.
Una vez, estando
en pleno y ardiente romance con Nelson Algren, el escritor norteamericano que
fue su gran amor de la madurez, Simone le dejó plantado para volverse a
Francia: Sartre quería que le ayudara a corregir el manuscrito de uno de sus libros filosóficos. Nada,
ni tú, ni mi vida, ni mi propia obra, está por encima de la obra de Sartre, le
dijo entonces Simone al estupefacto Algren. Y regresó a París, para encontrarse
allí con que Sartre se había ido de vacaciones con su amante de turno. En su
entrega, en su aceptación del papel sustancial del hombre elegido (el hombre
como el sol, la mujer un planeta), Simone cumplió su herencia cultural, las antiguas
normas de su sexo. Pero lo formidable en su caso, lo que hizo que se
convirtiera en un nuevo símbolo para la mujer, fue su capacidad para
construirse como persona. Se acabaron los antiguos sacrificios femeninos, las ceremonias
de autodemolición como la llevada a cabo por Zenobia, la mujer de Juan Ramón Jiménez
(también premio Nobel, como Sartre): Simone enseñó que la mujer podía ser por sí misma, además de estar con.
Sin duda Beauvoir
dio ese salto gracias a su ingente voluntad, a su disciplina y a su esfuerzo
(de ahí le vino el sobrenombre de Castor: un animalito diligente que no cesa de
trabajar y construir), pero también pudo darlo gracias a las condiciones de su
época. Simone vivió su adolescencia en los años veinte, después de una guerra,
la Primera Mundial, que había
acabado con la sociedad del XIX. En
Rusia los bolcheviques parecían estar inventándose el futuro, el mundo era un
lugar vertiginoso, la revolución tecnológica cambiaba la faz de la Tierra como
un viento de fuego. En medio de toda esa mudanza había aparecido un nuevo tipo
de mujer, la chica emancipada y liberada,
dos palabras de moda. Se acabaron los corsés, las enaguas hasta los tobillos, los refajos; las
muchachas se cortaban el pelo a lo garçon,
llevaban las piernas al aire, eran fuertes y atléticas, jugaban al tenis,
conducían coches descapotables, pilotaban peligrosas avionetas. Eran los
febriles y maravillosos años veinte, los crispados e intensos años treinta,
tiempos de renovación en los que la sociedad se pensaba a sí misma, buscando
nuevas formas de ser. Había que
acabar con la tradicional moral burguesa y en el ardor de aquellos años se
pusieron en práctica todos los excesos que luego volverían a ensayarse, como si
fueran nuevos, en los años sesenta: el amor libre, las drogas, la
contracultura.
El pulso de la
época se manifestaba con toda su intensidad en Montparnasse, el barrio parisino
en donde Simone residió toda su vida: por allí habíanpasado Trotski, Lenin,
Modigliani; por allí anduvieron los cubistas, con Picasso a la cabeza, y los
surrealistas (Breton, Aragon), una tropa bárbara y risueña que se dedicaba a
reventar funciones teatrales y a darse de mamporros contra los biempensantes en
cenas y actos públicos: practicaban una suerte de terrorismo urbano. La cocaína
corría por los bares, se experimentaba con a
psicodelia (Sartre se inyectó
mescalina en 1935 y anduvo medio loco durante un par de años: decía que le
perseguía una langosta por la calle), se tomaban anfetaminas, se bebía mucho.
De hecho, el abrupto y prematuro envejecimiento de Sartre debió de tener mucho
que ver con sus excesos: desde muy joven se atiborró de anfetaminas y sedantes,
todo regado de buen vino. También Simone se excedió con las píldoras
estimulantes y sobre todo con el
alcohol: cuando murió a los setenta y ocho años tenía cirrosis.
Con todo, y en
medio de tanta turbulencia, el mundo era aún muy inocente. Beauvoir y Sartre,
por ejemplo, tuvieron siempre claro que querían ser famosos («yo era muy
consciente de ser el joven Sartre, de la misma manera que uno dice el joven
Berlioz o el joven Goethe») y dedicarse a «salvar el mundo a través de la literatura». ¿Quién podría hoy
creer, en su sano juicio, que la literatura sirva para salvar el mundo, o
siquiera que el mundo pueda ser susceptible de ser salvado de ningún modo? La
puerilidad del empeño sólo tiene parangón con el nivel de megalomanía que supone. Y es
que, en efecto, Sartre y Simone fueron en esto almas gemelas: narcisistas,
egocentristas, elitistas, insufriblemente megalómanos. En su novela La invitada Simone dice de sus protagonistas, que
son el calco exacto de Sartre y ella (Beauvoir padecía una absoluta, asombrosa
falta de imaginación, y siempre, incluso en sus novelas, hablaba de su propia
vida), que ambos «estaban juntos en el centro del mundo, mundo que debían
explorar y revelar como misión prioritaria de sus vidas».
Esa misión se
desarrollaba a través de laspalabras. Pocas veces he visto a dos seres tan
dependientes de la palabra, tan construidos por y para ella, como Simone y
Sartre. Escribieron y hablaron incesantemente desde muy jóvenes, un inacabable
torrente de sílabas. Palabras pronunciadas en los bares de Montparnasse, o en
las clases de instituto que ambos impartieron, o en agotadoras veladas con sus
numerosísimos amantes, chicos y chicas tan ansiosos
de hacer el amor con ellos como de escucharlos. Palabras escritas en una infinidad de libros, ensayos,
artículos, y en una correspondencia maniática e interminable. Grandes palabras
maravillosas con las que construyeron mundos (lo mejor de la obra de Beauvoir
son sus volúmenes de memorias, los libros sobre la muerte y la vejez y, por
supuesto, el fundamental ensayo feminista El
Segundo Sexo) y también palabras mezquinas, banales,
mentirosas; indecentes y crueles palabras que han salido a la luz, tras la
muerte de ambos, con la publicación de sus cartas y diarios íntimos.
Y es que hay dos
Simones, dos Sartres, dos interpretaciones de esa pareja insólita. La primera
versión se ajusta a la mirada pública, a la imagen que ellos quisieron ofrecer,
o sobre todo ella, porque fue Simone,
obsesiva memorialista, siempre escribiendo y razonando sobre el monotema de sus
experiencias íntimas, quien intentó edificar su personalidad (y por añadidura
la de Sartre) como un logro literario e histórico. Se narró a sí misma, o se
tradujo.
Según esta versión
más ortodoxa, Simone y Sartre fueronfueron esos
grandes intelectuales que todos conocemos, iconoclastas y comprometidos (a
menudo vidriosamente
comprometidos: fueron prosoviéticos en épocas tardías y bastante bochornosas),
agudos pensadores capaces de sintetizar ideas fundamentales para su época: el
feminismo de Beauvoir o el existencialismo de ambos, con el cual se propugnaba
una nueva moral atea, la libertad y responsabilidad absoluta del ser humano en
la construcción de su propio destino. Más atractiva aún era su extraordinaria relación: se trataban entre ellos de
usted, nunca habían vivido juntos sino en cuartos contiguos de hoteles o en
apartamentos en el mismo barrio, habían tenido los dos diversos amantes contingentes, o sea,
importantes y apasionados pero secundarios. Vista desde fuera, esa insólita
pareja parecía maravillosa e indestructible (duró cincuenta y un años), un
ejemplo de otras formas posibles de convivencia.Ellos, por su parte, no hacían
más que hablar dehonestidad y transparencia, sus palabras
tótem como existencialistas y como amantes. Pero luego están la Simone y
el Sartre privados, que han ido emergiendo, como una sucia espuma, con la
publicación póstuma de los papeles íntimos. Hemos sabido así que Sartre era un
donjuán compulsivo y patético que necesitaba conquistar absolutamente a todas las mujeres, a las cuales inundaba de
cartas amorosas de torpe énfasis, «mi amor absoluto, mi pequeña pasión, mi gran
amor para siempre jamás», repetitivas frases escritas el mismo día en misivas
distintas para las diversas amantes que simultaneaba de forma clandestina. Y es
que la honestidad y la transparencia sólo la usaron Simone y Sartre entre ellos
mismos, para comentarse el uno al otro cínicamente los más escabrosos detalles de sus
amoríos.
Tanto Simone como
Sartre parecían necesitar una corte de rendidos admiradores. Resulta curioso
constatar que tuvieron pocos amigos (y poquísimos amantes) de su edad:
preferían reinar como felices budas sobre lo que ellos llamaban la familia, un grupo de
jóvenes alumnos y discípulos que les bañaban de amor y reverencia y a quienes
ellos pagaban los alquileres o las facturas del médico,
arrastrándoles por la vida sin soltar nunca la cuerda umbilical con la que les
mantenían débiles y dependientes de su brillo. La bisexual Simone estableció
con Sartre varios tríos: compartieron, por ejemplo, a sus alumnas Olga y
Louise, que apenas si tenían dieciocho años cuando se enamoraron de la también
joven Beauvoir (la edad de las chicas terminó siendo problemática: la madre de Nathalie denunció en 1943
a Simone por corrupción de menores y Beauvoir fue expulsada de la enseñanza).
El tinglado emocional en que estaban metidos Sartre y Simone, en fin, era tan
tontamente complicado y tan risible como un mal vodevil.
Durante la guerra,
por ejemplo, Simone mantenía al mismo tiempo relaciones clandestinas con Bost,
un alumno de Sartre; con Nathalie, con Louise y
con Olga, y sólo Sartre sabía de la existencia de todos ellos; lo cual no sería
necesariamente censurable y ni siquiera raro (¿quién no ha pasado en algún
momento de su vida por épocas locas?) si no fuera por el tono insufriblemente
superior, cruel y frívolo ue
Beauvoir y Sartre usan en sus cartas. «Wanda tiene el cerebro de un mosquito»,
decía Sartre a Beauvoir, refiriéndose a una amante a la que prometía encendido amor eterno; y
de otra comenta: «Es una tía muy maciza que chupó mi lengua con la potencia de
una aspiradora eléctrica». Ambos, después de jurar pasiones arrebatadas a la
pobre Louise que los dos compartían («quiero que sepas que te amo
apasionadamente y para siempre»), la despellejaban con total frialdad,
planificando las mentiras que le dirían «para que sea feliz sin darmucho la
lata». Uno de los comentarios más viles de Beauvoir es respecto a esta Louise:
se queja de que la chica tiene un olor corporal apestoso que hace «penoso» el
encuentro sexual (aunque no por eso dejaba Simone de acostarse con ella).
La lectura de las
cartas y los diarios íntimos de ambos termina dibujando un retrato un tanto
espeluznante: en el peor de los casos parecen colegas de cuartel compartiendo la sucia gloria de las
conquistas; en el mejor, entomólogos fríos y feroces capaces de diseccionar
todas las vidas como mera materia
literaria. «Tengo el convencimiento de que soy un cerdo», decía de cuando en
cuando Sartre; y Beauvoir se apresuraba a convencerle de lo contrario: puras
palabras huecas que se devoraban a sí mismas. «Cuando veo todos esos fracasos y
a todas estas personitas amables
y débiles como Louise u Olga, etcétera, me agrada pensar lo sólidos que somos
nosotros, usted y yo», le dice Simone a Sartre, embriagada de autocomplacencia.
Eso es lo que parece buscar Beauvoir en los demás: el espejo de su propia grandeza.
Y así, de Nathalie dice: «Me quiere por lo menos tanto como Louise me ha
querido». Una frase sin duda reveladora de su manera de relacionarse con los demás: porque ante un nuevo
amor uno suele resaltar las propias emociones (le
amo más que a nadie), no hacer mercantiles cómputos comparativos sobre las
cantidades de cariño que has recibido.
Ese uso implacable
y entomológico del corazón del otro tuvo sus costes. Olga, que estuvo tan
trastornada durante los dos años que duró el triángulo que terminó apagándose
cigarrillos en las manos, se encontró a su vejez con las cartas
íntimas de Sartre, publicadas por Beauvoir tras la muerte de él; y el horror de
Olga fue tal al ver cómo se referían a ella que rompió con Simone y murió pocos
meses después sin haberse reconciliado. En cuanto a Nelson Algren, el escritor
norteamericano, falleció a los setenta y dos años de un infarto tras agarrarse
un berrinche ante un periodista recordando el
mal uso que Simone había dado a su relación: la había contado en la novela Los Mandarines y en sus memorias; la había publicado
«impúdicamente» incluyendo párrafos de las cartas de Algren, y esto es algo que
él no había podido perdonarle.
Tal vez Sartre no
fue capaz de amar de verdad a nadie; Simone, sin embargo, sí: amó fielmente a
Sartre, o al menos amó profundamente el amor que ella inventó para él. Quiero decir que, dentro de
ese férreo empeño de Beauvoir en hacerse a sí misma, también había diseñado un
lugar para un amor perfecto. Por eso le aguantó a Sartre sus caprichos y sus
desaires; y fue Simone quien sostuvo la historia a través del tiempo, incluso
cuando mantenía intensas
relaciones con otras personas, como con el periodista Claude Lanzmann,
diecisiete años menor que ella, que
fue el único hombre con quien convivió.
Pero la vida es a
menudo cruel y no hay voluntad humana, por muy poderosa que sea, capaz de
resistir los vientos del azar. Con el tiempo, Simone y Sartre se fueron
alejando el uno del otro. Ambos acabaron sus vidas con mujeres a quienes
llevaban más de treinta años: Arlette en el caso de Sartre, Sylvie en el caso
de Beauvoir. Ambos las adoptaron legalmente, cada
cual su propia hija; y, poco a poco, se fueron construyendo cada uno un mundo
de relaciones que ya no era común. Los siete últimos años de Sartre fueron los
peores: el filósofo estaba ciego y tal vez mentalmente afectado. Se echó en
brazos de un grupo maoísta, empezó a publicar reflexiones de poco nivel que
Simone no conocía y que no compartía. Era la traición última: habían dejado de ser dos cuerpos con una sola
cabeza. Simone contó a sus biógrafos Francis y Gontier los últimos instantes de
Sartre: estaba en la cama del hospital
y, sin abrir los ojos, dijo: «La amo mucho, mi querida Castor», y le ofreció
los labios, que ella besó; y luego se durmió y murió. Conmovedora escena,
perfecta culminación literaria de una vida de amor, que Francis y Gontier
publicaron en su estupendo libro
creyéndola cierta. Pero al parecer no sucedió así: fue Arlette quien estaba con
Sartre cuando éste murió. Simone llegó después e intentó meterse en la cama con
el cadáver.
El patetismo de
esta mentira de Simone no hace sino rubricar lo patético de sus siguientes
actos. Porque Arlette era y es la heredera legal de Sartre, la albacea de todos
sus escritos (tremenda, insoportable crueldad la
de Sartre con Beauvoir al hacer esto); de modo que, para reconducir de nuevo la
historia al marco diseñado por su voluntad, Simone escribió La ceremonia del adiós, su
estremecedor libro sobre los últimos años de Sartre; y cuando Arlette publicó
los manuscritos póstumos del filósofo, ella publicó las cartas que él le había
mandado: palabras y palabras, palabras como lazos para anudar la imagen de Sartre a la suya propia. Beauvoir sólo sobrevivió seis años a su mítica
pareja: murió en 1986. Y en 1990, Sylvie, su hija adoptiva, sacó la edición
íntegra de esas cartas personales de Beauvoir tan turbias y tan míseras. ¿Por
qué decidiría publicarlas? ¿Por amor al recuerdo de Simone? ¿Por dinero? ¿Por
venganza? Nada se sabe de la relación de Sylvie con Beauvoir, que se extendió
durante los últimos veintitrés
años de la vida de la escritora y que Simone comparó a veces con su relación
con Sartre; pero lo cierto es que la publicación de sus papeles privados
ensució el mito de Beauvoir. Ella, que tanto aireó impúdicamente las
intimidades de los demás, se convirtió de pronto en objeto de impúdico
cotilleo: tal vez fuera un caso de justicia poética. Sea como fuere, ahora su
imagen es más compleja y más
humana: porque todos tenemos vergüenzas e incoherencias que ocultar en nuestra
vida privada. Y al final, entre tanta gloria y tanta miseria, lo que queda es
la magnífica proeza de haber sido libre y responsable de su propio destino.
Para bien y para mal, Beauvoir se hizo a sí misma.
Este texto de Rosa Montero parece
la de alguien que se ha desencantado con el mito de Simone. La veían pura y
santa defensora del feminismo, pero a la escritora se le viene abajo el mito.
La des idealiza. Se ceba por un amor perdido como es su amor por esta
escritora. Ellos tomaron su relación íntima como modelo. No era parte de su vida
privada sino pública. Pusieron su relación como un modelo feminista,
igualitario y libre. Lo que está claro es que las relaciones con sus amantes
escondían una relación de poder. Ellos les superaban por edad, por condición,
por madurez. Eso es acoso. Simone de Beauvoir es fría y analítica cuando habla
de las cosas, incluso del amor.
Muerte muy dulce la madre
murió de cáncer
La noche anterior algo se
había descompuesto en la botella de goteo; hubo que sacar la aguja y volver a
pinchar la vena; la enfermera había tanteado y el líquido le había corrido bajo
la piel produciendo mucho dolor a mamá. Le habían envuelto en vendajes el
brazo enorme y azul. El aparato estaba ahora conectado al brazo derecho; tenía
las venas cansadas y soportaba más o menos el suero, pero el plasma le
arrancaba quejidos. Por la noche fue presa de angustia: tenía miedo de la
noche, de un nuevo accidente, del dolor. Con los rasgos contraídos, suplicaba:
"¡Vigilen bien la botella de goteo!" Al mirar su brazo en el que se
vertía una vida que no era más que malestar y tormento, volví a preguntarme:
¿por qué?
En la clínica no tenía tiempo de hacerme
preguntas. Había que ayudar a mamá a escupir, darle de beber, arreglarle las
almohadas o la trenza, correrle la pierna, regar las flores, abrir y cerrar la
ventana, leerle el diario, contestar sus preguntas, dar cuerda al reloj que
descansaba sobre su pecho, colgando de un cordón negro. Se complacía de esta
dependencia y reclamaba sin cesar nuestra atención. Pero cuando volví a casa,
toda la tristeza y el horror de los últimos días me cayeron sobre los hombros.
A mí también me devoraba un cáncer: el remordimiento. "No dejen que la
operen." Y yo no había impedido nada. A menudo, en casos de enfermos que
sufrían largos martirios, me había indignado la inercia de sus parientes:
"Yo lo mataría". A la primera prueba, yo había cedido: vencida por la
moral social, había renegado de mi propia moral. "No —me dijo Sartre—,
usted fue vencida por la técnica: era fatal." En efecto. Uno está dentro
de un engranaje y es impotente ante el diagnóstico de los especialistas, sus
previsiones y sus decisiones. El enfermo se ha convertido en propiedad de
ellos: ¡vaya uno a quitárselo! El miércoles pasado no había más que una
alternativa: operación o eutanasia. Con un corazón sólido y vigorosamente
reanimada, mamá hubiera resistido mucho tiempo a la oclusión intestinal
viviendo en un infierno, puesto que los médicos habrían rechazado la eutanasia.
Hubiera tenido que estar allí a las seis de la mañana. Y aun así, ¿me habría
atrevido a decide a N.: "Déjela extinguirse"? Es lo que le sugería
cuando pedí "No la atormente", y me contestó
de mal modo, con la altivez de quien está seguro de su deber. Me habrían dicho:
"Tal vez usted la priva de varios años de vida", y yo hubiera estado
obligada a ceder. Estas reflexiones no me tranquilizaban. El porvenir me aterraba.
Su madre era muy tradicional y católica y
su muerte volvió a unirlas y “reconciliarlas”
¿Qué habría
ocurrido si el médico de mamá hubiera detectado el cáncer desde los primeros
síntomas? Seguramente se lo habría combatido con rayos y mamá habría vivido dos
o tres años más. Pero ella habría sabido o por lo menos sospechado la naturaleza
de su mal y hubiera pasado el fin de su existencia en medio de la angustia. Lo
que lamentamos es que el error del médico no nos engañara también a nosotros;
de otra manera nuestra preocupación primordial hubiera sido la felicidad de
mamá. Los inconvenientes de Jeanne y de Poupette durante el verano se habrían
subsanado. Yo la hubiera visto más seguido y le hubiera inventado placeres.
¿Cabe o no
lamentar que los médicos la hayan reanimado y operado? Ella, que no quería
perder ni un solo día, "ganó" treinta;
éstos le dieron alegrías, pero también ansiedades y sufrimientos. Puesto que se
salvó del martirio al que yo le creía a veces condenada, yo no sabía decidir en
su nombre. Para mi hermana, perder a mamá el mismo día en que volvía a
encontrarla, hubiera sido un golpe del que le habría costado recuperarse. ¿y
yo? Esas cuatro semanas han dejado en mí imágenes, pesadillas y tristezas que
no habría conocido si mamá se hubiera apagado aquel miércoles por la mañana.
Pero no puedo medir la sacudida que habría experimentado, puesto que mi dolor
estalló de un modo que no había previsto. De ese aplazamiento obtuvimos un
beneficio indudable: nos ha salvado —o casi— del remordimiento. Cuando
desaparece un ser querido, pagamos el pecado de existir con mil añoranzas desgarradoras.
Su muerte nos devela su singularidad única; se torna vasto como el mundo que su
ausencia hace desaparecer para él, y que su presencia hacía existir en su
totalidad; nos parece que hubiera debido ocupar un lugar más importante en
nuestra vida: en última instancia ocuparla totalmente. Nos desprendemos de ese
vértigo: no era más que un individuo entre tantos. Pero como nunca se hace todo
lo que se puede hacer, por nadie —aun dentro de los límites, contestables, que
nos hemos fijado—, nos quedan todavía muchos reproches por hacernos. Estos
últimos años, sobre todo, nosotras éramos culpables, respecto a mamá, de
negligencias, de omisiones, de abstenciones. Nos pareció haberlas compensado
con las jornadas que le dedicamos, con la paz que le daba nuestra presencia,
con las victorias libradas contra el miedo y el dolor. Sin nuestra vigilancia
empecinada, ella habría sufrido mucho más.
Pues en efecto, en
comparación, su muerte ha sido dulce. "No me dejen librada a las
fieras." Yo pensaba en todos aquellos que no pueden hacer a nadie ese
pedido: la angustia de sentirse un objeto indefenso, enteramente a la merced de
médicos indiferentes y enfermeras agotadas. Sin una mano en la frente cuando
los posee el terror; sin un calmante cuando el dolor los tortura; sin una
charla engañadora para colmar el silencio de la nada. "Ella ha envejecido
cuarenta años en veinticuatro horas." También esa frase me había
obsesionado. En la actualidad existen todavía —¿por qué?-agonías horribles. Y
además, en las salas colectivas, cuando se aproximan los últimos momentos, se
rodea con un biombo la cama del moribundo; éste ha visto al mismo biombo
rodeando las camas que al día siguiente estaban vacías: sabe la verdad. Me
imaginaba a mamá cegada por ese sol tenebroso que nadie puede mirar de frente:
el horror de sus ojos desmesuradamente abiertos, con las pupilas dilatadas.
Tuvo una muerte muy dulce, una muerte privilegiada.
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