CALAVERADA MACABRA EN UNA NOCHE DE OCTUBRE
La
luna arrastra en su vestido de novia una estela de estrellas fugaces. Es su
corte de doncellas y damas de honor, relucientes todas ellas, nacaradas de iridiscencia,
con su diadema diamantina. Los astros tiritan de emoción y lloran destellos
luminosos. La luna se funde con el sol y se produce el eclipse lunar, un
eclipse que viene a coincidir con la noche de Walpurgis. Ancestralmente se
celebraba el 1 de Mayo, día de Santa Walburga en el monte Blocksberg pero el
cristianismo hizo coincidir tal fiesta celta y pagana con la víspera de todos
los santos, el 1 de Octubre. De todas formas poco importa tiempo y lugar en
esta historia que pudo muy bien no haber ocurrido jamás. Todos en el cementerio y en el pueblo que lo
colinda duermen, mueren y sueñan cada noche. Hasta los viejos diablos cuando
duermen parecen angelitos y buenos por naturaleza, igual que todo muerto merece
nuestro respeto eterno, porque la noche y la muerte nos estremece de frío. Y la
calavera es la última mascara, mascara funesta y fúnebre, que nos ponemos para
danzar macabramente. Las familias gitanas de Norta acuden la mañana de todos
los santos a rendir culto a sus muertos. Ellas, plañideras histriónicas y
gesticulantes, les claman a gritos como si eso pudiera devolvérselos. “ay que
pena más grande” “ay, madre mía de mi alma” “que aquí sólo quedan las malas
hierbas que se enraízan entre espinas, la muerte sólo se lleva a los buenos”.
“ay, que muerte más perra” “ay, mama, que dolor más grande” Da igual si lloran
al patriarca muerto hace lustros que al hijo yonqui que se lo acaba de llevar
la heroína. Sus lamentos ahogados retumban por el eco del cementerio, y por más
que les llaman y dan voces los muertos estos nunca responden, y por más que
preguntan a Dios por ellos ni el eco se manifiesta. Silencio sepulcral sólo interrumpido por los
camiones cisternas que va limpiando las calles de los restos de botellones;
cartones de vino Don Simón, botellas de dos litros de coca cola, chustas de
cigarros, bolsas de patatas.... Ayer los jóvenes del pueblo celebraron su
halloween, esa fiesta anglosajona que en realidad se basa en viejos cultos
celtas, sumerios, perdidos en el origen de los tiempos. Pero el haloween para
estos adolescentes son disfraces, caramelos, borracheras, ligoteos y pachanga,
olvidar que la muerte esta ahí, a la vuelta de la esquina, escondida tras las
tapias de este funcional campo santo. Norta en vez de tener su cementerio a la
salida del pueblo, escondido, lo tiene en el centro, en el cogollito de la
ciudad, porque Norta no es que viva anclada en el pasado, es que vive en un
tiempo sin tiempo, en el tiempo de los fantasmas y en esta ciudad fantasma, en
este pueblo invisible, los ausentes están más presentes que nunca, velando por
los hijos de su ciudad. Cuidado con estos fantasmas porque enredan en sus
cadenas, los muertos no son de fiar, ni los zombis vivientes con sus miembros
desmembrados, quieren chuparte tu sangre de vivo, ávidos de resurrección,
hincarte sus colmillos de licántropos, morder tu carne y brindar con tu sangre.
Apreté la invitación con fuerza. El mismo, en persona había tenido la
delicadeza de traérmela y no podía faltar a su mascarada con otros calaveras de
su talla. En todo este tiempo, mientras he estado enferma y postrada en la cama
turca, he leído muchos libros de satanería y brujería, y ya deseaba que viniese
de una vez, lo anhelaba como la enclaustrada añora un rayo de luz. Y sin
embargo, anoche, cuando llegó, casi le tuve miedo, sí, yo que nunca he tenido
miedo por nada en mi vida, sentí un autentico pavor por todo mi cuerpo, el
vello y los pezones se me erizaron, el corazón agolpado en el pecho latía igual
que una vieja locomotora, el cuerpo hecho torbellino, como a quien le atraviesa
un rayo el cuerpo y le electrocuta, así irrumpió Él en mi interior.
Y al instante me supe enamorada, entregada, esto de que no te
importaría desfallecer en sus brazos si estos te sostuvieran eternamente. Ay,
Pero la eternidad es demasiado tiempo.... Él vino al fin, todo lo bueno se hace
esperar, pero acaba por llegar, porque todo en la vida, lo bueno o lo malo,
acaba por llegar. Entró en una ráfaga de luz, pero no era una luz potente sino
neblina, halos de luna, y una llama ardiente venida del mismo averno. Portaba
gabán violáceo, y la oscuridad le rodeaba de sombras, sólo veía su boca delgada
y fina, sus colmillos reluciendo, amarillos y lobeznos, unos ojos penetrantes
que me devoraban con ansía invitándome a desmayarme en sus brazos, a anegarme
para siempre en él, sus mustios labios me ofrecían comulgar de la sangre que de
ellos manaba en forma de hilillo. Él vino para llevarme, tal y
como siempre lo soñé, con su auriga dorada en azabache, con sus caballos
salvajes que relinchaban y coceaban, en cuya grupa monté, cabalgando sobre el
tejado de la que había sido mi casa. Los
jamelgos tenían una mirada atroz y parecían clavarme sus sonrisas y sus
espuelas de caballos de guerra. Yo misma empecé a mirar como él me miraba, igual
que si me hubiera hechizado, porque al besarle sentí que bebía su sangre,
aunque eran mis propias venas las que me dolían, sorbía mi propio y amargo
cáliz.
La
luna iluminaba una lápida que el musgo cubría. El carro celeste replegó sus
alas y aterrizó suavemente sobre el tapiado del campo santo. Era noche cerrada,
quizá la de Walpurgeist. Apenas veía nada, sólo olía la inmundicia de todos
aquellos cuerpos putrefactos, la pestilencia existencial, un hedor que me hacía
aferrarme a él con todas mis fuerzas para sólo oler sus cabellos sedosos, para
que él me protegiera de todos los espectros que aquella noche pudieran salirnos
al paso. Estaba atemorizada ante la peste que hedían esos cuerpos agusanados,
carcomidos de bichos infectos. Él recogió para mí una calavera con una mueca
atroz, y la besó y al instante en la calavera volvió a brotar una fina capa de
carne y por las concavidades de los ojos una llama pareció arder y hasta el
cabello volvía a resucitar en aquel óseo rostro macabro. Los esqueletos se amontonaban sin orden ni
concierto en pilas comunes por el cementerio y entre aquel piélago de huesos
nadamos aquella noche, buscando una tumba entre malezas, musgos y madreselvas.
La noche estuvo llena de visiones y apariciones y los esqueletos bailaron su danza
macabra y rechinaban sus dientes con mil suertes de risas, a cada cual más
siniestra.
Una
vieja en su mecedora tambaleaba ese saco de huesos artríticos que tenía por
cuerpo,
Y
cubierta con una manta escondía su tuberculosis, su lepra, sus manos callosas,
los signos y estigmas de putrefacción que recorrían todo su decadente cuerpo. Dos
zombis enamorados juntaban sus mandíbulas y se abrazaban clavándose sus
clavículas. Por el pueblo les llamaban los amantes de Teruel. Y aquel suicida
romántico que se inmoló una noche cerrada, sobre el patio de las abadesas. La
calavera de un niño al que los gusanos le salían por los ojos, aquella mirada
(que no era mirada pues carecía de iris) aquella mirada cóncava y vacía me
estremeció toda. Sentí en la nuca el soplido
helado de la noche, pero sólo era mi enamorado que me besaba dulcemente en el
cuello, lentamente, salivando, hincándome sus colmillos de licántropo para
apropiarse de mi interior. Mis dientes castañearon del frío, y entonces me
lleve las manos a la cara y me palpé descubriendo que también mi cara era ya
una calavera y que no veía nada pues de
pronto carecí de ojos y todo se cubrió agazapado en tinieblas. De la impresión
caí al suelo estrepitosa, hecha cachos, trizas, polvo. Sentí
romperse todos mis huesos en pedazos, y apenas veía por mis ojos cenagosos en
llanto como mi amante me dejaba allí, tirada, arrodillada en el suelo,
inclinada ante su misericordia
eterna, envuelta como en un ovillo, recogida dentro de mi misma, con las
piernas sobre mi cabeza, llorando por su piedad, allí, llorando aún sin ojos ni
lágrimas, entre el charco en que flotaban las demás calaveras. En ese instante
giré la vista y me topé con la lápida que buscábamos. Y al apartar la mala
hierba que allí crecía, vi -o quizá creí
ver- una inscripción con mi nombre grabado en ella.
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